La Iglesia que se dedica a la sociología
He leído con gran interés el texto del cardenal Kasper para el pasado Consistorio, pero siento tener que decir que me ha decepcionado y preocupado.
La laicización propia de la postmodernidad irrumpe también en la Iglesia turbando las mentes y los corazones de los fieles con preguntas insidiosas, entre las que prevalece la siguiente: ¿de verdad Dios ha dicho lo que le atribuye la fe de la Iglesia respecto al matrimonio y la familia? La pregunta: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis…?” (Gn 3, 1-3), dirigida “in illo tempore” por el tentador al hombre y a la mujer provocó el pecado original.
En el fondo, la duda con la que nacen preguntas de este tipo expresa negación de la verdad y, en consecuencia, también de la dignidad del hombre. Esta duda elimina de la visión del hombre los principios de su ser persona. Efectivamente, la verdad del hombre se revela en otro hombre, es decir, en la comunión con otro. Precisamente por esto, la negación de la verdad de la persona atañe, sobre todo, a las amistades, al matrimonio, a la familia en la que esta persona vive. Las palabras asestan golpes letales a cada realidad, imponiendo un contenido que no le pertenece. Las palabras falsificadas encadenan la realidad a cosas que le son ajenas. Esto es lo que sucede, hoy, en la realidad del matrimonio y de la familia. La postmodernidad intenta convencer al hombre y a la mujer de que es justo comer el fruto del árbol que crece en el jardín de su relación, plasmada por la diferencia sexual y cuya luz invisible les indica la vía que tienen que recorrer hacia la verdad. Precisamente esta luz es el freno que impide que una voluntad domine todos los reinos del mundo. Al no poder destruir la luz, esta voluntad hace todo lo posible para que el hombre y la mujer se alejen de ella, empujándoles así a que caigan en el olvido de la verdad. Por lo tanto no nos tenemos que asombrar si la Iglesia representa, para esta voluntad, un enemigo fundamental. Su claudicación es una derrota de la persona humana.
Consciente del pecado original del hombre y de su exilio, con las voces de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI la Iglesia despertaba en los hombres, y sigue haciéndolo, la memoria de ese único árbol cuya luz hace ver la verdad de todo el jardín. Creo que es también por esta razón por lo que el Papa Francisco ha convocado el Sínodo de los Obispos. Efectivamente, es urgente ayudar a los cristianos a ver mejor la bella y sagrada verdad del sacramento que une al hombre y a la mujer “en una carne”. ¿Cómo ayudarles? Cristo dio la respuesta.
Un día, Cristo planteó a Sus discípulos dos preguntas. La primera fue: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”. Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas”. Muy bien, esto es lo que los otros piensan de Mí. El hecho de que Cristo no se detuviera en las opiniones es para nosotros una advertencia importante, y creo que al olvidarla se ha perdido mucho tiempo en una encuesta presinodal inútil. Los sociólogos ya han respondido, y lo siguen haciendo, de manera científica a las cuestiones planteadas. Los obispos son los primeros que deberían saber cuál es la situación en sus diócesis.
La segunda pregunta fue: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta es la única que tiene importancia para Él y es la única, también, fundamental para la Iglesia. En nombre de todos, Pedro responde: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!”. En esta pregunta Cristo concentra la predicación del Reino y con Su presencia enseña a los discípulos a cambiar el modo de verse a ellos mismos: no a través de las opiniones, sino a través de la conversión a la verdad.
