Francisco de Asís y el sultán de Egipto
En septiembre de 1219, hace ahora 800 años, tuvo lugar un insólito encuentro entre dos hombres, Francisco de Asís y el sultán Al Malik Al Kamel de Egipto. La ocasión se presentó gracias a la tregua de un mes entre los ejércitos cristiano y musulmán durante la quinta cruzada, cuando ambos se enfrentaban por el control de la ciudad de Damieta en el delta del Nilo.
El encuentro, al que Francisco acudió acompañado de fray Iluminado de Rieti, fue considerado en el campamento cristiano como un auténtico fracaso. Se dijo que el legado papal, el cardenal Pelagio, no habría dado su permiso para esta extraña embajada si se lo hubieran pedido. No es extraño que lo único prodigioso que vieran aquellos hombres de armas era que los dos frailes hubieran vuelto con vida y acompañados de una nutrida escolta enviada por el sultán. Eso sí era un milagro y todo lo demás, los testimonios sobre la entrevista, no importaban demasiado salvo para los miembros de la orden franciscana. Antes bien, los cruzados se impacientaban porque la tregua tocaba a su fin y había que seguir la lucha para arrebatar Damieta a los egipcios, y hacer la ciudad un instrumento de canje por Jerusalén, que habían perdido 30 años tras una campaña del sultán Saladino, el tío de Al Kamel. En efecto, en noviembre de aquel 1219 Damieta cayó en manos de los cristianos, pero estos pronto se olvidaron del canje, propuesto ahora por el propio Al Kamel, y se empeñaron en llegar a El Cairo. Al final, Egipto resultaba una pieza de mayor valor económico que los Santos Lugares para aquella heterogénea coalición de austríacos, húngaros, alemanes, italianos o franceses, conocida como la quinta cruzada, aunque el resultado final fue la derrota, con la pérdida de Damieta, y el establecimiento de una tregua de ocho años con el sultán.
A esto algunos lo califican de gran historia, aunque, en realidad, tal y como leí en algunos libros de mi adolescencia, es más parecida a una crónica de intrigas, traiciones, masacres y crueldades en la que la sangre corría a borbotones y los cristianos terminaban siendo vencidos tras dos siglos de presencia en tierras de Siria y Palestina. En contraste con toda esa épica de descomunales espadas y colosales armaduras, la entrevista entre Francisco y Al Kamel fue desplazada a la sección de las bellas miniaturas de hechos milagrosos del Poverello, con relatos que nos hablan de una ordalía entre Francisco y unos clérigos musulmanes, en la que el santo está dispuesto a atravesar las llamas de una hoguera para demostrar que el cristianismo es la religión verdadera.
La escena del fuego de San Francisco de Asís ante el sultán, en un cuadro de Fra Angelico.
Sin embargo, el sultán no quiso que nadie se sometiera a esta prueba, y se admiró mucho más por el desprecio expresado por Francisco, imitador de un Cristo pobre y misericordioso, hacia las riquezas con las que quería obsequiarle, que ni siquiera quiso admitir si su destino hubiera sido socorrer a los pobres y a las iglesias cristianas. En el encuentro de hace ocho siglos no hay conversión al cristianismo ni al islam. Existe, en cambio, una actitud de escucha y de diálogo, una presencia y un testimonio sincero de vida por parte de Francisco, que llena de estupor al soberano musulmán.
Consecuencias a largo plazo
¿La entrevista terminó en fracaso o se puede decir que Francisco de Asís había roto otra barrera? El franciscano Gwenolé Jeusset, profundo conocedor de aquella historia y de sus repercusiones seculares, señala que la entrevista marca la ruptura de una tercera barrera en la vida de Francisco. La primera barrera se había roto con el beso al leproso, poco antes de la reconstrucción de la iglesia de San Damián; la segunda cayó cuando el santo y sus hermanos compartieron comida y bebida en el monte con unos bandidos, y la tercera caería al acercarse Francisco a un leproso espiritual, un soberano musulmán. Hasta entonces, entre un cristiano y un musulmán la relación más frecuente era la guerra santa, vista desde la perspectiva de cada uno.
Las consecuencias de la entrevista de 1219 llegan hasta nuestros días, con un milagro no imaginado por los cruzados sitiadores de Damieta: los ocho siglos de la custodia franciscana de Tierra Santa. Donde no triunfó la espada, triunfó la presencia de testigos cristianos, los hermanos menores franciscanos, enviados a vivir entre los musulmanes, pero no al margen de ellos. El Espíritu inspiró a Francisco de Asís para que sus frailes pasaran a la otra orilla como hace, por ejemplo, Jesús, tras la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6, 15). Lo vemos además en la regla franciscana de 1221, en el que se contempla el caso de los hermanos que viven entre los musulmanes. Francisco emplea una expresión de la primera carta de San Pedro (2, 13) para establecer una norma de conducta: «Que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos». Por tanto, los franciscanos practicarán un evangelio de la presencia, donde brille la luz de las buenas obras y los hombres glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).
Publicado en Alfa y Omega.
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