Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

León Bloy y la virtud del patriotismo

León Bloy.
Además de un católico de verbo encendido, León Bloy fue un patriota que amaba Francia a pesar de verla entregada a los enemigos de su identidad más auténtica.

por Sebastián Sánchez

Opinión

León Bloy fue un escritor terrible. Y siendo fieles a la etimología diremos que la razón de su terribilidad estribó en que fue causante de terror. En efecto, a los cristianos de hoy, que languidecemos en nuestro “catolicismo líquido”, su palabra nos provoca pavor. Por ejemplo, si leemos “todo cristiano sin heroísmo es un puerco”, nuestro espíritu se estremece, modelado como está en la forma mentis de la Tolerancia (la caridad cristiana extraviada, que diría Chesterton).

La obra de Bloy es hoy desconocida -sólo rescatada merced a Juan Manuel de Prada y algunos otros autores inconformistas- aunque es verdad que logró efímera cima de popularidad (o de consultas en Internet, que hoy es lo mismo) cuando el actual Papa lo parafraseó en su primera homilía: “Quien no reza a Dios, reza al diablo”. La terribilidad…

A nuestro autor poco se lo entiende por estos días, al punto que no se tarda en tacharlo de mal cristiano, cuando no derechamente ayuno de caridad. Siempre prontos a excomuniones de facto, exclamamos horrorizados que “¡un católico no habla así!”. Cabe preguntarse entonces cómo habla un católico, ¿acaso con las palabras duras del Evangelio -que también nos escandalizan- o con pringosas perífrasis ecuménicas y multiculturales? Nos responde nuestro autor, en El desesperado: “El Evangelio encierra amenazas y conclusiones terribles. Jesús, en veinte lugares, lanza el anatema, no sobre cosas, sino sobre hombres que Él designa con una espantosa precisión. No por eso deja de dar su vida por todos…”

Bloy escribió en carne viva, con letra doliente y resistente, desesperada del Mundo, con verbo irónico, siempre al borde del agravio, a veces brutal y con un sarcasmo que no engendra sonrisas pero que desnuda verdades a destajo. Pero, como él decía: “Mi cólera no es más que la efervescencia de mi piedad”.

Fue el Imprecador, el Desesperado, el Mendigo Ingrato, el Vomitador de Injurias que, como dijo uno de sus críticos, hizo “sollozar a los vencidos, los abatidos, los Sin-esperanza, los Dolientes, los Leprosos de las Democracias”. Fue el devotísimo hijo de Notre Dame de La Salette, que creía que la humanidad se ha internado en las tinieblas del Viernes Santo y no hay margen para pendulares tibiezas.

Portada de

"La que llora": el libro de León Bloy sobre las apariciones de La Salette.

Quizás por eso Leonardo Castellani, nuestro Cura loco, que tanto le admiró, dijo alguna vez que Bloy escribía ‘ladrando’: "¿Ladrar? ¿contra quién? ¡Contra todo lo que está más vigente y virente! (…) Ladrar contra el capitalismo y el socialismo, los diputados, el sufragio universal, la democracia, la Exposición Universal de París, el progreso, el antisemitismo, el filosemitismo, el chauvinismo, el militarismo y el pacifismo, la literatura, el arte, la ciencia moderna, la Jerarquía eclesiástica, los curas, los obispos, los papas, los católicos, los protestantes, los judíos, los anticlericales y los masones, el Káiser, Inglaterra, Rusia, Bélgica... ¡y Francia!"

Católico y patriota

Católico “ladrador”, ese fue Bloy y, a pesar de sus “ladridos” contra Francia, patriota inveterado y cabal, sin que su pietas se volviera contra la universalidad que la fe reclama. Es verdad que no escribió mucho acerca de la patria –hasta donde sabemos, las excepciones son El alma de Napoleón y Sudor de sangre-, pero sobre el fondo de su evangélico verbo, acerado y virulento, reposa esplendente el amor a Francia, espigado por doquier.

Bloy amó a Francia, tanto como le dolió vivir en ella, como escribió en su Diario, tras el largo destierro danés: “De aquí en adelante, sufriremos en Francia”. Es que despreció a la Francia revolucionaria y burguesa, materialista y atea, impiadosa y de corazón endurecido, que “segrega, día tras día, un sucedáneo de Sudor de Sangre”. Son incontables sus desdeñosas parrafadas contra los católicos franceses a los que ve atrofiados en la tibieza, la vida muelle, sin espesor, anodinamente burguesa. Y, asimismo, repudió a la Francia colonialista, tanto como abominó de la “banda de salteadores de caminos” que la gobernaba y ante las múltiples calamidades revolucionarias profetizó que llegaría el día en que “los hijos del pueblo escribirán sobre los muros crujientes de Sodoma estas simples palabras: ‘¡El catolicismo o el petardo!”

Pero Bloy amó el ser de Francia y no su patético estar. No se dejó atrapar por la tristeza ante la sórdida circunstancia. ¿Un ejemplo? A fines de 1914 le escribió a Maritain, su ahijado: “No es la guerra lo que me aterra. Lo que me espanta es el mañana de la Victoria, es decir, la República francmasona hinchada por su triunfo”. Y, más tarde, en carta a Peter Van der Meer: “Abatido el monstruo germánico, Francia tendrá todavía que arreglar cuentas con un Maestro amoroso, pero igualmente implacable, y ése será el momento de Dios”. No se engañó respecto del estado de su patria, pero leyó dentro de ella, descubriendo, enamorado, su forma antigua y auténtica, tradicional, noble y cristiana, empeñándose en trasmitirla.