Este episodio nos advierte del peligro de confundir la fe de la Iglesia con la “vox populi” expresada en las respuestas dadas a la encuesta presinodal. No nos olvidemos que Cristo, sólo después de la respuesta dada por Pedro a la segunda pregunta, no a la primera, le dice: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…). A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos…” (Mt 16, 1319). El misterio de la salvación no es una realidad que hay que calcular sociológicamente. Me pregunto: ¿es esto lo que sucederá en el Sínodo? Sucederá si los problemas pastorales, experimentados desde un punto de vista sociológico (primera pregunta), repercuten sobre la respuesta a la segunda pregunta, con la consiguiente inutilización de ambas para el mundo moderno. Las preguntas sobre el matrimonio y la familia deberían estar incluidas en la segunda: “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. La palabra sobre el matrimonio y la familia debe ser la Palabra del Padre, y no una cualquiera resultado de las estadísticas. Desafortunadamente, la influencia de la propaganda comunista sobre la mentalidad occidental ha favorecido que incluso en la Iglesia, desde hace casi cincuenta años, se haya infiltrado el principio marxista de pensar que la eficacia de la praxis prevalece sobre la contemplación del Logos. Pienso en el predominio de la praxis pastoral sobre la doctrina que, en la Iglesia, es la persona del Hijo de Dios vivo. No consigo tener paz desde el día en que una persona de gran autoridad me dijo: “¡Basta con la doctrina de Wojtyla y de Ratzinger, ahora hay que hacer algo!”. Las consecuencias de “plantear” el trabajo de la Iglesia de este modo son muy graves. Hablando desde un punto de vista filosófico, cuando el “hacer” domina al “ser” y al “actuar” (amar y conocer) el resultado es una pura producción. Si la Iglesia, reino del amor y de la libertad, se deja moldear sobre todo por la praxis pastoral, antes o después formará parte del mundo técnico y de su civilización, que yo llamo “productura” en oposición a cultura. La fe no arraigará en la “productura” pastoral.
He leído con gran interés el texto del cardenal Kasper para el pasado Consistorio, pero siento tener que decir que me ha decepcionado y preocupado. Estoy decepcionado y preocupado no como teólogo o patrólogo, sino como simple cristiano que camina en la fe siguiendo la vía del matrimonio y de la familia. Es necesario que los teólogos y los patrólogos analicen atentamente este texto para valorarlo desde su punto de vista. Su silencio sería “peccatum omissionis” (pecado de omisión, N.d.T.). Como simple creyente, hubiera deseado que el cardenal me hubiera introducido a la belleza de la verdad del matrimonio y la familia. Su informe, en cambio, ha centrado la atención de los cardenales sobre los problemas vinculados con la primera pregunta, la sociológico-pastoral, lo que podría tener graves consecuencias para los trabajos sinodales, pues las dificultades pastorales podrían oscurecer nuestra visión del “don de Dios”.
La contemplación de la verdad debería dar forma y tono al Sínodo, pero algunas preguntas planteadas por el cardenal, que sugieren ya las respuestas, abren otro escenario. La parte central de este discurso podría inducir a los cardenales a creer que hoy la primera pregunta de Cristo es más importante que la segunda. Existe el peligro de que los problemas sociológico-pastorales puedan predominar sobre la contemplación de la presencia sacramental de Cristo en el matrimonio. Es indudable que la Iglesia debe pensar en los problemas señalados por la primera pregunta; empero, debe hacerlo en un continuo renacimiento de sí, es decir, en un continuo volver al Principio en el que Dios en y con Su Palabra crea al ser humano como hombre y como mujer. Fundamentalmente, es y será el continuo dar una respuesta, siempre más profunda, a la segunda pregunta. Renaciendo en la Palabra que es Cristo, es decir, convirtiéndose a Él, la Iglesia tiene que confesar cada día: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!”. Leo en el informe: “Entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha creado un abismo”. Esto es un hecho. Sin embargo, la Iglesia cometería un pecado capital si se dejara atrapar por la primera pregunta e intentase manipular al Hijo de Dios vivo según la moda postmoderna, para que la gente Lo elija como se elige a una miss entre las candidatas maquilladas adecuadamente para ese fin. La Iglesia que nace y está presente en el matrimonio y en la familia debe ser, hasta el fin del mundo, “signo de contradicción” y de escándalo para el mundo. El mundo votará siempre contra Ella.
