¿Volvemos al 36?
No es prudente tentar al diablo, aunque más de un politiquillo o politicastro/a presente bien merecería un severo correctivo electoral por insensato, temerario y olvidadizo de las raíces cristianas de nuestra sociedad.
Suceden actualmente ciertos hechos políticos que podrían inducirnos a pensar –acaso lo esté temiendo ya más de uno– que caminamos hacia una repetición de la tragedia del 36. Ya se sabe que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Síntomas alarmantes de ello no faltan. Veamos, si no, lo que está pasando.
Los independentistas catalanes no cejan en su empeño de romper la unidad de España, como ocurrió en aquellas fechas. Con un agravante: los respectivos seguidores de Cambó y de Maciá andaban entonces zarpa a la greña. Ahora, en cambio, viajan en el mismo autobús hacia un destino común. Claro que entonces la CNT-FAI tenía capacidad mediante la violencia de ponerlo todo patas arriba. Ahora, sin embargo, la CUP es apenas una dama de compañía de las formaciones “burguesas”. No todo es igual, pero tampoco es tan diferente.
Nuevos partidos políticos, en su médula muy viejos, intentan llevar el debate político, desde los foros parlamentarios previstos para ello por la ley, a la calle, al ruido callejero, donde pretende imponerse el que más grita, no el más razonable. Es un clarísimo ejercicio de agit-prop, propio de los enemigos seculares de la democracia parlamentaria. A su vez, los sindicatos politizados que tenemos en estos pagos, en su más puro estilo demagógico, amenazan con plantarse en la calle –otra vez la calle– si no se aceptan sus demandas. Eso lo hacía la CNT con sus huelgas interminables, como la de la construcción en Madrid. Podría seguir, porque la lista es más larga, pero como muestra bastan estos botones.
Entre tanto, el Ejército, gracias a Dios, permanece al margen de las broncas y enfrentamientos de las políticas de vía estrecha que nos toca padecer. Se limitan, con muy buen criterio, a cumplir su función al servicio de la paz y unidad de España, si así fuera necesario. En términos generales son respetados y estimados, salvo por alguna que otra señora, como la alcaldesa de Barcelona, a quien el cargo que ostenta le viene ancho.
En cuanto a la Iglesia, se mantiene en la estela que trazó en su día el cardenal Tarancón, seguramente por indicación de Roma. Manos fuera de la política del menudeo y enfrentamientos cainitas, aunque no en todas las partes del territorio español. En Cataluña, por ejemplo, la jerarquía local y la mayor parte del clero se han subido al carro del independentismo excluyente, dejando fuera del redil a quines no comulgan con las sectas soberanistas. Analizaré en otro momento el tremendo error que están cometiendo.
Pero a pesar de tales síntomas, en sí mismos preocupantes, tenemos el paraguas de la Constitución vigente, consensuada y aprobada en referendo nacional por aplastante mayoría, que nos protege a todos de las embestidas de los pescadores en río revuelto y –hasta ahora– de reformadores de oscuras intenciones. Además contamos con el colchón de la Unión Europea, que mal que bien algo defiende, tal vez más de lo que pensemos.
Aquel 36 era hijo de la malparida Segunda República, malparida y peor gobernada por masones, revolucionarios al modo soviético e individuos turbulentos como Prieto o rencorosos como Azaña, que odiaba a todo el mundo porque no le habían reconocido el gran talento que según él tenía. Una República sectaria, fratricida desde el primer día de su vida, que alumbró una constitución monstruosa, expulsó a los jesuitas por el cuento del cuarto voto y persiguió desde el principio a la Iglesia y a sus ministros y servidores, hombres y mujeres. Y en cuanto sonaron los primeros tiros del verano del 36, se dedicaron a matar a mansalva a todo aquel que oliera un poco a cera. No fueron los únicos, porque en la parte contraria también hicieron de las suyas, pero sí los más sanguinarios.
Actualmente no vivimos en una situación parecida. Ahora, en lugar de una república enloquecida, tenemos una monarquía parlamentaria y un rey valeroso –lo digo yo, que no soy monárquico de oficio ni de beneficio– que está demostrando conocer sus funciones y obligaciones. Sin embargo, todavía hay sujetos que con cualquier pretexto salen a la calle con el trapito tricolor que se inventó algún precedente de Lerroux. Quierase o no, las monarquías, a poco que los monarcas sean sensatos y cumplan correctamente su misión, son siempre más estables que las repúblicas.
