Un mandamiento nuevo: amaos
Es un verdadero privilegio vivir el mes de mayo en Córdoba. Todo invita la alegría de la vida que brota y renace continuamente. Hemos celebrado la fiesta de las Cruces de mayo en el primer fin de semana de mayo, en la ciudad y en muchos pueblos, con la mirada puesta en la santa Cruz, la Cruz gloriosa de Cristo resucitado, que ha vencido la muerte y ha llenado el mundo de alegría; la Cruz que ha dejado de ser un signo de tortura para convertirse en un signo de gloria y de victoria; la Cruz que corona nuestros campanarios, que señala los caminos de nuestra Europa cristiana; la Cruz con la que empezamos y terminamos toda obra buena. La señal del cristiano y del cristianismo es la Santa Cruz, porque en ella ha entregado la vida Nuestro Señor Jesucristo y desde ella ha vencido la muerte para siempre.
Pero el mes de mayo no termina ahí. Todo él se ha preparado a lo largo del año para mostrar el colorido y la vida pujante de los Patios de Córdoba. Hay casas y patios que son un canto precioso a la vida y a la alegría de la primavera. “Con flores a María…” cantamos en este mes de mayo, especialmente dedicado a la Virgen María. En muchos lugares esas flores adornan una imagen de la Virgen, nuestra Madre, como diciéndonos que Ella es la flor más hermosa en el jardín de la historia humana, cuyo fruto bendito es Jesús nuestro Salvador.
Y en este quinto domingo de Pascua, Jesús vuelve a recordarnos el mandamiento nuevo del amor cristiano: “Amaos unos a otros como yo os he amado; en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”. Resulta curioso que el mandamiento más importante de Jesús sea el mandamiento del amor, que coincide precisamente con la aspiración más profunda del corazón humano, donde toda persona humana encuentra su felicidad. El mandamiento de Jesús, por tanto, no es algo extraño al corazón humano, sino algo superlativamente humano, que quiere hacernos plenamente humanos.
La divinización del hombre se ha realizado por el misterio de la Encarnación, misterio en el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre; y en este misterio el hombre no ha perdido su identidad, sino que su identidad humana ha llegado a plenitud. Ser divinizado coincide por tanto con ser “humanizado”. El hombre llega a ser más humano precisamente cuando es más divinizado. Así nos lo enseña San León Magno, cuya doctrina desemboca en el concilio de Calcedonia, afirmando que cada una de las naturalezas -la humana y la divina- no pierden su identidad al quedar unidas por el misterio de la Encarnación, sino que más bien la identidad de cada una queda salvaguardada precisamente en virtud de este mismo misterio. La persona humana es más humana cuanto más divina se deje hacer. Por eso, el mandato del amor, que nos viene como gracia del cielo, lleva a plenitud la capacidad de amor que brota del corazón del hombre. El amor divino que Jesús nos manda no destruye ni anula el amor humano, sino que lo purifica, lo fortalece y lo lleva a plenitud.
Jesús sitúa precisamente en este mandamiento del amor la señal preferente de la identidad de un cristiano: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”. Se trata, por tanto, no de un amor pasajero ni de un amor interesado. Se trata de un amor permanente, de un amor oblativo, de un amor que supera incluso las barreras humanas. El amor humano se mueve frecuentemente por el interés que reporta, y no es malo que funcione así; pero se queda corto. Ese amor no transforma la persona, ni transforma la historia. Otras veces se detiene ante las deficiencias del otro; amamos lo que nos atrae espontáneamente, amamos por las cualidades que vemos en el otro, pero no amamos cuando no vemos cualidades ni atractivo. Tampoco es malo ese amor, pero se queda corto también.
El amor al que nos invita Jesús, el mandamiento nuevo del amor cristiano, es un amor que se mueve por la acción del Espíritu Santo, busca hacer el bien a los demás, es generoso sin mirar el propio interés y llega incluso al amor a los enemigos. Cuando el amor llega a estas cotas, ciertamente es un amor que viene de Dios y no de nuestro natural, aunque sea bueno.
“Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Es un amor que llena el corazón humano elevándolo a la categoría de amor divino. Es un amor con marca propia, es la marca cristiana. Que el mes de mayo os traiga la alegría de la vida del Resucitado y este amor nuevo y profundo que viene de Dios.
Publicado en el portal de la Diócesis de Córdoba.
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