Una sociedad sin hijos
“Sin juventud no hay futuro. Sin niños no habrá juventud. Sin fecundidad no habrá niños” (pág. 228): tres frases rotundas que prácticamente cierran la obra Una sociedad sin hijos de Manuel Blanco Desar. Tres frases de una certeza evidente y que, a pesar de ello, y tal y como escribe el autor, “nuestros compatriotas ignoran o desprecian”. Y es ese el grave y doble problema: el demográfico y su menosprecio.
El libro responde a la necesidad de plantear abierta y razonadamente la dimensión límite a la que ha llegado nuestra sociedad en su envejecimiento por insuficiencia de hijos. Un envejecimiento que está causado mayoritariamente por el reducido número de nacimientos, más que por el aumento de la esperanza de vida. La sociedad española se hace más vieja cada año que pasa, no tanto porque vivamos más, sino porque nacen menos. Del orden del 60% de la causa radica en este punto.
La media de edad de la población se sitúa en los 43 años, 44 si solo consideramos la población autóctona. Muy cerca del límite de la edad de productividad máxima, que se sitúa en los 45 años, casi 4 años por encima de la Unión Europea. A mitad de la próxima década ya estaremos fuera (Edward Hugh, España, ¿un país de ahorradores? Consecuencias de la próxima revolución demográfica para el sector financiero español).
Esta otra forma de observar el envejecimiento nos permite ver los graves problemas que acarrea este proceso: menor productividad y capacidad innovadora, cambios en las pautas de consumo e inversión, mucho más conservadoras. Y nos permite compararnos con el entorno con esta sola cifra: Marruecos, 28,1; Argelia, 27,3; y ninguno de los países subsaharianos llega a los 20, se sitúan entre los 15 y 19 años de media de edad. En España hay provincias en el noroeste que ya están cerca de los cincuenta años. Una cifra que crece a un ritmo imparable.
Blanco afirma humorísticamente “que solo los tontos tenemos hijos”, los listos se abstienen de tenerlos. Pero esa frase encierra una profunda verdad económica. Ante la perspectiva de un futuro de pensiones insuficientes y la necesidad -para quien puede- de acudir a planes privados, a ingresos equivalentes quien no tiene hijos posee un potencial de ahorro mucho mayor que quien los tiene, y que puede dedicar a su plan de pensiones. Como describe el libro, hay ahí una gran injusticia y un incentivo poderoso para ser deliberadamente infecundo.
El coste teórico de un hijo hasta los 18 años -y las cifras no son buenas ni actuales- se sitúa entre 100.000 y 300.000 euros. Más en términos reales, hasta su verdadera emancipación. A ellos cabe añadir los costes de oportunidad, que Blanco evalúa en 100.000 euros, y otros más que pueden superar otros 100.000. Esta es la cifra de la que dispone quien no tiene hijos para invertir en su plan de pensiones privado. Además, usufructúa la parte alícuota de la aportación que los hijos adultos harán a la Seguridad Social con sus cuotas (al igual que los padres de éstos, con la diferencia de que unos se beneficiarán sin haber aportado nada), así como la contribución a Hacienda. Imaginemos un mundo formado por dos familias, una tiene tres hijos, la otra, ninguno, y que ingresan lo mismo: la familia con hijos habrá gastado unos millones de euros, quizás menos por economías de escala; la que no ha querido tener hijos dispondrá de este millón y podrá destinarlo a su plan privado de pensiones. Aquellos tres hijos habrán generado 1,5 millones a Hacienda, y 900.000 a la Seguridad Social. El resultado final de todo ello es que la familia sin hijos habrá ingresado a lo largo de su ciclo vital 1 millón + 50% de 1,5 millones (3 hijos) + 50% de 900.000 (3 hijos). Total: 2,2 millones. La familia con hijos, solo 1,2 millones, y habrá gastado 1 millón. Su retorno será solo de 200.000. No tener hijos habrá representado un negocio de 2 millones a lo largo del ciclo vital.
Esto, obviamente, es una simplificación, pero permite entender la lógica perversa del sistema. El “no tener hijos” posee un doble incentivo: ahorrar una cantidad muy importante, y al mismo tiempo beneficiarse igualmente de las aportaciones de quienes sí los han tenido y que de adultos contribuyen con sus ingresos a los presupuestos públicos y a la Seguridad Social. Con un absurdo agravante, que se penaliza y mucho a quien contribuye decisivamente a la sociedad con sus hijos.
