Ecos de Eco
En "El nombre de la rosa" logró disfrazar con los perifollos de la intriga lo que no era sino una refutación panfletaria del orden cósmico y humano postulado por el cristianismo, así como una caracterización de la historia de la Iglesia como una conspiración de villanos.
Umberto Eco, que luego perpetraría novelas farragosas o directamente ilegibles (desde la mazorral El péndulo de Foucault hasta sus birrias postrimeras), logró con El nombre de la rosa un habilísimo pastiche en el que una intriga policíaca que repetía la fórmula de Diez negritos servía al autor para mostrarnos la gran crisis del pensamiento medieval, que fue la crisis de la idea unitaria y coherente del mundo (según la filosofía aristotélico-tomista), asediada por los franciscanos Guillermo de Ockham y Roger Bacon, padres del nominalismo y el empirismo. No hace falta añadir que Eco toma partido por la «modernidad» (de otro modo, su novela ni siquiera habría hallado editor), envolviendo sus tesis con un vasto cúmulo de erudiciones, tan vasto que sólo los espíritus más perspicaces lograron penetrarlo. Claro que, mientras Eco halagaba a los espíritus perspicaces con su repertorio erudito, a los espíritus más lerdos les permitía disfrutar con una trama detectivesca muy truculenta en la que el protagonista, fray Guillermo de Baskerville, aplicaba los métodos deductivos de Sherlock Holmes.
En el corazón de El nombre de la rosa había un homenaje a Borges, a su concepción de la biblioteca como emblema del universo, que se hacía explícito en la figura del fanático Jorge de Burgos, el fraile ciego que enviaba a la muerte a quienes osaban consultar un tratado aristotélico sobre la risa que consideraba herético. Como Borges, Eco era un exquisito sofista y un hábil mistificador, un teólogo diletante, un simulacro de filósofo, un retórico agudo y un erudito despampanante; pero le faltaba la inspiración, el numen, el estro que a Borges le permitía sublimar estéticamente los retales y abalorios librescos que robaba aquí y allá, transmutándolos en poesía y fulguración verbal. Claro que a Eco no le interesaban tanto los refinamientos del estilo como las mañas del best-sellerista; y hay que reconocer que en El nombre de la rosa logró disfrazar con los perifollos de la intriga lo que no era sino una refutación panfletaria del orden cósmico y humano postulado por el cristianismo, así como una caracterización de la historia de la Iglesia como una conspiración de villanos que, a lo largo de los siglos, han mantenido a los hombres en las tinieblas de la ignorancia.
No se nos esconde que Umberto Eco, aunque carente de auténtico genio literario, fue hombre de plurales talentos, desde la facundia insomne (¿por qué a nadie se le ocurrió ponerlo a debatir con Hugo Chávez o Fidel Castro?) a la erudición de hormiga. Pero nunca le podremos perdonar que con El nombre de la rosa incendiase la imaginación de una patulea de plumíferos ignaros que, en su afán de emularlo, se pusieron a escribir como descosidos y entregaron a la imprenta (y siguen en ello) bodrios de apariencia histórica o detectivesca, aderezados con todo tipo de paparruchas patafísicas, que repiten en versión casposa la refutación del cristianismo probada por Eco, sin preocuparse ya de halagar a los espíritus perspicaces, sino tan sólo de brindar refociles plebeyos a los espíritus lerdos. Tales plumíferos son de todos conocidos (Dan Brown tal vez sea su epítome internacional, pero no faltan sarnosos exponentes autóctonos): por sus bodrios pululan templarios, sábanas santas y santos griales, con la infalible aparición estelar de una María Magdalena apócrifa, más puta que las gallinas y sin embargo (lo cortés no quita lo valiente) papisa inpectore (¡qué digo inpectore!, ¡inpectoribus!). Sólo por haber dado alas a tan malhadada progenie, Eco merece, si no la condena eterna, una larga estancia en el purgatorio, donde las llamas purificadoras tal vez hagan con su memoria lo mismo que él hizo con el tratado de la risa de Aristóteles.
Publicado en ABC.
En el corazón de El nombre de la rosa había un homenaje a Borges, a su concepción de la biblioteca como emblema del universo, que se hacía explícito en la figura del fanático Jorge de Burgos, el fraile ciego que enviaba a la muerte a quienes osaban consultar un tratado aristotélico sobre la risa que consideraba herético. Como Borges, Eco era un exquisito sofista y un hábil mistificador, un teólogo diletante, un simulacro de filósofo, un retórico agudo y un erudito despampanante; pero le faltaba la inspiración, el numen, el estro que a Borges le permitía sublimar estéticamente los retales y abalorios librescos que robaba aquí y allá, transmutándolos en poesía y fulguración verbal. Claro que a Eco no le interesaban tanto los refinamientos del estilo como las mañas del best-sellerista; y hay que reconocer que en El nombre de la rosa logró disfrazar con los perifollos de la intriga lo que no era sino una refutación panfletaria del orden cósmico y humano postulado por el cristianismo, así como una caracterización de la historia de la Iglesia como una conspiración de villanos que, a lo largo de los siglos, han mantenido a los hombres en las tinieblas de la ignorancia.
No se nos esconde que Umberto Eco, aunque carente de auténtico genio literario, fue hombre de plurales talentos, desde la facundia insomne (¿por qué a nadie se le ocurrió ponerlo a debatir con Hugo Chávez o Fidel Castro?) a la erudición de hormiga. Pero nunca le podremos perdonar que con El nombre de la rosa incendiase la imaginación de una patulea de plumíferos ignaros que, en su afán de emularlo, se pusieron a escribir como descosidos y entregaron a la imprenta (y siguen en ello) bodrios de apariencia histórica o detectivesca, aderezados con todo tipo de paparruchas patafísicas, que repiten en versión casposa la refutación del cristianismo probada por Eco, sin preocuparse ya de halagar a los espíritus perspicaces, sino tan sólo de brindar refociles plebeyos a los espíritus lerdos. Tales plumíferos son de todos conocidos (Dan Brown tal vez sea su epítome internacional, pero no faltan sarnosos exponentes autóctonos): por sus bodrios pululan templarios, sábanas santas y santos griales, con la infalible aparición estelar de una María Magdalena apócrifa, más puta que las gallinas y sin embargo (lo cortés no quita lo valiente) papisa inpectore (¡qué digo inpectore!, ¡inpectoribus!). Sólo por haber dado alas a tan malhadada progenie, Eco merece, si no la condena eterna, una larga estancia en el purgatorio, donde las llamas purificadoras tal vez hagan con su memoria lo mismo que él hizo con el tratado de la risa de Aristóteles.
Publicado en ABC.
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