La nación, la mejor mediadora hacia la universalidad que predica la Iglesia
Se la creía moribunda o trasnochada en la hora de la globalización y de las entidades supranacionales, y sin embargo todo en nuestra actualidad nos conduce a la nación. Imposible evitarla, dado que la mayor parte de nuestras cuestiones políticas (migraciones, fronteras, globalización, populismo, comunitarismo, multiculturalismo, construcción europea) la traen a la palestra.
Sin embargo, la nación sigue siendo un concepto delicado, en la medida en que con frecuencia se abusa de él en el lecho de Procusto de nuestras pasiones políticas: demasiado grande y sofocante para quienes solo quieren libertades y derechos individuales, demasiado pequeña y belicosa para quienes sueñan con una humanidad unida y fraternal. En estos tiempos de penuria intelectual, ¿puede contribuir la tradición de la filosofía social cristiana, rica en experiencia y en reflexión multisecular, a alimentar e iluminar el debate público? ¿Qué lugar concede la Iglesia católica -por definición universalista- a la nación?
La Iglesia es universal, está claro, porque es el significado mismo de la palabra católica. Ha sido enviada en misión a la universalidad del género humano y todos los hombres son llamados a formar parte del pueblo de Dios. ¿Debe deducirse de ello que a la Iglesia, en el fondo, le interesan poco por las naciones, o que las considera como un obstáculo en el camino hacia lo universal? No, ciertamente.
El llamamiento universal de la Iglesia no se dirige ni a espíritus puros ni a individuos desencarnados y atomizados. Los hombres a quienes la Iglesia aspira a reunir son personas concretas: han nacido en alguna parte, fueron acogidos en comunidades vivas con su historia, su cultura y su lengua.
El pensamiento social cristiano es eminentemente realista: desconfía de todo espiritualismo ingenuo y de las construcciones políticas fundadas sobre abstracciones, como por ejemplo el estado de naturaleza de la filosofía política moderna. Al contrario, intenta elaborar sus grandes orientaciones políticas partiendo del hombre considerado en sus condiciones reales de vida.
Ahora bien, ese hombre no es ni un niño salvaje ni un Robinson; es un animal social que nace y crece en un pueblo del que recibe los recursos materiales, morales y espirituales necesarios para su desarrollo. No hay hombres concretos sin raíces, sin orígenes, sin herencia.
Una de las dimensiones de la Encarnación consiste en recordar la realidad de ese arraigo comunitario. Jesús no es ni un apátrida, ni un hombre-de-cualquier-parte ni un anywhere, por utilizar las categorías forjadas por el ensayista inglés David Goodhart. Jesús nace en el corazón de la nación judía: un pueblo colonizado, ciertamente sin un aparato autónomo del Estado, pero un pueblo con una historia, una tradición y una lengua que son las condiciones mismas de la predicación de Cristo. Jesús abraza toda la realidad de la condición humana y nace en un territorio y en una nación.
Por supuesto, Él universalizará la Revelación y la propondrá más allá de las fronteras del pueblo judío. Pero no invita a sus apóstoles a anunciar la buena nueva a hombres teóricos o a una masa humana indiferenciada y monocromática. No, les invita a evangelizar las naciones (Mt 28, 19; Lc 24, 47), como si no se pudiese tocar a las personas sin tener en cuenta sus tradiciones y sus herencias. Justo por eso, buena parte de las tradiciones del pueblo judío, empezando por la circuncisión, no se le impondrán a las naciones paganas.
Así, la universalización de la Revelación no anula los particularismos nacionales, sino que los respeta y se apoya sobre ellos. En Pentecostés, el Espíritu habla a los hombres “de todos los pueblos que hay bajo el cielo” (Hech 2, 5); no les habla en un nuevo esperanto que aspiraría a anular las diferencias lingüísticas, sino, al contrario, se dirige a cada uno en su propia lengua materna (Hech 2, 12). Según la feliz expresión del Papa Francisco, lo que la Iglesia quiere congregar es una “familia de naciones”, un Pueblo de pueblos.
Si la tradición cristiana está desde sus orígenes atenta a la cuestión de la nación, es porque sabe bien que el hombre es, en su crecimiento y su desarrollo, un ser dependiente. Contra todas las filosofías individualistas, el pensamiento social cristiano plantea que el hombre no se da a sí mismo y por sí solo sus fundamentos: ¡el self made man es una quimera!
El hombre debe a su comunidad política una cultura y una lengua, y riquezas, conocimientos y cuidados y, aunque no siempre vea con claridad de qué fuente le vienen, sabe, al menos, que no son obra suya.
