Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Iglesia, cristianos, cristiandad y reino de Dios (2): la gran desregulación, 1968-1990


por Josep Miró i Ardèvol

Opinión

Terminaba mi primer texto con esta idea: del sesentayochismo surgió una revuelta que fue un fracaso político en términos de modificar las relaciones de poder económico y político. Pero ha tenido un éxito histórico en un ámbito insólito: convertir el deseo sexual en la principal bandera política de la izquierda. Había nacido el progresismo del siglo XXI.

Este impulso está en la raíz del crecimiento desbordante de la desigualdad, mediante dos dinámicas convergentes. Facilita a la alicaída socialdemocracia una bandera que sustituya la abandonada transformación de las relaciones de producción. También porque al situar la desigualdad en los términos de la relación hombre-mujer, esquiva su causa real, que radica en la distribución de la riqueza, el modo de producción y la participación de los diversos grupos sociales en la distribución de la ganancia. Facilita también una convergencia objetiva entre el liberalismo y el progresismo en torno a la nueva doctrina vertebradora, que sustituye al marxismo en su pretensión de totalidad: la perspectiva de género en sus dos variantes políticas, el feminismo de género y las identidades de género.

De la desregulación moral a la económica

Desde el subjetivismo desatado de la satisfacción de los deseos del yo, la desregulación no tenía por qué quedar naturalmente confinada a la dimensión sexual. Esta posee una importancia brutal, pero no es la única en la cupiditas sin restricciones del ser humano. Y así, la desregulación se extendió al otro gran ámbito el económico. Y si la primera iniciativa surgió de la izquierda y ha terminado por convertirse en su principal justificación política, la segunda surgió de la derecha, al rebufo de la crisis del consenso keynesiano con las crisis del primer y segundo impacto del aumento de los precios del petróleo, y la recuperación de la visión liberal desde la visión de Friedrich Hayek y su discípulo Milton Friedman, Premio Nobel de Economía de 1976 y uno de los fundadores de la Escuela de Economía de Chicago.

Ya tenemos formado a derecha e izquierda el eje que configuraría la moral, y por consiguiente la política del siglo XXI largo, que empezó con el fin de la URSS: la desvinculación. La realización de la satisfacción del deseo como hiperbien al que todos los demás bienes deben supeditarse o ser destruidos. La razón colectiva solo se justifica si cumple con tal fin. Ese eje único explica por qué se afirma hoy reiteradamente, sin profundizar demasiado en las causas,  que los conceptos “derecha” e “izquierda” carecen de sentido. Ambos comparten el sustrato común del individualismo hedonista de la realización por la satisfacción del deseo.

En un caso, la izquierda es la dimensión sexual en todas sus variantes, que tiene como pieza conceptual clave la perspectiva de género, pero que también asume contradictoriamente la pornografía como práctica liberadora, y la prostitución como tarea laboral. Es una izquierda que carece de proyecto alternativo al modo de producción actual. Su acento no está en la distribución, sino en una redistribución bien entendida, que nunca cuestiona la raíz del poder económico.

La “derecha” liberal asume los postulados sexuales de la izquierda, y sitúa su acento sobre el goce económico de la ganancia individual. Claro, no es toda la “izquierda”; quedan restos más o menos movidos por una visión marxista. Ni toda la “derecha”, porque persiste una concepción conservadora, o tradicional. Pero son marginales al poder, porque la hegemonía en ambos campos está en aquella otra configuración definida por el sistema progresistas-liberales y sus combinaciones.

La socialdemocracia asume las dos desregulaciones. Abandona su electorado tradicional, asume la economía neoclásica con escasos límites para el mercado, ausencia de la propiedad participada o colectiva, erradicación de toda planificación. Confía en la bandera de la desregulación moral. La economía nada tiene que ver con ella. Aunque formulaciones más recientes, que se acogen a la concepción de la Nueva Economía Institucional, demuestren claramente el trasfondo humano y por tanto moral del éxito o fracaso económico. Para explicarlo en una sola frase: para la concepción neoclásica la corrupción no existe. También se trata de un retorno a la revisión del capitalismo desde la crítica al crecimiento de la desigualdad, pero todo esto no constituye una alternativa a lo que hay.

En este contexto, es lógico que el viejo liberalismo se lleve el gato al agua en sus distintas manifestaciones políticas. Y así se demuestra, una vez más, lo que Piketty describe en su nueva obra Capital e ideología, que después de la Revolución francesa, cuna del liberalismo, entre el 1800 y el inició de la Primera Guerra Mundial, la desigualdad crece y se multiplica, superando la del Antiguo Régimen. Hoy el liberalismo constituye la práctica totalidad del sistema, toda vez que la socialdemocracia, el PSOE en España, es solo una matización del conjunto. De ahí que el gran antagonismo que se revela en la política no radica en la diferencia entre sus proyectos finales de sociedad, sino precisamente en su semejanza, lo que, en un sistema electoral convertido en mercado de votos, y con el emotivismo como sustituto de la razón, conlleva acentuar artificialmente las diferencias. De ahí la política convertida en ataque y descalificación de personas.

