Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Verdad, no compasión, piden los cuatro cardenales


Veo la carta de los cuatro cardenales como una normal, a veces necesaria, pregunta filial dirigida al Papa para que su palabra petrina desvanezca sus dudas, evitando así que se disuelvan la fe y el amor sin los cuales ninguna familia puede subsistir.

por Stanislaw Grygiel

Opinión

Lo que está sucediendo en los últimos tiempos tanto en la Iglesia como en la sociedad me hace pensar cada vez más en Gedeón. Como éste y el pueblo de Israel que, asaltados por los madianitas, se empobrecieron muchísimo (cfr. Jue 6, 6), también nosotros estamos siendo asaltados, de manera astuta, por los madianitas postmodernos, cuya inexorable praxis nos lanza al caos de una "selva oscura", en la que no sólo es difícil, sino también peligroso, buscar la "recta vía" que ha sido "extraviada" (Dante).

A menudo me dirijo a mis amigos con las palabras de Gedeón: "Perdón, mi Señor: si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos ha sucedido todo esto? ¿Dónde están todos los prodigios que nos han narrado nuestros padres?" (Jue 6, 13). Para salvarnos de la angustia, lanzo junto a ellos esta pregunta al cielo y espero la respuesta. Espero que pueda alcanzarnos. ¿Cuándo? En el tiempo elegido, que es el mejor para todos nosotros. Esperar el tiempo elegido por Dios exige, también, una gran fe y una gran esperanza, que nos dan la certeza de una gracia sobreabundante en estos tiempos difíciles y peligrosos en los que el miedo es el punto de referencia de los hombres.

He seguido con gran preocupación lo que ha sucedido en relación a la carta dirigida al Papa Francisco por los cuatro cardenales: Walter Brandmüller, Raymond Leo Burke, Carlo Caffarra y Joachim Meisner.

Comparto esta preocupación con muchos de mis amigos, que intentan ahora amar aún más a Cristo y a su Iglesia, y que están dispuestos a sacrificarlo todo para que Dios salve a la Iglesia de la confusión intelectual y moral suscitada por una mentalidad postmoderna que se insinúa de manera solapada en la mente de muchos de nuestros pastores.

Veo la carta de los cuatro cardenales como una normal, a veces necesaria, pregunta filial dirigida al Papa para que su palabra petrina -explicando lo que para sus fieles no está claro- desvanezca sus dudas, evitando así que se disuelvan la fe y el amor sin los cuales ninguna familia puede subsistir. No subsiste sobre todo esa familia que se llama Iglesia. En otros términos, los cuatro cardenales han pedido al Papa que refuerce a los hermanos en la fe, cada vez más amenazada por las sugestiones modernas a las que, en opinión de muchos fieles, la exhortación post-sinodal Amoris Laetitia no se ha opuesto de manera clara y firme. Una familia en la que no fuera posible un comportamiento como éste de los hijos hacia el padre no sería una familia, sino más bien una colectividad construida sobre la base de la dialéctica hegeliano-marxista siervo-patrón, en la que el patrón tiene miedo del siervo que, a su vez, tiene miedo del patrón. En consecuencia, el principio de la coexistencia social ya no serían el amor y la libertad, sino el conflicto y la esclavitud.

He vivido más de cuarenta años en un país dialécticamente administrado y no debe causar asombro el que sea alérgico a esto. Ello me permite también ver con más claridad los peligros mortíferos a los que el mundo occidental está expuesto; o mejor, a los que se expone sponte sua [por voluntad propia].

La diligencia de los cuatro cardenales concierne a cualquier duda que pueda dañar el sacramento del matrimonio y la familia que en éste toma vida. Los poderosos de la postmodernidad, conscientes de que si no eliminan este obstáculo, es decir, la vida sacramental de la Iglesia, no conseguirán jamás adueñarse del mundo, atacan a los sacramentos en los que la Iglesia de Cristo nace y se desarrolla. Atacan, por consiguiente, el sacramento del matrimonio y la familia que de éste nace, y atacan a los otros sacramentos a los que éste está orgánicamente vinculado, a saber: los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. En consecuencia, también al sacramento del sacerdocio, porque una vez destruidos los anteriores, el sacerdocio ya no sirve para nada.

La solicitud de los cuatro cardenales es clarividente. Ellos defienden al hombre. Sus preguntas, las dudas, son justificadas y están perfectamente articuladas. De ellas irradia el amor de la Verdad que es la Vida y el Camino de la Iglesia y del hombre. Irradian amor hacia Cristo. Su carta es un acto del testimonio que la Iglesia debe dar continuamente a la Verdad que es Cristo, sin deformarla con medias verdades y con reservas demasiado humanas ("pero", "sin embargo", "sólo que en este caso", etcétera).