El famoso “¿Tienes algo que no hayas recibido?” que Pablo de Tarso dirige a los corintios (1 Cor 4, 7) se refiere primordialmente a Dios… pero no solo. Santo Tomás de Aquino nos lo indica claramente en la Suma Teológica: “Después de Dios, a los padres y a la patria es a quienes más debemos. De ahí que, como pertenece a la religión dar culto a Dios, así… pertenece a la piedad dar culto a los padres y a la patria” (IIa-IIae, q. 101, art. 1).
Siguiendo al Doctor Angélico, y según insistía de nuevo el Papa Francisco en mayo de 2019, “la Iglesia siempre ha exhortado al amor del propio pueblo, de la patria”.
De la misma forma, y en consonancia directa con Tomás de Aquino, Juan Pablo II escribía en su hermoso libro Memoria e identidad: “Si se pregunta por el lugar del patriotismo en el decálogo, la respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar al padre y a la madre”.
Porque era hijo de una nación sometida, maltratada sin cesar por las turbulencias de la historia contemporánea, Juan Pablo II es ciertamente el Papa que ha conducido a su cima la enseñanza de la Iglesia sobre la nación.
Lejos de presentarla como una comunidad fría, estática o cerrada, como gusta decir a quienes piensan según eslóganes, el Papa polaco veía en la nación una auténtica fuerza de vida y de desarrollo, pero también de emancipación para todos los hombres. La nación, en la medida en la que “existe por y para la cultura”, es “la gran educadora de los hombres para que puedan ser más en la comunidad”.
En su gran discurso a la Unesco del 2 de junio de 1980, el Papa añade que si la nación es un vector de crecimiento para cada miembro de la comunidad, es también, “en virtud de su propia cultura”, un poder de resistencia y de emancipación para los pueblos oprimidos o sometidos. Juan Pablo II piensa aquí, nos dice con emoción, “en las culturas de tantos pueblos antiguos que no han cedido cuando han tenido que enfrentarse a las civilizaciones de los invasores”, pero dado lo numerosos que han sido los movimientos de liberación nacional, sin duda se podrían multiplicar los ejemplos contemporáneos.
El Papa cita además el caso de Polonia, que “a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura”.
No deja, en fin, de insistir en el vínculo fundamental entre la soberanía de las personas y la soberanía de la nación. Ningún hombre es soberano en una nación ocupada, oprimida o dominada: “Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano”.
En una intervención en las Naciones Unidas en 1995, Juan Pablo II extraerá todas las consecuencias de su reflexión sobre las naciones al lamentar que no exista, junto a la declaración de derechos del hombre de 1948, “un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones”. Finalmente, el apego a la nación o el patriotismo aparecen en el pensamiento social cristiano como virtudes. Esta virtud del patriotismo es, por decirlo en términos aristotélicos, un término medio entre el orgullo individualista de quienes crees que se han hecho a sí mismos ellos solos y rechazan el deber de cultivar y transmitir la herencia que les ha hecho crecer, y “una forma peligrosa de nacionalismo” que idolatra la nación y “predica el desprecio por las otras naciones o culturas”.
En sentido contrario, el justo y legítimo amor al propio país permite abrirse mejor al genio propio de otras naciones, a comprenderlas mejor y a maravillarse por ellas. Tal es precisamente el testimonio que nos ofrece Juan Pablo II en Memoria e identidad: “La experiencia de la historia de mi patria… me facilitaba mucho el encuentro con los hombres y las naciones de todos los continentes”.
La nación es, en resumidas cuentas, la mejor mediación hacia lo universal.
Las naciones deben ser protegidas en cuanto que son expresiones del genio propio de cada pueblo, lugar donde cada hombre se desarrolla, garantes de la soberanía de las personas y recurso para luchar contra toda forma de imperialismo político o económico. Una nación que se deja morir a fuerza de ingratitud, de pereza o de ideología anti-nación conduce a un auténtico ecocidio, a la desaparición de un ecosistema necesario para el desenvolvimiento de una vida realmente humana. Es siempre un desastre de ecología humana -una pérdida de vitalidad para los hombres que componen la nación y una pérdida de riqueza para la humanidad entera- del que hay que medir bien las consecuencias.
Porque, ¿quién sustituirá a la nación? ¿El mercado mundial como principio regulador de los asuntos humanos? ¿La raza, el sexo o la orientación sexual como moda para construir las comunidades políticas, es decir, el biologismo más estrecho?
Sin duda, ni la razón ni la libertad, ni las aspiraciones a la universalidad, saldrán fortalecidas…
Publicado en Le Figaro.
Mathieu Detchessahar es profesor en la Universidad de Nantes y co-fundador del Grupo de Investigación en Antropología Cristiana y Empresa.
Traducción de Carmelo López-Arias.