Desvinculación y crisis de identidad (I)
El desarrollo de la sociedad desvinculada ha dado lugar a unas grandes rupturas que han atomizado la sociedad occidental y destruido o erosionado la identidad de personas, familias y grupos sociales. La propia Iglesia católica, una de las creencias religiosas más compactas doctrinalmente, registra este impacto y la subsiguiente desorientación en parte de sus miembros.
Estas fracturas, que abordaba en mi libro La Sociedad Desvinculada, se han producido en relación a las fuentes y tradición cultural, en la relación con Dios, también con la gran ruptura antropológica en sus dos dimensiones, la ideológica conducida por la perspectiva y el feminismo de género y GLBT+, y la tecno-biológica. No son las únicas. Han quebrado personas y comunidades, la ruptura educativo-cultural, la de la injusticia social manifiesta y la de la desvinculación política. El conjunto de fracturas ha dañado tanto las raíces como el horizonte de sentido que construye la identidad de las personas y de sus comunidades.
La identidad humana está construida en torno a la condición de ser hombre o mujer, y sus desarrollos: paternidad y maternidad, filiación, fraternidad, familia, parentesco y dinastía. La identidad así edificada se fortalecía por la pertenencia a comunidades de vida y de sentido, la comunidad religiosa en primer lugar, lo que en términos europeos quiere decir muy mayoritariamente cristiana. Las otras comunidades realizaban una contribución, bien a la formación, bien al desarrollo de la identidad, como la escuela y las instituciones sociales relevantes. El caso del escultismo es común en la mayor parte del mundo. El trabajo, en el marco de las relaciones de producción, contribuía especialmente a completar el desarrollo de las dimensiones de la identidad personal, y también colectiva. Así se forjaba el reconocimiento, la autoestima y la estima de los demás, estrechamente vinculada a la dignidad. Las personas no solo poseían, sino que eran, y su valor no dependía exclusivamente de su capacidad de consumo. Un trabajador podía sentirse orgulloso de serlo y de participar en la identidad colectiva de la clase trabajadora. Un burgués no debía solo ganar dinero, sino cumplir con determinadas exigencias sociales y culturales para lograr el reconocimiento. Todo esto ha quebrado por las rupturas y, sin identidad, el sentido de dignidad es impostado, exagerado, histriónico, como es evidente hoy en día en las identidades unidimensionales de sustitución, capaces de proclamar sin sonrojo el día que celebra el orgullo de ser aquello.
Publicado en ForumLibertas.
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