Muchos hombres esperan recibir la respuesta de Pedro. Hay muchos que desean salir de la incertidumbre de la situación en la que viven, pero ayudados por la llama de la Verdad y no por la tenue luz de la compasión ofrecida por los pastores. La palabra de otro no les podrá ayudar -sobre todo si es la palabra de un laico cualquiera (aunque sea un "experto" del pensamiento del Papa)- a liberarse de las confusiones morales. El laico que intentara hacerlo cometería pecado de arrogancia y de vana presuntuosidad.

Debemos esperar la palabra de Pedro. Sólo él ha recibido de Cristo el mandato de confirmar a los hermanos en la fe.Un día oiremos de él la esperada palabra. La presencia de Pedro en la Iglesia no cesará nunca de ser actuación de las palabras que Cristo dirigió a Pedro antes de que éste le traicionara: "Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos"(Lc 22,32).

Dicho esto, no puedo esconder haber sido gravemente herido como cristiano por las palabras totalmente anti-cristianas lanzadas por un obispo (por piedad callo su nombre) a los cuatro cardenales que, en su opinión, han cometido un "pecado gravísimo", "pecado de herejía", "pecado de escándalo", aplicándoles la misma condena de Jesús: "Más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar". Según este obispo, estos cuatro cardenales no "deberían hacer uso del título de cardenal". Mi desconcierto me impide hacer comentarios. Sólo quiero recordarle a este obispo un proverbio chino: "Antes de decir algo, hay que contar hasta diez; y a veces hasta cien".

Todo es gracia de Dios. Por ello, la esperanza, la fe y el amor manan siempre del corazón del hombre. Pero también lo que acontece en su corazón es gracia. Y en virtud de esta gracia el hombre puede conocerse mejor a sí mismo y a los otros a los que se une. Así, incluso dentro de la inquietud provocada por la incertidumbre que turba a los fieles, la preocupación por el futuro temporal de la sociedad y de la Iglesia cede lentamente el lugar a la confianza en la Persona de Cristo, cuyo conocimiento une el hombre a Su Victoria en la cruz, prometida a todos.

Veo que muchos, al intentar salir de la confusión, entran más profundamente en el "centro del universo y de la historia" (Redemptor hominis, 1); es decir, entran en comunión con Cristo. A la luz que emana de Él e ilumina sus conciencias morales intentan adherirse con más fuerza a los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía, del matrimonio y del sacerdocio, cuestionados por la modernidad de manera bastante solapada y eficaz. El ataque a un sacramento daña a todos los otros. Lo mismo sucede con los mandamientos del Decálogo. Es probable que en esta confusión algunos se alejen de la Iglesia; sin embargo, a todos los que permanecerán se les dará la victoria ad-veniente de la eternidad, y no del tiempo.

No es el hombre, sino Cristo presente en el Evangelio, en la eucaristía, en el confesionario, en la fe de la Iglesia el que sabe quién es el hombre. Cristo no tiene que preguntar a nadie quién es el hombre. Cristo lo conoce perfectamente porque es en Él, en el Hijo, que el Padre lo está creando hasta hoy. Por esto nadie puede sentirse autorizado a preceder a Cristo en el camino hacia el Gólgota, donde se cumple nuestra salvación.

La compasión que mueve a Pedro a intentar convencer a Cristo de que tome otro camino hace caer sobre él una vehemente condena: "¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de escándalo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios" (Mt 16, 23). Tapar con nuestra piadosa ignorancia la verdad sobre el hombre revelada en Cristo significa laicizarla… y esto ¡sí que es "pecado grave", "pecado de herejía", "pecado del escándalo"! Pensar en la verdad significa buscarla, planteando preguntas a quien debe dar la respuesta. ¡Que permanezcan lejos de este diálogo todos aquellos a los que les basten las opiniones y la compasión que esas inducen y a los que les molesta la claridad! Y que permanezcan lejos de los hombres que desean vivir en la claridad de la Verdad todos aquellos que, tras laicizar la justicia y la misericordia que son todo uno en esta Verdad, no están de acuerdo con Cristo cuando Él dice: "Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno" (Mt 5, 37).

Si una persona saliera del confesionario con "lo que más" permanecería con "el maligno". ¿Quién sería, entonces, responsable de esta tragedia? Ha sido precisamente para evitarla por lo que los cuatro cardenales han hecho lo que era necesario. No olvidemos que cuando uno entra en la iglesia, como dice Chesterton, se quita el sombrero y no la cabeza. El maligno que gobierna el mundo postmoderno quiere que hagamos precisamente lo contrario. Nos ofrece a buen precio grandes sombreros para cubrir la falta vergonzante de lo que permite que el hombre mire hacia arriba, hacia lo que le eleva a las alturas divinas.

Stanislaw Grygiel es profesor de Antropología Filosófica en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios sobre el Matrimonio y la Familia. Fue alumno de Karol Wojtyla en la Universidad de Lublin.

Artículo publicado en Il Foglio.

Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).
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