En todo caso no es prudente tentar al diablo, aunque más de un politiquillo o politicastro/a presente bien merecería un severo correctivo electoral por insensato, temerario y olvidadizo de las raíces cristianas de nuestra sociedad en tanto que española y europea.
Los independentistas catalanes no cejan en su empeño de romper la unidad de España, como ocurrió en aquellas fechas. Con un agravante: los respectivos seguidores de Cambó y de Maciá andaban entonces zarpa a la greña. Ahora, en cambio, viajan en el mismo autobús hacia un destino común. Claro que entonces la CNT-FAI tenía capacidad mediante la violencia de ponerlo todo patas arriba. Ahora, sin embargo, la CUP es apenas una dama de compañía de las formaciones “burguesas”. No todo es igual, pero tampoco es tan diferente.
Nuevos partidos políticos, en su médula muy viejos, intentan llevar el debate político, desde los foros parlamentarios previstos para ello por la ley, a la calle, al ruido callejero, donde pretende imponerse el que más grita, no el más razonable. Es un clarísimo ejercicio de agit-prop, propio de los enemigos seculares de la democracia parlamentaria. A su vez, los sindicatos politizados que tenemos en estos pagos, en su más puro estilo demagógico, amenazan con plantarse en la calle –otra vez la calle– si no se aceptan sus demandas. Eso lo hacía la CNT con sus huelgas interminables, como la de la construcción en Madrid. Podría seguir, porque la lista es más larga, pero como muestra bastan estos botones.
Entre tanto, el Ejército, gracias a Dios, permanece al margen de las broncas y enfrentamientos de las políticas de vía estrecha que nos toca padecer. Se limitan, con muy buen criterio, a cumplir su función al servicio de la paz y unidad de España, si así fuera necesario. En términos generales son respetados y estimados, salvo por alguna que otra señora, como la alcaldesa de Barcelona, a quien el cargo que ostenta le viene ancho.
En cuanto a la Iglesia, se mantiene en la estela que trazó en su día el cardenal Tarancón, seguramente por indicación de Roma. Manos fuera de la política del menudeo y enfrentamientos cainitas, aunque no en todas las partes del territorio español. En Cataluña, por ejemplo, la jerarquía local y la mayor parte del clero se han subido al carro del independentismo excluyente, dejando fuera del redil a quines no comulgan con las sectas soberanistas. Analizaré en otro momento el tremendo error que están cometiendo.
Pero a pesar de tales síntomas, en sí mismos preocupantes, tenemos el paraguas de la Constitución vigente, consensuada y aprobada en referendo nacional por aplastante mayoría, que nos protege a todos de las embestidas de los pescadores en río revuelto y –hasta ahora– de reformadores de oscuras intenciones. Además contamos con el colchón de la Unión Europea, que mal que bien algo defiende, tal vez más de lo que pensemos.
Aquel 36 era hijo de la malparida Segunda República, malparida y peor gobernada por masones, revolucionarios al modo soviético e individuos turbulentos como Prieto o rencorosos como Azaña, que odiaba a todo el mundo porque no le habían reconocido el gran talento que según él tenía. Una República sectaria, fratricida desde el primer día de su vida, que alumbró una constitución monstruosa, expulsó a los jesuitas por el cuento del cuarto voto y persiguió desde el principio a la Iglesia y a sus ministros y servidores, hombres y mujeres. Y en cuanto sonaron los primeros tiros del verano del 36, se dedicaron a matar a mansalva a todo aquel que oliera un poco a cera. No fueron los únicos, porque en la parte contraria también hicieron de las suyas, pero sí los más sanguinarios.
Actualmente no vivimos en una situación parecida. Ahora, en lugar de una república enloquecida, tenemos una monarquía parlamentaria y un rey valeroso –lo digo yo, que no soy monárquico de oficio ni de beneficio– que está demostrando conocer sus funciones y obligaciones. Sin embargo, todavía hay sujetos que con cualquier pretexto salen a la calle con el trapito tricolor que se inventó algún precedente de Lerroux. Quierase o no, las monarquías, a poco que los monarcas sean sensatos y cumplan correctamente su misión, son siempre más estables que las repúblicas.
En todo caso no es prudente tentar al diablo, aunque más de un politiquillo o politicastro/a presente bien merecería un severo correctivo electoral por insensato, temerario y olvidadizo de las raíces cristianas de nuestra sociedad en tanto que española y europea.
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