Debemos estar agradecidos al cardenal cuando dice que el “Evangelio de la familia” es luz gracias a la cual la vida en el matrimonio y en la familia recobra fuerza y no se convierte en un peso. No obstante, sus preguntas sugieren - ¡me gustaría equivocarme! – que esta luz es demasiado pesada. No estoy de acuerdo con él cuando dice que el hombre no ha sido creado para el trabajo, sino para la celebración del sábado con los otros y que tenemos que aprender otra vez de los judíos a celebrarlo. Jesús, a todos aquellos que le habían reprochado no observar el sábado, les contestó: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” (cfr. Jn 5, 17). El trabajo del Padre es, precisamente, Amor. El trabajo y el amor constituyen una unidad y separarlos significa destruir el uno y el otro. El amor es creación, genera. Lo sabemos por la experiencia personal iluminada por el relato bíblico del acto de la creación del hombre (cfr. Gn 1, 28). La vía del amor es difícil, pero justamente este amor difícil hace que el trabajo no sea un peso. Reducir el amor a cualquier hecho fácil de la vida significa cerrarlo a la eternidad.
Aumenta el número de divorcios y de matrimonios civiles e, incluso, de las convivencias basadas sólo en el afecto y los intereses. Nacen hijos. Entiendo las dificultades de quienes han caído en estas trampas, veo sus heridas. Sin embargo, no me resulta claro en qué piensa el cardenal cuando escribe: “No basta considerar el problema sólo desde el punto de vista y de la perspectiva de la Iglesia como institución sacramental; necesitamos un cambio de paradigma y tenemos que considerar la situación – como hizo el Buen Samaritano (Lc 10, 29-37) – también desde la perspectiva de quien sufre y pide ayuda”. Entonces, ¿la praxis pastoral debe arrinconar la existencia del sacramento? ¿Es esto lo que el cardenal Kasper quiere que se haga? En el Evangelio, el Buen Samaritano cura al pobre viandante que ha sido asaltado para devolverle la salud. Cuida sus heridas amorosamente, con la perspectiva del amor por la persona de ese infeliz. La Iglesia no puede tolerar el divorcio y el nuevo matrimonio de los divorciados precisamente porque Ella tiene que amarlos. El amor a la verdad de que el hombre es persona es el paradigma de la ayuda que se debe dar a los hombres que han sido agredidos por el mal. Repito otra vez: el amor es difícil. Y es tanto más difícil cuanto más grande es el mal que hay que sanar en el amado. Es la verdad de la persona la que define el modo de acercarse pastoralmente al hombre herido, y no a la inversa. La pérdida del sentido del pecado manifiesta la pérdida del sentido de lo sagrado y hace caer en el olvido la vida sacramental.
Al acercarse a la persona divorciada, el pastor debería participar en el diálogo de Jesús con la Samaritana (cfr. Jn 4, 4 y s.). Este diálogo explica qué es la comunión espiritual. Jesús revela a la mujer que el deseo que arde en ella es deseo de “agua viva”, es decir, del “don de Dios”. La Samaritana le pide que le dé esa agua para no sentir más sed. Pero Jesús, en ese instante, le pone una condición: “Vete, llama a tu marido y vuelve acá”. Asombrada por la ciencia profética de Jesús, la mujer la abre su corazón, confesando su pecado de manera muy sutil: “No tengo marido”. Jesús entonces le explica cómo Dios quiere ser adorado (“en espíritu y verdad”). Al final le revela quién es Él: “Soy yo / el Mesías /, el que te habla”. Yo le diría al cardenal: ¡esta es misericordia! Perdonada, la mujer corre a avisar a sus conciudadanos y, anunciándoles al Mesías, confiesa también sus pecados.
