Una reflexión principesca
En su asteroide, el Principito de Antoine de Saint-Exupéry cultiva con abnegado fervor una rosa, creyéndola única, sin detenerse a pensar si habrá en otros lugares del universo otras rosas de colores más lustrosos o aromas más delicados. Luego, cuando el Principito viaje a la Tierra, descubrirá un jardín restallante de rosas; y, por un instante, se sentirá aplastado por la decepción, pues lo que creía único e irrepetible se torna vulgar y archirrepetido. Entonces, cuando el desconsuelo empieza a hacer presa en él, aparece en escena un Zorro, con el que siente deseos de jugar. Pero el Zorro le indica muy sabiamente que, para poder hacerlo, antes tendrá que ‘domesticarlo’, creando lazos con él, hasta que tengan ‘necesidad el uno del otro’, de tal manera que el Principito se torne único para el Zorro y el Zorro único para el Principito. Y cuando eso ocurra -le anticipa el Zorro-, el mundo entero se iluminará. Un trigal, por ejemplo, nada significa para al Zorro, que se alimenta de carne; pero, una vez que entre ellos se hayan creado lazos, cada vez que aviste un trigal el Zorro recordará al Principito, que tiene los cabellos trigueños.
Entonces el Principito comprende que la rosa que cultivó en su asteroide es más hermosa que todas las rosas del mundo. No porque tenga colores más lustrosos o aromas más delicados, sino porque fue a ella, precisamente a ella, a la que dedicó pacientemente su tiempo. Es el tiempo que hemos dedicado a nuestra rosa lo que la hace más valiosa que ninguna otra; es nuestro compromiso, nuestro cuidado, nuestra abnegación, nuestra lealtad, lo que torna valiosas las cosas. Y si hacemos de nuestro compromiso, de nuestro cuidado, de nuestra abnegación y lealtad un rito, ese valor de las cosas, lejos de convertirse en rutina, se volverá algo siempre nuevo, siempre único, siempre significativo e irrepetible. El rito -le enseña al Zorro al Principito- «es lo que hace un día diferente de los otros días; una hora de las otras horas».
Así, las personas amadas se tornan también únicas y distintivas. Pero allá donde no ponemos nuestro amor ni somos capaces de convertirlo en un rito, todo se torna adventicio, fungible, intercambiable. Y así, con una vida sin lazos sustantivos con las cosas, entregada a un carrusel de novedades repetidas, sobrevienen la esterilidad, el hastío, el desfondamiento moral, la conciencia de inanidad que conducen a la acedia, al resentimiento, a la depresión, al suicidio. A ese lugar, en fin, donde quieren llevarnos quienes nos mantienen sin lazos, amorrados al televisor, sojuzgados a sus cantinelas sistémicas.
Sólo existe vida verdadera allá donde hay lazos auténticos y ritos que los celebren; todo lo demás es, bajo envolturas rutilantes, una vida sin amor y sin entrega que se pierde en la incoherencia de un mundo carente de sentido y de límites, farragoso como las estanterías de los grandes almacenes o el catálogo de Netflix. Deseo un muy feliz 2022 para las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.
Publicado en ABC.