¿Por qué tanto hablar de la importancia decisiva del capital humano, de la tecnología y la innovación? Pues bien, todo eso parte de una condición necesaria: los hijos y la educación que somos capaces de darles. Y esa es la contradicción que nos está arruinando: incentivamos lo que precisamente no crea capital humano y va reduciendo nuestra capacidad innovadora y de ser productivos.
España, tal y como se analiza en Una sociedad sin hijos, presenta unas características peculiares: 1) bajísima fecundidad en términos europeos, que ya es baja de por sí; 2) velocidad e intensidad de la caída; y 3) que apunta como lo más grave, y en lo que creo que todos coincidiremos, una nula conciencia de sus clases dirigentes.
Creo que nadie puede negar esta evidencia, con las tasas de fecundidad actuales por debajo del 1,4 y con comunidades como Canarias y Asturias situadas en el 1,0 o poco más.
Se pueden formular otras hipótesis de futuro, pero se han de avalar con razones suficientes. No se puede presentar, como ha hecho la AIReF [Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal], que España evolucionará hacia tasas de fecundidad del 1,8 desde menos del 1,4 actual porque otros países del contexto europeo lo han hecho, salvo si, y eso es lo que se reclama, se adoptan políticas con un gasto público tan importante como las de aquellos países. Mas creemos que, sin cambiar radicalmente, los datos no van a mejorar: en términos absolutos, porque habrá menos mujeres en edad de procrear; en términos relativos, porque la componente cultural en la negación de los hijos tiende a reforzarse en España de la mano de la perspectiva de género y la pérdida del vínculo religioso. Porque, no tener hijos tiene, obviamente, unas causas económicas, pero también de otro tipo: de compromiso, de moral y conciencia religiosa.
No puede sostenerse, como ha hecho el INE [Instituto Nacional de Estadística] en su reciente y radical modificación de previsiones demográficas, que ahora España crecerá de una manera extraordinaria gracias a la inmigración. Si ésta es mínimamente ordenada, debe existir una correlación con el crecimiento de la ocupación. Observando las cifras del INE, el resultado no es creíble. Para poder absorberlo sería necesario que la ocupación creciera en la próxima década de manera sostenida bastante más del 2% anual, como analizaba el catedrático de Economía Aplicada Joan Oliver. Es decir, que crecerá por encima de los 380.000 puestos de trabajo al año, para absorber a 270.000 inmigrantes anuales y emplear a los autóctonos. Con el añadido de las consecuencias cualitativas y de productividad de un modelo de este tipo.
En 1975, 7,86 nacidos por 100 mujeres. En 2017, 3,70. Con estas cifras no se puede razonar que el problema de la baja natalidad no existe porque ahora mueren menos niños que antes y viven más años, que es otro de los argumentos utilizados. La reducción de las defunciones entre el nacimiento y los 65 años no compensa la caída de la natalidad del 47%, y también porque no importa cuántos años de más se viva después de jubilado, porque este número de personas inactivas no pueden sumarse a las que sí lo son. Pasan del haber al debe en la contabilidad generacional.
Y esa es otra cuestión a la que el libro nos conduce y que ignoramos: el de la contabilidad generacional, es decir, el agregado de cuentas personales en términos de aportación y recepción de dinero de cada uno en relación con el Estado. Existen países, como Alemania entre otros, donde tales cuentas son obligatorias, y permiten observar el futuro y si es sostenible. Sería una exigencia básica que se aplicara el mismo criterio para España. En el estudio Evaluación de la sostenibilidad del Estado del Bienestar en España de 2007, de la doctora Concepció Patxot, y cuando el déficit de estado era mínimo, del 0,14, el resultado de las cuentas intergeneracionales indicaba que el déficit crecería hasta llegar en 2050 al 7,58% del PIB. Si rehiciéramos los cálculos ahora, después de la crisis el resultado sería lógicamente peor.
El libro de Manuel Blanco Desar tiene la virtud de señalar con claridad el desastre de una sociedad sin hijos y su tupida red de causas y consecuencias de todo orden: morales también, económicas, sociales, culturales y políticas, de convivencia incluso, y sobre todo de horizonte de país.
Sin descendencia, el futuro no existe, y sin futuro ¿cómo va a haber progreso?
Publicado en Forum Libertas.
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