Domingo, 22 de diciembre de 2024

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En Molokai la Iglesia entera se contagió de lepra por amor

por Alberto Royo Mejia

El próximo día 11 de octubre el Papa Canonizará en San Pedro, entre otros, al Padre Damián de Molokai, personaje fascinante y uno más de la larga historia de misioneros y personas dedicadas por entero a la caridad que ha tenido la Iglesia. Si de algo puede presumir la iglesia, aunque obviamente no es cuestión de hacerlo, es de una lista casi interminable do hombres y mujeres que se han dedicado totalmente, con todo tipo de renuncias y sacrificios, única y exclusivamente a cuidar de los necesitados. Han pasado los siglos, han cambiado los tipos de necesidad, han aparecido y desaparecido enfermedades y penurias en la humanidad, pero ahí ha estado siempre la Iglesia, a través de sus hijos, ayudando al que lo necesitaba. Sobre esto dedicaré algún artículo específico, pues el tema da para mucho.

 
Hoy quiero destacar que en Molokai, la isla terrible de los leprosos, el P. Damián no fue solo, la Iglesia entera fue con él. Hace poco un querido blogger hablaba de Algo así como “francotiradores” en la Iglesia, vaya, los que iban por libre haciendo el bien. Pues esos francotiradores realmente no existen, ningún miembro de la Iglesia va por la vida haciendo el bien como el llanero solitario (o, por desgracia, haciendo el mal). La Iglesia entera, con la misteriosísima comunión de los santos, va con él. Por eso, Damián, cuya impresionante aventura de amor y sacrifico voy a recordar hoy, no fue solo ni solo trabajó con los leprosos, ni solo se contagió ni murió solo, sino que toda la Iglesia, sus hermanos y hermanas estaban con él: los contemplativos con sus oraciones, los sacerdotes con el sacrificio de la Misa, los laicos con su vida santa, sus compañeros de Congregación religiosa, los demás religiosos, todos estaban en Molokai con él. Y el saber que no estaba solo le dio fuerzas y le ayudó a perseverar, como ha ocurrido a tantos miles de héroes de la caridad que han pasado por este viejo mundo haciéndolo un poco mejor.
        
 A los 19 años, Damián de Veuster entró al Noviciado de Congregación de los Sagrados Corazones en Lovaina. Terminados sus estudios y antes de ser ordenado sacerdote, se ofreció y fue aceptado como misionero para Oceanía, donde su Congregación atendía misiones desde los tiempos del fundador.  En marzo de 1864 llegó a Honolulu. Ordenado sacerdote ese mismo año, fue enviado al distrito de Puna en Hawai. A sus padres les escribe:  “No os olvidéis de este pobre sacerdote que recorre día y noche las alturas del volcán de Sandwich en busca de ovejas perdidas (...) Si el Señor está conmigo, ya no tendré nada que temer, lo podré todo, como san Pablo, en Aquél que me fortalece”.
 
En ese momento tenía 24 años. Al año siguiente se ofrece para cambiar de misión por un sacerdote enfermo. A partir de ese momento se instala en Kohala, misión bastante más grande y difícil que la anterior. Allí permanecerá los ocho años siguientes.
 
Un día de 1873, el Obispo Vicario Apostólico, responsable de esas misiones, le contó a un grupo de jóvenes misioneros su honda preocupación por la situación de los leprosos en la isla Molokai. Esta isla estaba destinada por el Gobierno como lugar de reclusión al que iban a morir los enfermos cuyo diagnóstico se hacía en el leprosario de Honolulu. Quedaban separados en un lugar desolado que sólo tenía salida por mar, pues para ir al resto de la isla había que subir un acantilado de 1000 metros, casi inaccesible. Allí morían de a poco unos 800 leprosos con una atención médica mínima, con mucha pobreza, falta de higiene y promiscuidad. El alcohol, el abandono, la falta de esperanza, los tenía en la mayor degradación moral.
 
En cuanto el Vicario expresó a esos misioneros su inquietud por la atención espiritual de los leprosos, ellos se ofrecieron prontamente para ir. Damián fue elegido. Le había dicho al Obispo: “La muerte voluntaria es el principio de una vida nueva: estoy pronto a sepultarme vivo con esos infortunados, de los cuáles conozco a varios personalmente”. Seis días después, el padre Damián, a los 33 años, desembarca para siempre en Molokai.
 
 Había dejado llorando su comunidad de Kohala y llegaba ahora a una tierra que todos temían donde había una población hostil y amargada. Llegaba sobre todo al lugar del contagio, del mal olor, de la enfermedad que pudre en vivo a sus víctimas y las deforma, al lugar de la muerte. Desde su llegada, Damián se asimiló en todo a la vida de los leprosos y se puso a su servicio. Así fue venciendo resistencias y logró hacerse ayudar de los mismos isleños en la obra civilizadora y evangelizadora que emprendió.
 
Comenzó por construirse una pequeña casa en que vivió cinco años, solucionó el problema del agua para la población mediante un drenaje, reconstruyó las casas de los isleños dañadas por un huracán, les enseñó a trabajar la tierra y los entusiasmó a ponerse a la obra, arregló el desembarcadero, reconstruyó las dos capillas, creó un coro y la banda de música. En correspondencia con los leprosarios del mundo, fue mejorando las técnicas para aliviar a los leprosos. En fin, predicó, preparó a la recepción de los sacramentos, repartió alegría y esperanza entre su gente.
 
