Miércoles, 25 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Desvinculación y crisis de identidad (II)


por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

Las tres grandes rupturas que hemos señalado en la primera parte de este artículo son, recordémoslo: la generada por la crisis económica en las relaciones de producción, el trabajo, concretamente; la descristianización; y la perspectiva y feminismo de género y las múltiples identidades LGBTIT+. Todo ello ha dañado de forma decisiva las identidades personales y colectivas.

El primer agente causal de esta crisis ha sido la globalización, que no solo ha acentuado la desigualdad por la vía de una injusta distribución de sus costes y beneficios, sino que ha alterado profundamente las relaciones de producción, que confieren una fuerte identidad a las personas por medio del trabajo, la ganancia y la solidez de su posición en la sociedad. Esta pérdida daña el sentido de reconocimiento social y el de la dignidad percibida, vitales para la realización personal.

El trabajo, ciertamente, puede ser fuente de alienación, pero sobre todo construye la identidad, y contribuye a generar una conciencia especifica de la realidad. Cada persona se realiza en este ámbito de acuerdo con el papel que desempeña en las relaciones de producción, que la sitúa en la sociedad y otorga una buena parte del sentido de su vida. Significa, además, una causa de protección personal y familiar, o si se carece de él, constituye una fuente de inseguridad y temor.

La crisis de la globalización, un concepto multicausal, y el cambio tecnológico han destruido las identidades de clase, la conciencia de pertenencia a una comunidad laboral dotada de una tradición específica. Lo ha hecho en Occidente acentuando la desigualdad favorecida por la baja natalidad, y una injusta distribución de sus costes y beneficios. La baja natalidad de la población, que ocupa el vértice de la pirámide de rentas, determina que la riqueza no se redistribuya entre varios hijos, sino que se concentre en uno solo. Mas allá de estos efectos, y como describe Piketty al explicar su segunda ley del capitalismo, el escaso crecimiento de la población global favorece una mayor diferencia de las ratios capital/renta, es decir, acrecienta la desigualdad.

La globalización ha conducido a la crisis de buena parte de la clase obrera y de la clase media de menores ingresos, y ha configurado un nuevo subproletariado, el precariado. Los votantes de Trump y del Brexit expresan en buena medida la reacción a estas consecuencias

El cambio en el modo de producción ha dado lugar a la transformación de las relaciones de los trabajadores en una forma inversa a la de las primeras revoluciones industriales: ha destruido las identidades de clase; en otros términos, la conciencia de pertenencia a una comunidad.

En Europa, además, las gentes estaban socialmente articuladas en torno al estado del bienestar, y en esto hay una diferencia sustancial con la sociedad de los Estados Unidos, cuya cohesión se relaciona con el legado fundacional del individualismo moral de naturaleza religiosa de matriz reformada. En Europa el vínculo es sobre todo material, con el welfare. Al otro lado del Atlántico se realiza en torno a un sistema de valores basado en la autonomía personal entendida en términos de individualismo, y a la vez la participación y devolución voluntaria de dones a la comunidad.

De ahí que los efectos de la globalización desequilibrada a favor de la cúspide económica no posean igual impacto. Es mucho más fuerte y rápido en los Estados Unidos, porque el amortiguador del welfare es débil, pero el riesgo europeo es sumamente grave, porque la conjunción de crisis económica e inestabilidad política como consecuencia de las políticas gender están debilitando la lógica del sistema que sostiene el estado del bienestar. Su quiebra, incluso solo su erosión, darían lugar a una reacción de los llamados populismos mucho más fuerte que la actual.

Y es que la identidad que tenía en el trabajo una componente fundamental, que procuraba el reconocimiento familiar y social, generador de la dignidad sentida, todo esto ha sido arrumbado, o como mínimo está maltrecho.

Y a este fenómeno más reciente se le añade una segunda onda de periodo largo. La descristianización social e individual, que ha destruido una profunda identidad, la de la experiencia y el sentido religioso, que arrastra en la caída las dimensiones moral y cultural de la sociedad y de las personas. La sociedad occidental -no toda, sí una parte importante de la misma- ha dejado de ser cristiana. Viene de atrás. Péguy, con visión profética, ya se refería a ello. Decía que los pecados ya no eran cristianos, porque la sociedad ya no lo era. Porque, mejor o peor, la sociedad situada dentro del marco de referencia cristiano se siente sujeta a unos cánones, y posee un tensor moral y espiritual que, como en los desbordamientos de los ríos, estimula a que el agua vuelva a su cauce. Hay pecado, sí; puede ser grande, evidente; pero hay sentido de culpa y, por consiguiente, de arrepentimiento y reparación. Esa es la fuerza regeneradora del cristianismo, no solo la evitación de la falta, sino especialmente la aceptación de la culpabilidad y la respuesta reparadora. Es lo que se ha perdido en la sociedad acristiana. No nos engañemos, la secularización es eso. En ella nadie debe sentirse culpable -los miles de manuales de autoayuda se basan en esto- porque es una losa insoportable, y por ello las culpas siempre se desplazan hacia el otro. No hay nada que reparar, y sí criticar y descalificar en el otro, siempre culpable. De ahí la contradicción de que en un Estado de derecho y en una cultura que se proclama defensora de los derechos humanos la presunción de inocencia esté desapareciendo, y las modificaciones al código penal siempre vayan en la línea de acentuar las penas. Es una sociedad dotada de unas concepciones que no otorga a sus ciudadanos la fuerza interior para sentirse responsablemente culpable. El bien ya no es una realidad que nos manda, sino la preferencia que nos resulta cómoda.

Sin Dios, la sociedad cristiana pierde la capacidad de trascender, y no solo hacia arriba, sino horizontalmente en la relación entre unos y otros. Entonces, el individuo se define autorreferenciado y cada vez más posesivo. El amor ya no es la llamada a la entrega, sino la exigencia de recompensa. El desastre en el orden secular de la descristianización es inmenso, individual y colectivamente, y agrava tanto la crisis de identidad como la virulencia de las reacciones, porque algunas de ellas, reivindicando para sí el cristianismo, están contaminadas también por aquella descristianización en lo que afecta a su esencia, a la condición de amar al prójimo.

Y en este mar revuelto, y cada vez más caótico, ha terminado por imperar una ideología irracional: la perspectiva de género, que a su vez ha transformado al feminismo.  Su incidencia y la naturaleza de las reacciones que estas crisis han provocado serán objeto de la tercera parte.

Publicado en ForumLibertas.

Pincha aquí para leer la primera parte de este artículo.

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