La comunión espiritual se cumple en el deseo de unirse con Cristo en Su cuerpo y en Su sangre. Es un camino de la conciencia que, lentamente, se da cuenta del pecado y lo confiesa. La hodierna praxis pastoral, escondida detrás de la primera pregunta, ha hecho que los confesionarios hayan sido vendidos a los psicólogos y los psiquiatras. La propuesta insidiosa de identificar la comunión espiritual con la comunión eucarística agrede al sacramento mismo. Exhorto ahora a los pastores a mantenerse alerta: ¡hay que adorar la Eucaristía (“en espíritu y verdad”) y no manipularla!
Me hace temblar la escena en la que Jesús, después de haber dicho que quien no come Su cuerpo y Su sangre no tendrá la vida eterna, es abandonado por todos, menos por los Doce. Y a estos futuros Pastores, en esta dramática situación, Él les pregunta sin ambages: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). ¡Iros! ¡Sois libres! ¡Otros vendrán!
Estas palabras de Jesús nunca dejarán de ser actuales. Pero también estamos seguros de que no llegará nunca el tiempo en el que Pedro no diga: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).
En la conferencia del cardenal Kasper hay otra sugerencia que podría originar otro malentendido: que sería mejor dejar la decisión sobre la validez del propio matrimonio al juicio de la conciencia del divorciado y que tal vez bastaría confiar la valoración de dicho juicio a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral… La pastoral y la misericordia no se contraponen a la justicia: son, por así decirlo, la justicia suprema, porque detrás de cada causa hay una persona “que siempre tiene una dignidad única”. Según el cardenal, los documentos de los tribunales eclesiásticos no deben prevalecer sobre esta dignidad. Justo. El código de derecho canónico no debe identificare con el código penal. El primero es una teología que ayuda al hombre a vivir en el amor y en el trabajo, para que vea que cuanto más grande y más bello es el amor, más difícil es, y que por eso llama a los hombres a un trabajo adecuado. Si la Iglesia valorara la validez del matrimonio sólo basándose en los documentos, las decisiones podrían ser rápidas e incluso las podría tomar un párroco. Sin embargo, la Iglesia se comporta de otro modo precisamente a causa de la dignidad única de la persona. Cada hombre es una obra de arte y, como tal, debe ser ante todo contemplado “en espíritu y verdad”, no manipulado según las circunstancias actuales.
Entre paréntesis quisiera ahora plantear una pregunta: ante la situación actual, ¿sería acaso más adecuado dejar también el juicio sobre la validez de la ordenación sacerdotal a la conciencia del sacerdote interesado? Ciertamente, es una broma, pero la puesta en juego exige una reflexión muy seria.
Juan Pablo II, bajo la cruz de Nowa Huta, ante la cual la gente defendía este signo de salvación con la propia sangre, dijo que la nueva evangelización comienza bajo la cruz. Inicia con las mujeres y el discípulo místico reunidos alrededor de la Madre del Crucificado. Los otros discípulos de Cristo, llenos de miedo, habían huido. La nueva evangelización comienza en la maternidad de María unida a la Paternidad de Dios revelada en el Hijo crucificado de ambos. La nueva evangelización consiste en el continuo renacer de la Iglesia. Las personas renacen volviendo a los Principios de la vida, a la maternidad y a la paternidad cuya unión resplandece en el Crucificado. Por eso, cuando hablamos de la mujer y del hombre, no hablamos de los cargos en las estructuras eclesiásticas (cfr. Entrevista del cardenal Kasper publicada en “Avvenire” el 1 de marzo de 2014). Todos nosotros, también el Papa y los obispos, recuperamos la dignidad de nuestra persona en la Eucaristía pascual que recibimos bajo la cruz. ¡Sería grotesco que alguien, olvidándose de esto, encontrase refugio en los cargos!