Compartiendo en todo la vida de los leprosos, nunca tomó precauciones para no contagiarse. Éstas habrían resultado hirientes para sus amigos. Damián fue uno de ellos para amar y servir. Eso era lo único importante. El contagio no contaba. Dice el Dr. Mouritz, que lo conoció en sus últimos años: “Si el padre Damián hubiera escapado de la lepra, hubiera sido un milagro. Despreocupado del peligro de contagio, el padre Damián vivió y trabajó junto a un cementerio de mil cadáveres que exhalaban las fétidas miasmas de la lepra, cubiertos de apenas un pie de tierra (...) Recibía visitas de leprosos que comían en su mesa y fumaban su pipa. Lo he visto con mis ojos. Con tal de ayudar a los leprosos, el padre Damián no se inquietaba por el peligro de contraer la lepra”.
 
A los diez años de estar en Molokai, el padre Damián tuvo la certeza de ser leproso, hecho que tomó con tranquilidad, como algo que estaba programado desde el comienzo. Ahora podía decir con entera verdad en su predicación: “nosotros los leprosos”. Pero sus mayores sufrimientos, tal vez más que de la lepra, vinieron de la soledad y de las incomprensiones. Sufrió muchos ataques por envidia de otros, o también como resultado de su propio carácter fuerte.
 
Tuvo un Provincial muy duro y falto de comprensión que nunca lo fue a visitar, lo llenó siempre de reproches y hasta le prohibió venir a Honolulu, cuando el padre deseaba ir a confesarse y a hacerse atender en a leprosería de esta capital. En ese tiempo, Damián le escribe a su Obispo: “Le confieso que eso me hizo sufrir más que todas las pruebas que he tenido desde mi infancia. He respondido con un acto de absoluta sumisión en virtud de mi voto de obediencia. Seguimos queriéndonos. Siempre resignados con la voluntad de Dios, en nuestros padecimientos cada vez más punzantes, estamos Monseñor, muertos en Cristo y con la vida escondida en Dios”.
 
El mismo año le escribe al Secretario del padre General de su Congregación: “No pido otra cosa que permanecer y morir en Kalawao; leproso o no, déjenme completar mi carrera hasta el fin. Estoy contento y feliz de todo lo demás, y no me quejo de nadie”. Envejecido y minado por la enfermedad, Damián siguió su trabajo mientras pudo hacerlo. Tuvo la alegría de recibir algunos compañeros en los últimos años. Fueron hermanos de Congregación o bien otros, tanto católicos como protestantes. Su ejemplo era conocido en el mundo y atraía personas que deseaban darse como él. Pero estas ayudas fueron espaciadas y muchas de ellas transitorias. Vio también llegar una comunidad de monjas franciscanas.
 
El 28 de marzo de 1889 ya no pudo salir de su habitación. Ese día puso en orden sus documentos y dijo: “He visto a tantos leprosos morir, no me equivoco, la muerte no está lejos. Hubiera deseado tanto ver una vez más a Monseñor, pero Dios me llama a celebrar la Pascua con Él” (era el Domingo de la Pasión). El padre Wendelino, de su Congregación, que lo acompañó los últimos días nos dice:
“Qué pobreza. El que ha gastado tanto dinero para aliviar a los leprosos, se olvidó de sí mismo hasta el extremo de no tener ropa interior para cambiarse, ni sábanas para su cama”. “Qué de veces me dijo: Padre, usted representa aquí la Congregación para mí. Digamos juntos las oraciones de la Congregación. ¡Qué dulce es morir hijo de los Sagrados Corazones!”. El lunes 15 de abril, a los 49 años falleció y fue enterrado en el mismo lugar donde había pasado las primeras noches a su llegada a Molokai, 16 años antes.
 
La muerte del padre Damián conmovió al mundo entero. En todas partes se habló y se escribió sobre él. Dom Pieter van der Meer, hijo del escritor holandés, nos cuenta que escuchó a León Bloy hablar maravillado de él. Dom Pieter escribe: “Fue entonces cuando empecé a leer sobre este gran hombre. Lo he seguido desde su juventud y hasta aún después de su muerte. Del mismo modo que Cristo se convirtió en hombre para redimir a los hombres, así Damián se hizo leproso por amor a estos seres condenados a muerte. Recuerdo que en cierta ocasión estaba leyendo algo a otras personas acerca de este hombre y la emoción me impidió seguir la lectura, ya no veía las palabras, mis ojos se cegaban por las lágrimas. Qué maravilla saber que un hombre podía ser tan bueno, tan fuerte, cariñoso y sencillo, merced a la gracia divina”. (Esteban Debroey, “Padre Damián”).
 
Pues bien, Damián fue con la Iglesia a Molokai, la comunión de los santos lo acompañaba, lo fortalecía y daba sentido a su labor. Los que lo criticaban eran también Iglesia ayudándole a purificarse y a sufrir como el Señor. Aún cuando no habían llegado ni los hermanos ni las religiosas, ahí estaba la Iglesia entera con él, amando a los leprosos. Y la Iglesia se contagió de la lepra con él y dio la vida con él. Hoy esa misma Iglesia se alegra de modo indecible por la glorificación de este hijo suyo, San Damián de Molokai.

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