O Dios o el dinero
Pocas veces Jesús se pone tan tajante como en el evangelio de este domingo. Junto al evangelio de la misericordia –Dios nos perdona siempre–, está también la disyuntiva de ponernos o de parte de Dios o alimentar los ídolos de nuestro corazón: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). No es compatible lo uno con lo otro, aunque nosotros pretendamos a veces poner una vela a Dios y otra al diablo.
¿De dónde viene esta incompatibilidad? El dinero no es malo en sí mismo, más aún, es necesario para sobrevivir. Por medio del dinero atendemos nuestras necesidades básicas de alimentación, vestido, casa, atención a la salud, etc. Dios no es enemigo de todo eso y quiere que estemos atendidos lo mejor posible. El dinero lo adquirimos como fruto del trabajo, de nuestro ingenio humano, de nuestra capacidad creativa, etc. Y eso también es bueno. Pero el dinero representa la seguridad que este mundo ofrece y, teniendo dinero, se nos abren muchas posibilidades. La clave de la disyuntiva no está por tanto en el dinero, sino en la alternativa de confiar en Dios o confiar en nuestros medios. No parece que sea compatible el amor al dinero (con todas las posibilidades que ofrece) y la confianza en Dios, que es nuestro Padre providente.
Siendo el dinero la puerta para tantas posibilidades en nuestra vida, el corazón humano desarrolla una actitud que le hace desear más y más. Cuando esta actitud se hace viciosa, entonces tenemos la codicia, la avaricia. Este vicio consiste en el deseo desordenado de tener más. Y no sólo dinero, sino cualquiera de los bienes de este mundo. La codicia, como cualquier otro vicio, nunca se ve satisfecha. Cuanto más la alimentas, más engorda. Y el avaricioso no descansa nunca con lo que tiene ni se amolda a las posibilidades que la vida le ofrece. El dinero entonces esclaviza, se convierte en un ídolo, la avaricia es una idolatría: “Apartaos de toda codicia y avaricia, que una idolatría” (Col 3,5), nos dice el apóstol San Pablo.
Cuando aparece la codicia en el corazón humano, uno se aleja de Dios y se incapacita para ayudar a los demás. Movido por la avaricia, el corazón humano se hace injusto y pierde su capacidad de solidaridad. Cuando uno lo quiere todo para sí, no percibe que lo recibido es también para compartirlo generosamente con los demás: su tiempo, sus cualidades, su dinero.
Por eso, Jesús se presenta en su vida terrena en actitud de pobreza y austeridad, y nos invita a seguir su ejemplo. Las circunstancias en la que Jesús vive no son pura casualidad, sino que expresan su ser más profundo. Nace pobre en Belén, vive en la austeridad y desprendimiento de quien, pudiendo tenerlo todo, prefiere no tenerlo para vivir colgado de su Padre Dios y muere pobrísimo en la cruz. Llama bienaventurados a los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos, y nos invita a seguirle por este camino.
Ciertamente, cada uno tiene derecho a tener lo que necesita para vivir. Pero la pregunta es por qué unos tanto y otros tan poco o nada. Y la respuesta apunta al egoísmo del corazón humano, que se queda con lo suyo y lo ajeno. Por eso, la severa advertencia de Jesús en este pasaje evangélico y en otros: no podéis servir a Dios y al dinero, porque el servicio a Dios no esclaviza nunca, sino que nos hace libres. Mientras que el servicio al dinero esclaviza siempre y es origen de muchos males.
Cuando Zaqueo recibió a Jesús en su casa, le salió espontáneo devolver lo que había robado a los demás en su vida, llevado por la usura, e incluso se hizo generoso repartiendo parte de sus bienes entre los pobres. Si dejamos que Jesús entre en nuestra casa, en nuestro corazón, nos hará generosos, desprendidos, solidarios y podremos escuchar de Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba.
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