***
Stanislaw Grygiel, profesor ordinario de Antropología filosófica en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia de Roma, en la Universidad Lateranense, fue alumno de Karol Wojtyla en la Universidad de Lublin. Ha sido también consejero y confidente del Pontífice polaco, con el que tuvo una larga y profunda amistad. Entre sus libros, recordemos “Dialogando con Giovanni Paolo II” (Cantagalli, 2013) y “Dolce guida e cara” (Cantagalli, 2008).
Artículo publicado en Il Foglio.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
En el fondo, la duda con la que nacen preguntas de este tipo expresa negación de la verdad y, en consecuencia, también de la dignidad del hombre. Esta duda elimina de la visión del hombre los principios de su ser persona. Efectivamente, la verdad del hombre se revela en otro hombre, es decir, en la comunión con otro. Precisamente por esto, la negación de la verdad de la persona atañe, sobre todo, a las amistades, al matrimonio, a la familia en la que esta persona vive. Las palabras asestan golpes letales a cada realidad, imponiendo un contenido que no le pertenece. Las palabras falsificadas encadenan la realidad a cosas que le son ajenas. Esto es lo que sucede, hoy, en la realidad del matrimonio y de la familia. La postmodernidad intenta convencer al hombre y a la mujer de que es justo comer el fruto del árbol que crece en el jardín de su relación, plasmada por la diferencia sexual y cuya luz invisible les indica la vía que tienen que recorrer hacia la verdad. Precisamente esta luz es el freno que impide que una voluntad domine todos los reinos del mundo. Al no poder destruir la luz, esta voluntad hace todo lo posible para que el hombre y la mujer se alejen de ella, empujándoles así a que caigan en el olvido de la verdad. Por lo tanto no nos tenemos que asombrar si la Iglesia representa, para esta voluntad, un enemigo fundamental. Su claudicación es una derrota de la persona humana.
Consciente del pecado original del hombre y de su exilio, con las voces de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI la Iglesia despertaba en los hombres, y sigue haciéndolo, la memoria de ese único árbol cuya luz hace ver la verdad de todo el jardín. Creo que es también por esta razón por lo que el Papa Francisco ha convocado el Sínodo de los Obispos. Efectivamente, es urgente ayudar a los cristianos a ver mejor la bella y sagrada verdad del sacramento que une al hombre y a la mujer “en una carne”. ¿Cómo ayudarles? Cristo dio la respuesta.
Un día, Cristo planteó a Sus discípulos dos preguntas. La primera fue: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”. Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas”. Muy bien, esto es lo que los otros piensan de Mí. El hecho de que Cristo no se detuviera en las opiniones es para nosotros una advertencia importante, y creo que al olvidarla se ha perdido mucho tiempo en una encuesta presinodal inútil. Los sociólogos ya han respondido, y lo siguen haciendo, de manera científica a las cuestiones planteadas. Los obispos son los primeros que deberían saber cuál es la situación en sus diócesis.
La segunda pregunta fue: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta es la única que tiene importancia para Él y es la única, también, fundamental para la Iglesia. En nombre de todos, Pedro responde: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!”. En esta pregunta Cristo concentra la predicación del Reino y con Su presencia enseña a los discípulos a cambiar el modo de verse a ellos mismos: no a través de las opiniones, sino a través de la conversión a la verdad.
