He aprovechado el verano para leer el último libro sobre temas masónicos del jesuita zaragozano, José Antonio Ferrer Benimeli, expertísimo en asuntos del mandil. Llevaba en mi mesita de noche demasiado tiempo en lista de espera, como los enfermos de la seguridad social, y, lo mismo que les ocurre a la mayoría de estos enfermos, temía encontrarme lo que al final he encontrado, que no puede ser otra cosa tratándose de este autor. El libro lleva por título Jefes de Gobierno masones (La esfera de los libros, Madrid, 2007), y contiene, como no podía ser de otro modo siendo un texto de quien es, una cantidad enorme de documentación minuciosa, menuda, detallista, pero en general aséptica, sin apenas sentido crítico. Además tiene a mi juicio dos grandes lagunas: pasa por alto el primer período de la masonería española, desde su introducción en España durante la invasión francesa hasta la «Gloriosa» de 1868, y la época actual, ambas de gran predominio masónico.
El estudioso jesuita aporta una cantidad enorme de textos de las propias autoridades masónicas o de «grandes» masones, insistiendo en la apoliticidad de la «augusta orden» –de la misma manera que niegan la discusión de temas religiosos en sus talleres- o en la necesidad de que la institución se mantenga al margen de las luchas partidistas. Bueno, será así cuando tanto lo repiten, sólo que han existido situaciones, perfectamente documentadas, en que la masonería, como institución, más allá de lo que cada masón haga, ha intervenido directamente en los negocios políticos. Así ocurrió, por ejemplo, en la sublevación de Riego y Quiroga en 1820, en el Trienio Constitucional (1820-23) llamado impropiamente “liberal”, en los gabinetes de la Reina Gobernadora (la muy liberal de cintura para abajo, igual que su rijosa su hija y el líder tradicionalista, Vázquez de Mella), la preparación de la citada «Gloriosa» y la posterior entronización de Amadeo de Saboya, en la proclamación de las dos repúblicas españolas (a pesar del guirigay masónico que había en tiempos de la primera), su participación en el Frente Popular de febrero del 36 y algún otro que se me habrá pasado por alto.
De todas maneras, el que un masón dedicado a la política se exprese políticamente en masón, hay que darlo por descontado. El masonismo es una ideología total, que modela a sus adeptos de acuerdo con unos principios y unos valores que, de uno u otro modo, conforman toda su vida. La esencia de las principales obediencias es, por un lado, el relativismo convertido en dogma (una monumental contradicción en sus propios términos), y la trilogía (Libertad, Igualdad y Fraternidad) de la Revolución francesa, la más brutal y funesta padecida por el mundo después de la Revolución soviética, hija de la anterior. A un católico consciente de su «filiación» no le cuesta ningún trabajo entender esta correlación entre pertenencia a una religión (y la masonería es una «religión» antirreligiosa por mucho que lo nieguen los propios masones) y su actuación pública. Pero hay un matiz que altera profundamente la forma de proceder de unos u otros. El político católico respetuoso con la libertad de los demás, no impone sus creencias a nadie, sino que propone soluciones políticas de acuerdo con una moral de amplio consenso al menos en los países de raíz cristiana. En cambio, el masón político impone, quiérase o no, cuando alcanza el poder ocultando su condición triangular, medidas que atentan contra las convicciones más profundas de grandes capas de la población.
Un ejemplo concretísimo y actual lo puede aclarar todo: es de sobra conocido que el presidente del Consejo General del Poder Judicial, don Carlos Dívar, es un católico piadoso, miembro de la Adoración Nocturna, pero no impone a los jueces que vayan a misa o dejen de ir. No mezcla las churras con las merinas. Simplemente aplicará, en su quehacer profesional –imagino yo- la Justicia de acuerdo con la Justicia misma, como es su obligación y exigen las creencias religiosas que dice profesar. Ahora bien, si de don Carlos Dívar lo sabemos todo y no oculta nada, ¿conocemos acaso si ZP es realmente masón como está publicado en más de un libro y yo recojo en el mío «Los masones en el Gobierno de España», a punto de aparecer en las librerías? ¿Cuántos ministros masones tenemos ahora en este país? A mi juicio la mayoría de ellos, así como muchos diputados socialistas nacionales y autonómicos, los dirigentes del tripartito catalán, y los de la Junta de Andalucía, y los del principado de Asturias, y acaso los de Aragón y de Castilla-La Mancha, y de las islas Baleares, igual que no pocos altos cargos de organismos varios y decisivos, ciertas universidades (especialmente la Carlos III), etc., etc. ¿Por qué no podemos saber quién es o deja de ser masón? ¿Por qué ese secretismo en una sociedad abierta, plural y democrática? ¿Qué es lo que tiene que esconder la masonería? ¿Tal vez es un desdoro o un delito pertenecer a ella? ¿Por qué no podemos conocer a los masones que puedan ocupar cargos de responsabilidad en la dirección de España, sus reinos de taifas y grandes capitales tal que Madrid? Ya sabemos, como nos recuerdan machaconamente los autores comprensivos con la «augusta» orden, caso de Ferrer Benimeli, que las instituciones masónicas no se implican directamente en política, pero los masones, «a título personal», ¿de dónde salen?, ¿y qué ideas tienen?, ¿y qué políticas practican? Esa es la cuestión, no vaya a suceder que al final estemos gobernados en todos los niveles por una sociedad secreta, absolutamente opaca, como las mafias delictivas, velada a los ojos de todos los ciudadanos. Algo así, si de verdad es así, ¿podría tolerarse en una democracia seria y rigurosa? ¿O es que la monarquía española no es realmente democrática y transparente?