Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Estad alegres; el Señor está cerca


Cuando decimos «¡La felicidad es Dios!» hacemos, de la felicidad, un ídolo. Esto explica por qué quien busca a Dios encuentra siempre la alegría, mientras que quien busca la alegría no siempre encuentra a Dios.

por Raniero Cantalamessa

Opinión

Isaías 35, 1-6a.8a.10;
Santiago 5, 710;
Mateo 11, 211

Comencemos, en nuestra reflexión, por la frase con la que Jesús, en el Evangelio, tranquiliza a los discípulos de Juan el Bautista acerca del propio mesianismo: «Se anuncia a los pobres la Buena Nueva». El Evangelio es un mensaje de gozo: esto proclama la liturgia del tercer domingo de Adviento, que, por las palabras de Pablo en la antífona de ingreso, ha tomado el nombre de domingo Gaudete, «estad siempre alegres», o sea, domingo de la alegría: «Que el desierto y el sequedal se alegren... Se alegrarán con gozo y alegría... en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán».

Todos quieren ser felices. Si pudiéramos representar visiblemente a toda la humanidad, en su movimiento más profundo, veríamos una inmensa multitud erguirse en torno a un árbol frutal sobre la punta de los pies y tender desesperadamente las manos, en el esfuerzo de tomar un fruto que en cambio se escapa. La felicidad, dijo Dante, es ese dulce fruto que el hombre busca entre las ramas de la vida.

Pero si todos buscamos la felicidad, ¿por qué tan pocos son verdaderamente felices y hasta los que lo son permanecen así por tiempo tan escaso? Creo que la razón principal es que, en la escalada a la cumbre de la felicidad, erramos de vertiente; elegimos la que no lleva a la cima. La revelación dice: «Dios es amor»; el hombre ha creído que puede dar la vuelta a la frase y decir: «¡El amor es Dios!» (la afirmación es de Feuerbach). La revelación dice: «Dios es felicidad»; el hombre invierte de nuevo el orden y dice: «¡La felicidad es Dios!». ¿Y qué sucede así? No conocemos en la tierra la felicidad en estado puro, como no conocemos el amor absoluto; conocemos sólo fragmentos de felicidad que se reducen con frecuencia a ebriedades pasajeras de los sentidos. Cuando por eso decimos: «¡La felicidad es Dios!», divinizamos nuestras pequeñas experiencias; llamamos «Dios» a la obra de nuestras manos o de nuestra mente. Hacemos, de la felicidad, un ídolo. Esto explica por qué quien busca a Dios encuentra siempre la alegría, mientras que quien busca la alegría no siempre encuentra a Dios. El hombre se reduce a buscar la felicidad en razón de cantidad: siguiendo placeres y emociones cada vez más intensos, o añadiendo placer a placer. Como el drogadicto que necesita dosis cada vez mayores para lograr el mismo grado de placer.

Sólo Dios es feliz y hace felices. Por eso un salmo exhorta: «Ten tu alegría en el Señor, y escuchará lo que pida tu corazón» (Sal 37,4). Con Él también los gozos de la vida presente conservan su dulce sabor y no se transforman en angustias. No sólo los gozos espirituales, sino toda alegría humana honesta: la alegría de ver crecer a los propios hijos, del trabajo felizmente llevado a término, de la amistad, de la salud recuperada, de la creatividad, del arte, del esparcimiento en contacto con la naturaleza. Sólo Dios ha podido arrancar de los labios de un santo el grito: «Basta, Señor, de alegría; ¡mi corazón ya no puede contener más!». En Dios se encuentra todo lo que el hombre acostumbra a asociar a la palabra felicidad e infinitamente más, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2,9).

Es hora de empezar a proclamar con más valor la «Buena Nueva» de que Dios es felicidad, que la felicidad -no el sufrimiento, la privación, la cruz- tendrá la última palabra. Que el sufrimiento sirve sólo para quitar el obstáculo a la alegría, para dilatar el alma, para que un día pueda acoger la mayor medida posible.
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