Este episodio nos advierte del peligro de confundir la fe de la Iglesia con la “vox populi” expresada en las respuestas dadas a la encuesta presinodal. No nos olvidemos que Cristo, sólo después de la respuesta dada por Pedro a la segunda pregunta, no a la primera, le dice: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…). A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos…” (Mt 16, 1319). El misterio de la salvación no es una realidad que hay que calcular sociológicamente. Me pregunto: ¿es esto lo que sucederá en el Sínodo? Sucederá si los problemas pastorales, experimentados desde un punto de vista sociológico (primera pregunta), repercuten sobre la respuesta a la segunda pregunta, con la consiguiente inutilización de ambas para el mundo moderno. Las preguntas sobre el matrimonio y la familia deberían estar incluidas en la segunda: “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. La palabra sobre el matrimonio y la familia debe ser la Palabra del Padre, y no una cualquiera resultado de las estadísticas. Desafortunadamente, la influencia de la propaganda comunista sobre la mentalidad occidental ha favorecido que incluso en la Iglesia, desde hace casi cincuenta años, se haya infiltrado el principio marxista de pensar que la eficacia de la praxis prevalece sobre la contemplación del Logos. Pienso en el predominio de la praxis pastoral sobre la doctrina que, en la Iglesia, es la persona del Hijo de Dios vivo. No consigo tener paz desde el día en que una persona de gran autoridad me dijo: “¡Basta con la doctrina de Wojtyla y de Ratzinger, ahora hay que hacer algo!”. Las consecuencias de “plantear” el trabajo de la Iglesia de este modo son muy graves. Hablando desde un punto de vista filosófico, cuando el “hacer” domina al “ser” y al “actuar” (amar y conocer) el resultado es una pura producción. Si la Iglesia, reino del amor y de la libertad, se deja moldear sobre todo por la praxis pastoral, antes o después formará parte del mundo técnico y de su civilización, que yo llamo “productura” en oposición a cultura. La fe no arraigará en la “productura” pastoral.
He leído con gran interés el texto del cardenal Kasper para el pasado Consistorio, pero siento tener que decir que me ha decepcionado y preocupado. Estoy decepcionado y preocupado no como teólogo o patrólogo, sino como simple cristiano que camina en la fe siguiendo la vía del matrimonio y de la familia. Es necesario que los teólogos y los patrólogos analicen atentamente este texto para valorarlo desde su punto de vista. Su silencio sería “peccatum omissionis” (pecado de omisión, N.d.T.). Como simple creyente, hubiera deseado que el cardenal me hubiera introducido a la belleza de la verdad del matrimonio y la familia. Su informe, en cambio, ha centrado la atención de los cardenales sobre los problemas vinculados con la primera pregunta, la sociológico-pastoral, lo que podría tener graves consecuencias para los trabajos sinodales, pues las dificultades pastorales podrían oscurecer nuestra visión del “don de Dios”.
La contemplación de la verdad debería dar forma y tono al Sínodo, pero algunas preguntas planteadas por el cardenal, que sugieren ya las respuestas, abren otro escenario. La parte central de este discurso podría inducir a los cardenales a creer que hoy la primera pregunta de Cristo es más importante que la segunda. Existe el peligro de que los problemas sociológico-pastorales puedan predominar sobre la contemplación de la presencia sacramental de Cristo en el matrimonio. Es indudable que la Iglesia debe pensar en los problemas señalados por la primera pregunta; empero, debe hacerlo en un continuo renacimiento de sí, es decir, en un continuo volver al Principio en el que Dios en y con Su Palabra crea al ser humano como hombre y como mujer. Fundamentalmente, es y será el continuo dar una respuesta, siempre más profunda, a la segunda pregunta. Renaciendo en la Palabra que es Cristo, es decir, convirtiéndose a Él, la Iglesia tiene que confesar cada día: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!”. Leo en el informe: “Entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha creado un abismo”. Esto es un hecho. Sin embargo, la Iglesia cometería un pecado capital si se dejara atrapar por la primera pregunta e intentase manipular al Hijo de Dios vivo según la moda postmoderna, para que la gente Lo elija como se elige a una miss entre las candidatas maquilladas adecuadamente para ese fin. La Iglesia que nace y está presente en el matrimonio y en la familia debe ser, hasta el fin del mundo, “signo de contradicción” y de escándalo para el mundo. El mundo votará siempre contra Ella.