La dinámica de desintegración

No se trata solo de la crisis terminal de lo que surgió en el siglo XVIII y sus vástagos, no se trata solo de la ineficacia y falta de representatividad real de la democracia y de la crisis del capitalismo, sino sobre todo de la crisis moral que ha generado la cultura desvinculada y su doble efecto de aumento de la desigualdad y destrucción de las identidades humanas que definen a la persona, con la consecuencia última de la descohesión de la sociedad. La revuelta populista no es nada más que una reacción que trata de apelar a los doblemente afectados en el plano económico y de identidad, que en último término remite a una razón moral, la del ser.

Crisis moral significa la incapacidad de la sociedad y sus instituciones políticas para determinar el bien común, aplicar la justicia y disponer de la capacidad para diferenciar lo necesario de lo superfluo. Esto último constituye una gran dificultad para asignar los recursos públicos, y es una causa nada menor de la ineficacia del sistema, precisamente cuando la abundancia y sofisticación de sus regulaciones implica elevados costes de transacción. Hemos entrado de lleno en lo que Durkheim definió como la sociedad de la anomía. La administración de la democracia se vuelve ineficaz por causas morales -la corrupción es uno de estos síntomas-. Genera deseconomías y mayores costes de transacción y de oportunidad, mientras que la sociedad desvinculada hace crecer los costes sociales, lo cual conlleva en el plano de las políticas públicas un efecto generativo sobre aquellos mismos costes.

La sociedad es la encargada de integrar a los individuos que la forman y de regular sus conductas a partir del establecimiento de normas para la obtención de los fines que la propia sociedad proclama. Para lograr este fin necesita un conjunto de instituciones, entre las que destaca la familia como generadora primaria de capital moral y capital social. Es a partir de ambos que otras instituciones relacionadas con la fe religiosa, la educación y el trabajo son quienes completan la tarea, con mayor o menor eficiencia y eficacia, en el marco institucional que establece el estado y sus leyes. Para lograrlo es necesario un determinado grado de cohesión. En la medida en que este debe ser sustituido por la coerción para el logro de los fines sociales, aquel estado estalla o implosiona. Es lo que sucedió con la URSS, donde la frase de Lenin La confianza es buena, el control es mejor constituyó el principio de un fin anunciado.

En el pasado histórico el peligro para una determinada cultura era su petrificación, quedarse detenida, colapsada. Desde de las primeras culturas hasta hoy día los casos se multiplican. Arnold Toynbee detalla la descripción de estos colapsos en el volumen IV de su Estudio de la Historia. Ahora mismo podemos observar sus efectos en Cuba o Venezuela, que contrasta con el dinamismo de Vietnam, todos ellos bajo regímenes comunistas o socialistas.

Pero el peligro real de la civilización occidental es otro. Se trata de la desintegración causada por las dinámicas aceleradas y desequilibradas entre sus componentes básicos: el moral y religioso, el de las instituciones sociales políticas y económicas, y el del progreso técnico y la ciencia. En nuestra sociedad están destruidos los acuerdos fundamentales que permitían armonizar aquellos aspectos. Es una evidencia clamorosa el desequilibrio tan grande que existe entre nuestros acuerdos morales y la capacidad científica. Para citar una sola referencia, basta con señalar la transformación, ahora fácil y económica, de la herencia mediante la edición genética CRISPR-cas, que permite modificar el genoma con una enorme precisión, eficacia y economía. En pleno siglo XXI estamos a un paso de reeditar el temible sistema de castas allí donde nunca existieron, pero esta vez de una forma más irreversible y terrible: mediante la genética. El mercado empuja en esta dirección mientras la política se revela impotente para detenerlo. ¿Por qué? Porque no existen los acuerdos fundamentales que desde la sociedad lo hagan posible, porque impera la subjetividad ilimitada del deseo.

Es una idea equivocada que las leyes puedan suplir aquel tipo de acuerdos. Ni tan solo las constituciones que, en todo caso los expresan y reinterpretan. Pero cuando el sustrato moral que le daba sentido desaparece, la ley se vuelve inútil, igual que el tótem cuando se esfuma la creencia que le daba sentido. El vínculo social que surge de los acuerdos fundamentales es fruto del derecho consuetudinario, las costumbres y la tradición, entendida como un acuerdo dinámico que se trasmite entre generaciones, en competencia con otras tradiciones, y en el debate interno sobre ella misma. Pero cuando estas tres características clave, que se relacionan con las fuentes de la propia cultura, son menospreciadas por las prácticas sociales, y las leyes ya no surgen de ellas, el resultado es la sociedad anómica, con una población en estado creciente de frustración, irritación y disidencia contra ella.

En nuestro caso, y de hecho en toda Europa, la fuente que alimentaba todo ello era el cristianismo como fe y como cultura por ella generada. Su progresiva destrucción primero, y la apostasía social después, conducen a la destrucción del modelo occidental, que de siempre, incluida la antítesis ilustrada, necesitaba de la contraparte para existir.

Publicado en Fórum Libertas.

Pincha aquí para leer la primera parte de este artículo.

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