Y otro ejemplo: la carta que le escribió a la esposa de Van der Meer, quien le manifestó angustia por sentirse extranjera en Francia, a lo que responde Bloy: “¿El extranjero sería por tanto Francia, donde habéis conocido a Dios, donde tu marido y tu hijo han sido bautizados? ¿Has pensado en esto, querida mía? ¡Como si dijeras que el Cielo es el extranjero!”. Es que para Bloy la patria es preparación para el Cielo, su antesala, es la provincia terrestre que nos prepara para la nación Celeste.

No obstante, hay un filón más en el patriotismo de Bloy y consiste en lo que, en apariencia es chauvinismo, sobre todo por su desprecio a Alemania e Inglaterra, en las que identificaba a enemigos de Francia, de Europa, de la civilización. Y quizás donde más patentemente se advierte este supuesto patrioterismo suyo, es en Sueur de Sang, florilegio de cuentos sobre la Guerra Franco-Prusiana, en la que participó como voluntario en el Ejército del Loira. Allí es palpable su inquina respecto de Alemania y los alemanes, a los que no duda señalar como padecientes de una posesión colectiva. Y lo propio respecto de Inglaterra, a la que desea “ver arder”.

Pero lo cierto es que Bloy va más allá del mero patriotismo carnal del chauvinista, sujeto a rencillas prosaicas territoriales o económicas. Su Sueur de Sang comienza con una frase osada en la que postula “¡La identidad simbólica de Francia con lo que conocemos como Reino de Dios!”. Para Bloy, su patria es la primera entre todas las naciones, sin importar cuáles, que “deben considerarse suficientemente retribuidas con las migajas que caen de su mesa”. Por eso, entiende que cuando la dicha de Francia “es propicia, el resto del mundo participa, debiendo pagar esa fortuna con la servidumbre o con la exterminación. Pero cuando padece, es Dios quien padece, el espantable Dios que agoniza por toda la tierra, sudando sangre”. Nuestro autor remite allí a la Francia “eterna”, la primogénita de la Cristiandad y también la primera en apostatar. Se refiere a la nación que, en tanto pueblo elegido, traiciona su vocación pero que finalmente -aquí la esperanza de Bloy- se redime y vuelve a ser fiel a su destino.

Catolicidad y patriotismo

Se vislumbra en nuestros días cierta dispercepción sobre la realidad de la patria, de las patrias diríase, que se manifiesta en la insólita idea de que catolicidad y patriotismo conjugan mal, cuando no se oponen lisa y llanamente.

Es cierto, estamos desilusionados, abatidos y hartos ante las circunstancias de nuestras naciones, pero no confundamos el estar de la patria con su ser. Como a Bloy, a nosotros también nos duele nuestra nación, pero no abominamos de ella ante su estado a veces deplorable, cosa que resultaría análoga a abandonar a un enfermo por la impresión que produce verlo sufrir o porque consideramos que “ya no hay nada que hacer”.

Unos días atrás, Religión en Libertad publicó un artículo de Mathieu Detchessahar, quien señala una antigua verdad del pensamiento católico: “El apego a la nación o el patriotismo aparecen en el pensamiento social cristiano como virtudes”. Y decía, asimismo, y vale anotar este aserto: “La nación, en resumidas cuentas, es la mejor mediación hacia lo universal”.

En este tiempo cerril que vivimos, las patrias son el objeto dilecto de los ataques del llamado Gobierno Mundial. Es lógico, pues en tanto “sociedad de sociedades” ellas representan la última trinchera ante el avance de una agenda global atentatoria del orden natural. Con razón pregunta Detchesshar: “¿Quién sustituirá a la nación? ¿El mercado mundial como principio regulador de los asuntos humanos? ¿La raza, el sexo o la orientación sexual como moda para construir las comunidades políticas, es decir, el biologismo más estrecho?”

No, no existe oposición entre patriotismo y cristiana caridad, sino correlación plena, como en su día escribió Garrigou-Lagrange: “La caridad no destruye el patriotismo, sino que lo eleva, como sucedió con Santa Juana de Arco y San Luis”.

Por supuesto, debemos estar atentos a los extremos, para no caer en el patrioterismo o en el a-patridismo, como advierte Antonio Caponnetto: “Ni la carnalización de las cosas de aquende, como si no tuvieran su correlato trascedente; ni el angelismo sobrenaturalista, como si fuésemos sustancias separadas”. Y lo propio ha enseñado León Bloy, que siempre fue un patriota de la tierra y del Cielo.

Rubén Darío dijo alguna vez que “Bloy rugió en el vacío”. No lo creemos así. Por el contrario, su testimonio católico y patriótico adquiere hoy plena vigencia. A nuestro entender, estaba convencido de que la auténtica caridad se enfría si tiene por destinarios a hombres desvinculados, apátridas, disueltos en sociedades diezmadas por el egoísmo, sujetos a los dictados de una “agenda” contraria al orden natural. La virtud de la caridad y la virtud del patriotismo se plenifican cuando se ejercen juntas.

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