Debemos estar agradecidos al cardenal cuando dice que el “Evangelio de la familia” es luz gracias a la cual la vida en el matrimonio y en la familia recobra fuerza y no se convierte en un peso. No obstante, sus preguntas sugieren - ¡me gustaría equivocarme! – que esta luz es demasiado pesada. No estoy de acuerdo con él cuando dice que el hombre no ha sido creado para el trabajo, sino para la celebración del sábado con los otros y que tenemos que aprender otra vez de los judíos a celebrarlo. Jesús, a todos aquellos que le habían reprochado no observar el sábado, les contestó: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” (cfr. Jn 5, 17). El trabajo del Padre es, precisamente, Amor. El trabajo y el amor constituyen una unidad y separarlos significa destruir el uno y el otro. El amor es creación, genera. Lo sabemos por la experiencia personal iluminada por el relato bíblico del acto de la creación del hombre (cfr. Gn 1, 28). La vía del amor es difícil, pero justamente este amor difícil hace que el trabajo no sea un peso. Reducir el amor a cualquier hecho fácil de la vida significa cerrarlo a la eternidad.
Aumenta el número de divorcios y de matrimonios civiles e, incluso, de las convivencias basadas sólo en el afecto y los intereses. Nacen hijos. Entiendo las dificultades de quienes han caído en estas trampas, veo sus heridas. Sin embargo, no me resulta claro en qué piensa el cardenal cuando escribe: “No basta considerar el problema sólo desde el punto de vista y de la perspectiva de la Iglesia como institución sacramental; necesitamos un cambio de paradigma y tenemos que considerar la situación – como hizo el Buen Samaritano (Lc 10, 29-37) – también desde la perspectiva de quien sufre y pide ayuda”. Entonces, ¿la praxis pastoral debe arrinconar la existencia del sacramento? ¿Es esto lo que el cardenal Kasper quiere que se haga? En el Evangelio, el Buen Samaritano cura al pobre viandante que ha sido asaltado para devolverle la salud. Cuida sus heridas amorosamente, con la perspectiva del amor por la persona de ese infeliz. La Iglesia no puede tolerar el divorcio y el nuevo matrimonio de los divorciados precisamente porque Ella tiene que amarlos. El amor a la verdad de que el hombre es persona es el paradigma de la ayuda que se debe dar a los hombres que han sido agredidos por el mal. Repito otra vez: el amor es difícil. Y es tanto más difícil cuanto más grande es el mal que hay que sanar en el amado. Es la verdad de la persona la que define el modo de acercarse pastoralmente al hombre herido, y no a la inversa. La pérdida del sentido del pecado manifiesta la pérdida del sentido de lo sagrado y hace caer en el olvido la vida sacramental.
Al acercarse a la persona divorciada, el pastor debería participar en el diálogo de Jesús con la Samaritana (cfr. Jn 4, 4 y s.). Este diálogo explica qué es la comunión espiritual. Jesús revela a la mujer que el deseo que arde en ella es deseo de “agua viva”, es decir, del “don de Dios”. La Samaritana le pide que le dé esa agua para no sentir más sed. Pero Jesús, en ese instante, le pone una condición: “Vete, llama a tu marido y vuelve acá”. Asombrada por la ciencia profética de Jesús, la mujer la abre su corazón, confesando su pecado de manera muy sutil: “No tengo marido”. Jesús entonces le explica cómo Dios quiere ser adorado (“en espíritu y verdad”). Al final le revela quién es Él: “Soy yo / el Mesías /, el que te habla”. Yo le diría al cardenal: ¡esta es misericordia! Perdonada, la mujer corre a avisar a sus conciudadanos y, anunciándoles al Mesías, confiesa también sus pecados.
La comunión espiritual se cumple en el deseo de unirse con Cristo en Su cuerpo y en Su sangre. Es un camino de la conciencia que, lentamente, se da cuenta del pecado y lo confiesa. La hodierna praxis pastoral, escondida detrás de la primera pregunta, ha hecho que los confesionarios hayan sido vendidos a los psicólogos y los psiquiatras. La propuesta insidiosa de identificar la comunión espiritual con la comunión eucarística agrede al sacramento mismo. Exhorto ahora a los pastores a mantenerse alerta: ¡hay que adorar la Eucaristía (“en espíritu y verdad”) y no manipularla!
