Santa Madre de las madres...
Es de justicia defender, precisamente ahora, enaltecer y reverenciar la función maternal, frente a sus detractores de hecho y los asesinos de sus frutos
La semana pasada, al escribir –como recordarán los lectores- sobre la abundancia de santos fundadores en contraste con la escasez, por no decir la ausencia casi total de santos casados, en particular de santas madres fundadoras de familia, una señora, que dijo llamarse Almudena, esposa y madre de cinco hijos, «que se levanta a la hora que se levanta y se acuesta a la hora que se acuesta», propuso, en el comentario que añadió al artículo, incluir en la letanía de Nuestra Señora una alabanza o súplica más en estos términos: «(Santa) Madre de las madres, ruega por nosotros». Argumentaba: «Siempre he pensado, cuando rezo la letanía del rosario que por qué se dice Virgen de las vírgenes y no también Madre de las madres. Ella fue ambas cosas. Yo se lo digo, y luego, ruega por nosotros».
La sugerencia no puede ser más pertinente y oportuna, precisamente ahora que estamos sufriendo una ofensiva feroz contra la familia, y acaba de aprobarse esa ley criminal, rubricada sin demora por el rey –a fin de cuentas Borbón- que ataca directamente a la maternidad y a sus frutos. Oportuna, además, en estos momentos en que se vuelve a poner sobre el tapete la conveniencia de reconocer el quinto dogma mariano declarando a la «Beata Virgen María, Madre Espiritual de toda la Humanidad». Pero la humanidad no existiría sin la sublime función maternal, la maravilla de las maravillas, colaboradora directa y principal en la misión co-creadora encomendada por Dios Padre y Creador al género humano, renovadora constante del censo de los hombres. Lógicamente, con la participación del varón, pero todo el peso, fatigas y dolores de la gestación y alumbramiento recaen enteramente en la mujer, dadora de la vida, piedra angular de la familia, educadora de la prole, transmisora de los principios y valores religiosos, si los tiene. Mi suegra, que no era precisamente una intelectual, decía repitiendo a su madre, una iletrada, que «la casa la hacía la mujer». Si era una esposa y madre fiel y cabal, la familia prosperaba y seguía el buen camino, en caso contrario, no había quien evitase el derrumbe, como vemos ahora con tanto divorcio y cambio de «pareja» (¡Dios santo, qué palabra tan horrenda y perniciosa!)
Por todo lo dicho, porque lo he vivido gozosamente en mi propia familia, porque estoy plenamente convencido de ello, me adhiero totalmente a la sugerencia o iniciativa de Almudena, de la que me agradaría saber, y creo que muchos lectores también, más datos de ella: no sólo su nombre, si el mencionado no es el real, sino sus apellidos, lugar de residencia, profesión si la tiene más allá de cuidadora de su hogar. En fin, todo aquello que nos permita conocer a esta señora autora de tan magnífica idea. En último término yo no soy más que el altavoz, el eco, pero la voz original es de Almudena. Le aseguro, señora, que seguiré machando sobre este hierro recién salido de la fragua, antes de que se enfríe y olvide, porque entiendo que es de justicia defender, precisamente ahora, enaltecer y reverenciar la función maternal, frente a sus detractores de hecho y los asesinos de sus frutos, que Dios confunda y les prive del poder de hacer tanto mal. No debemos rendirnos ni claudicar. Así lo han afirmado los manifestantes masivos en tantas ciudades de España de este domingo último. Dado que todos vamos en el mismo barco y remamos en la misma dirección, uniremos nuestras plegarias por las mismas causas. Nos lo demanda nuestra fe, nos lo exige la justicia humana, y nos ampara María, Virgen y Madre, la gran mediadora de la humanidad y de los cristianos en particular.
Como propone Almudena, repitamos: Santa Madre de las madres, rogad por nosotros.
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