Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Josefa Menéndez Amor: una evolucionista católica


Se licenció en Farmacia (1940) y en Ciencias Naturales (1946), y se doctoró en Ciencias Naturales con Premio Extraordinario (1952). Trabajó con científicos de leyenda como Maximino San Miguel de la Cámara, Eduardo Hernández-Pacheco, Francisco Hernández-Pacheco o Manuel Alía.

por Alfonso V. Carrascosa

Opinión

El 12 de febrero se celebra en todo el mundo el Día de Darwin, y el 11 de febrero, el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Ninguna ocasión mejor para poner en primera línea a una mujer que contribuyó a la conciliación entre evolucionismo y fe católica en pleno siglo XX español. Estamos hablando de Josefa Menéndez Amor (19261985), que llegaría a ser catedrática del Departamento de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid.


 
Como cuenta la Comisión Mujer y Geología de la Sociedad Geológica de España en su Homenaje a las Pioneras Españolas en Geología, Josefa Menéndez Amor se licenció en Farmacia (1940) y en Ciencias Naturales (1946), y se doctoró en Ciencias Naturales con Premio Extraordinario (1952). Trabajó con científicos de leyenda como Maximino San Miguel de la Cámara, Eduardo Hernández-Pacheco, Francisco Hernández-Pacheco o Manuel Alía. Contribuyó de manera importante al desarrollo de la Colección de Paleobotánica del MNCN-CSIC.
 
Su actividad docente comenzó como profesora ayudante de clases prácticas en la Facultad de Farmacia de Madrid (19401946). Tras varios cargos en la Universidad Complutense, alcanzó en 1984 la cátedra de Paleontología. Estuvo vinculada al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) entre 1946 y 1956, primero como becaria del Instituto José de Acosta y después como jefa del Laboratorio de Palinología. Fue jefa de la Sección de Micropaleontología del Instituto Lucas Mallada del CSIC y desde 1968 miembro de su Junta de Gobierno. Fue socia y miembro de la Junta Directiva de la Real Sociedad Española de Historia Natural. Su actividad investigadora se centró en Palinología y Paleobotánica. Su trayectoria profesional fue reconocida con premios como el Premio Ulzurrum de la Real Academia de Farmacia en 1954.
 
Admiradora del padre Escolapio Máximo Ruiz de Gaona, también paleontólogo y cuya Nota Necrológica escribió ella misma, escribió en 1951 un interesante artículo en la revista Arbor titulado “La evolución en el Reino Vegetal”, en el que citaba el libro del Génesis, donde se señala que “el Espíritu de Dios flotó un día sobre el abismo de las aguas para hacerlas fecundas”, y en el que decía que cuando hablamos de evolución o del origen de la vida en realidad estamos suponiendo cómo fue, ya que nadie lo vio. Además, añadía literalmente: “No basta esa materia, esas fuerzas y esas leyes. Fue indispensable la intervención especial de un poder superior a ellas. No necesitamos para conocer la existencia de Dios de una prueba tomada del origen de la vida orgánica. Hay otras suficientes… La ordenación del cosmos en galaxias a partir de la nebulosa inicial y la formación de sistemas solares no parece exigir más intervención divina que la de la creación primera con la imposición a los elementos materiales de sus propias leyes y el concurso divino ordinario para el ejercicio de la actividad… La aparición del primer organismo viviente, por microscópico que fuese, hoy es racionalmente inexplicable de no admitir una acción especial de Dios. Así, una vez más, se manifiesta el Creador grande en las cosas grandes y máximo en las mínimas”.
 
El Vaticano jamás ha condenado la evolución como fenómeno biológico, manteniendo hasta la fecha la absoluta certeza de que Dios guió dicho proceso e intervino directamente al aparecer la especie humana, dotándola de alma racional, algo que Darwin nunca negó, dado que el único título universitario que poseía era el de teólogo, habiendo dejado escrito en El origen de las especies: “No veo ninguna razón válida para que las opiniones expuestas en este libro ofendan los sentimientos religiosos de nadie… Un famoso autor y teólogo me ha escrito que gradualmente ha ido viendo que es una concepción igualmente noble de la Divinidad creer que Ella ha creado un corto número de formas primitivas capaces de transformarse por sí mismas en otras formas necesarias, como creer que ha necesitado un acto nuevo de creación para llenar los huecos producidos por la acción de sus leyes”.
 
Ya en 1868, a los pocos años de hacerse pública la propuesta darwiniana, el sacerdote católico Raffaelo Caverni postuló la compatibilidad entre evolucionismo y fe en su obra Nuevos estudios de filosofía. Discursos a un joven estudiante. Su tesis –tomada del científico católico Galileo– de que la Biblia no contiene falsedades y tiene el cometido más de llevarnos al cielo que de describir verdades científicas, permitían un distanciamiento de la ya entonces extendida postura literalista, siempre que se aceptara un evolucionismo teísta y finalista. Más tarde Pío XII, en 1950, en un intento de reducir la creciente confrontación, más ideológica que otra cosa, apuntaba en la Humani generis que el evolucionismo era una teoría que debía ser estudiada, y que en ningún caso el alma provenía de otro lugar que no fuera Dios mismo.
 
Esta tendencia conciliadora de la Iglesia católica ha llegado a nuestros días: evolución y creación de Dios son compatibles siempre que no se atribuya a la evolución un alcance que no tiene. A este respecto decía San Juan Pablo II: “La evolución presupone la creación, y la creación se presenta a la luz de la evolución como un suceso que se extiende en el tiempo… No existen obstáculos entre la fe y la teoría de la evolución, si se las entiende correctamente”. Llegando a afirmar en 1996, ante la asamblea de la Pontificia Academia de Ciencias, que ”el evolucionismo es algo más que una hipótesis”.
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