Me hace temblar la escena en la que Jesús, después de haber dicho que quien no come Su cuerpo y Su sangre no tendrá la vida eterna, es abandonado por todos, menos por los Doce. Y a estos futuros Pastores, en esta dramática situación, Él les pregunta sin ambages: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). ¡Iros! ¡Sois libres! ¡Otros vendrán!
Estas palabras de Jesús nunca dejarán de ser actuales. Pero también estamos seguros de que no llegará nunca el tiempo en el que Pedro no diga: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).
En la conferencia del cardenal Kasper hay otra sugerencia que podría originar otro malentendido: que sería mejor dejar la decisión sobre la validez del propio matrimonio al juicio de la conciencia del divorciado y que tal vez bastaría confiar la valoración de dicho juicio a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral… La pastoral y la misericordia no se contraponen a la justicia: son, por así decirlo, la justicia suprema, porque detrás de cada causa hay una persona “que siempre tiene una dignidad única”. Según el cardenal, los documentos de los tribunales eclesiásticos no deben prevalecer sobre esta dignidad. Justo. El código de derecho canónico no debe identificare con el código penal. El primero es una teología que ayuda al hombre a vivir en el amor y en el trabajo, para que vea que cuanto más grande y más bello es el amor, más difícil es, y que por eso llama a los hombres a un trabajo adecuado. Si la Iglesia valorara la validez del matrimonio sólo basándose en los documentos, las decisiones podrían ser rápidas e incluso las podría tomar un párroco. Sin embargo, la Iglesia se comporta de otro modo precisamente a causa de la dignidad única de la persona. Cada hombre es una obra de arte y, como tal, debe ser ante todo contemplado “en espíritu y verdad”, no manipulado según las circunstancias actuales.
Entre paréntesis quisiera ahora plantear una pregunta: ante la situación actual, ¿sería acaso más adecuado dejar también el juicio sobre la validez de la ordenación sacerdotal a la conciencia del sacerdote interesado? Ciertamente, es una broma, pero la puesta en juego exige una reflexión muy seria.
Juan Pablo II, bajo la cruz de Nowa Huta, ante la cual la gente defendía este signo de salvación con la propia sangre, dijo que la nueva evangelización comienza bajo la cruz. Inicia con las mujeres y el discípulo místico reunidos alrededor de la Madre del Crucificado. Los otros discípulos de Cristo, llenos de miedo, habían huido. La nueva evangelización comienza en la maternidad de María unida a la Paternidad de Dios revelada en el Hijo crucificado de ambos. La nueva evangelización consiste en el continuo renacer de la Iglesia. Las personas renacen volviendo a los Principios de la vida, a la maternidad y a la paternidad cuya unión resplandece en el Crucificado. Por eso, cuando hablamos de la mujer y del hombre, no hablamos de los cargos en las estructuras eclesiásticas (cfr. Entrevista del cardenal Kasper publicada en “Avvenire” el 1 de marzo de 2014). Todos nosotros, también el Papa y los obispos, recuperamos la dignidad de nuestra persona en la Eucaristía pascual que recibimos bajo la cruz. ¡Sería grotesco que alguien, olvidándose de esto, encontrase refugio en los cargos!
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Stanislaw Grygiel, profesor ordinario de Antropología filosófica en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia de Roma, en la Universidad Lateranense, fue alumno de Karol Wojtyla en la Universidad de Lublin. Ha sido también consejero y confidente del Pontífice polaco, con el que tuvo una larga y profunda amistad. Entre sus libros, recordemos “Dialogando con Giovanni Paolo II” (Cantagalli, 2013) y “Dolce guida e cara” (Cantagalli, 2008).
Artículo publicado en Il Foglio.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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