Un hombre rico vestía de púrpura y lino
La parábola del rico epulón no se sugiere por el hastío hacia los ricos o por el deseo de ocupar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por una preocupación sincera de su salvación.
Amós 6, 1. 4-7; I
Timoteo 6, 1116;
Lucas 16, 19-31
El tema principal que hay que sacar a la luz, a propósito de la parábola del rico epulón que se lee en el Evangelio del próximo domingo, es su actualidad, esto es, cómo la situación se repite hoy, entre nosotros, tanto a nivel mundial como a nivel local. A nivel mundial los dos personajes son los dos hemisferios: el rico epulón representa el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa de hecho «dos tercios del mundo». Se está afirmando la costumbre de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo» (third world), sino «dos tercios del mundo» (two-third world).
El mismo contraste entre el rico epulón y el pobre Lázaro se repite dentro de cada una de las dos agrupaciones. Hay ricos epulones que viven codo a codo con pobres Lázaros en los países del tercer mundo (aquí, de hecho, su lujo solitario resulta todavía más estridente en medio de la miseria general de las masas), y hay pobres Lázaros que viven codo a codo con ricos epulones en los países del primer mundo. En todas las sociedades llamadas «del bienestar» algunas personas del espectáculo, del deporte, del sector financiero, de la industria, del comercio, cuentan sus ingresos y sus contratos de trabajo sólo en miles de millones (hoy en millones de euros), y todo esto ante la mirada de millones de personas que no saben cómo llegar con su escuálido sueldo o subsidio de desempleo a pagar el alquiler, las medicinas, los estudios de sus hijos.
La cosa más odiosa, en la historia relatada por Jesús, es la ostentación del rico, que éste haga alarde de su riqueza sin miramiento hacia el pobre. Su lujo se manifestaba sobre todo en dos ámbitos, la comida y la ropa: el rico celebraba opíparos banquetes y vestía de púrpura y lino, que eran, en aquel tiempo, telas de rey. El contraste no existe sólo entre quien revienta de comida y quien muere de hambre, sino también entre quien cambia de ropa a diario y quien no tiene un harapo que ponerse. Aquí, en un desfile de modas, se presentó una vez un vestido hecho de láminas de oro; costaba mil millones de las antiguas liras. Tenemos que decirlo sin reticencias: el éxito mundial de la moda italiana y el negocio que determina nos han afectado; ya no prestamos atención a nada. Todo lo que se hace en este sector, también los excesos más evidentes, gozan de una especie de trato especial. Los desfiles de moda que en ciertos períodos llenan los telediarios vespertinos a costa de noticias mucho más importantes, son como representaciones escénicas de la parábola del rico epulón.
Pero hasta aquí no hay, en el fondo, nada de nuevo. La novedad y aspecto único de la denuncia evangélica depende del todo desde el punto de vista de observación del suceso. Todo, en la parábola del rico epulón, se contempla retrospectivamente, desde el epílogo de la historia: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue sepultado». Si se quisiera llevar la historia a la pantalla, bien se podría partir (como se hace frecuentemente en las películas) de este final de ultratumba y mostrar toda la historia en flashback.
Se han hecho muchas denuncias similares de la riqueza y del lujo a lo largo de los siglos, pero hoy todas suenan retóricas o superficiales, pietistas o anacrónicas. Esta denuncia, después de dos mil años, conserva intacta su carga negativa. El motivo es que quien la pronuncia no es un hombre que esté de parte de ricos o pobres, sino uno que está por encima de las partes y se preocupa tanto de los ricos como de los pobres, incluso tal vez más de los primeros que de los segundos (¡a estos les sabe menos expuestos al peligro!). La parábola del rico epulón no se sugiere por el hastío hacia los ricos o por el deseo de ocupar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por una preocupación sincera de su salvación. Dios quiere salvar a los ricos de su riqueza.
Timoteo 6, 1116;
Lucas 16, 19-31
El tema principal que hay que sacar a la luz, a propósito de la parábola del rico epulón que se lee en el Evangelio del próximo domingo, es su actualidad, esto es, cómo la situación se repite hoy, entre nosotros, tanto a nivel mundial como a nivel local. A nivel mundial los dos personajes son los dos hemisferios: el rico epulón representa el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa de hecho «dos tercios del mundo». Se está afirmando la costumbre de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo» (third world), sino «dos tercios del mundo» (two-third world).
El mismo contraste entre el rico epulón y el pobre Lázaro se repite dentro de cada una de las dos agrupaciones. Hay ricos epulones que viven codo a codo con pobres Lázaros en los países del tercer mundo (aquí, de hecho, su lujo solitario resulta todavía más estridente en medio de la miseria general de las masas), y hay pobres Lázaros que viven codo a codo con ricos epulones en los países del primer mundo. En todas las sociedades llamadas «del bienestar» algunas personas del espectáculo, del deporte, del sector financiero, de la industria, del comercio, cuentan sus ingresos y sus contratos de trabajo sólo en miles de millones (hoy en millones de euros), y todo esto ante la mirada de millones de personas que no saben cómo llegar con su escuálido sueldo o subsidio de desempleo a pagar el alquiler, las medicinas, los estudios de sus hijos.
La cosa más odiosa, en la historia relatada por Jesús, es la ostentación del rico, que éste haga alarde de su riqueza sin miramiento hacia el pobre. Su lujo se manifestaba sobre todo en dos ámbitos, la comida y la ropa: el rico celebraba opíparos banquetes y vestía de púrpura y lino, que eran, en aquel tiempo, telas de rey. El contraste no existe sólo entre quien revienta de comida y quien muere de hambre, sino también entre quien cambia de ropa a diario y quien no tiene un harapo que ponerse. Aquí, en un desfile de modas, se presentó una vez un vestido hecho de láminas de oro; costaba mil millones de las antiguas liras. Tenemos que decirlo sin reticencias: el éxito mundial de la moda italiana y el negocio que determina nos han afectado; ya no prestamos atención a nada. Todo lo que se hace en este sector, también los excesos más evidentes, gozan de una especie de trato especial. Los desfiles de moda que en ciertos períodos llenan los telediarios vespertinos a costa de noticias mucho más importantes, son como representaciones escénicas de la parábola del rico epulón.
Pero hasta aquí no hay, en el fondo, nada de nuevo. La novedad y aspecto único de la denuncia evangélica depende del todo desde el punto de vista de observación del suceso. Todo, en la parábola del rico epulón, se contempla retrospectivamente, desde el epílogo de la historia: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue sepultado». Si se quisiera llevar la historia a la pantalla, bien se podría partir (como se hace frecuentemente en las películas) de este final de ultratumba y mostrar toda la historia en flashback.
Se han hecho muchas denuncias similares de la riqueza y del lujo a lo largo de los siglos, pero hoy todas suenan retóricas o superficiales, pietistas o anacrónicas. Esta denuncia, después de dos mil años, conserva intacta su carga negativa. El motivo es que quien la pronuncia no es un hombre que esté de parte de ricos o pobres, sino uno que está por encima de las partes y se preocupa tanto de los ricos como de los pobres, incluso tal vez más de los primeros que de los segundos (¡a estos les sabe menos expuestos al peligro!). La parábola del rico epulón no se sugiere por el hastío hacia los ricos o por el deseo de ocupar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por una preocupación sincera de su salvación. Dios quiere salvar a los ricos de su riqueza.
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