El emperador celoso de la Asunción
Las razones de la elección de la fecha para la festividad no se encuentran (así lo aseguran los historiadores más recientes de la liturgia y de la espiritualidad) en la Roma pagana, sino en la antigua Jerusalén proto-cristiana.
por Vittorio Messori
La devoción a María está indiscutiblemente unida, para el pueblo de Dios, a las «gracias» obtenidas por intercesión suya: prodigios espirituales, es verdad, pero también físicos. Especialmente, las curaciones del cuerpo. Pues bien: la desvalorización actual, por parte de determinada teología, de los milagros -como si no tuvieran casi importancia en el sistema cristiano o se debieran, incluso, reprimir, como signo de «alienación» o de fe «no adulta»- esta desvalorización debe confrontarse con todo el Nuevo Testamento, comenzando por los Evangelios, no casualmente llenos de prodigios. Pero debe confrontarse, también, con toda la Tradición, comenzando desde los mismos principios de la Iglesia. Nosotros mismos ya hemos puesto en guardia de una especie de materialismo de quien va persiguiendo, en el cristianismo, sólo la prueba física, la intervención en los cuerpos. Cediendo así, pese a las buenas intenciones, a la misma parcialidad de quienes quisieran oponerse, los materialistas para los que existe solamente la «salud» y no la «salvación». En lo que se refiere a Lourdes -por elegir el ejemplo más clamoroso y en el hemos lanzado algunos sondeos- recordemos que la parte más imponente del prodigio que se verifica es, ciertamente, la que «no se ve», la que «no es comprobable» por ningún experto, porque se desarrolla en el secreto de las almas, con el milagro más grande de todos: el arrepentimiento, el perdón pedido y obtenido y la conversión. No se equivoca quien -ante determinados excesos o desviaciones de la, aunque rica y preciosa, con frecuencia conmovedora devoción popular mariana- observa: «Corremos el riesgo de pedirle a la Virgen demasiado las gracias y demasiado poco la Gracia». Por tanto, demasiada intercesión por cuestiones que, aunque urgentes e importantes, conciernen sólo a la vida terrena y no a la eterna. Con demasiada frecuencia, todos olvidamos las palabras que María dijo a su benjamina, a la pequeña preelegida para los encuentros en la Gruta: «No os prometo haceros felices en esta vida, sino en la otra». Es verdad; y se recuerda continuamente. Pero no por esto no tienen derecho de ciudadanía los Bureaux médicos, como el del gave: Kodràtos docet; y, con él, todos los apologistas, desde los comienzos mismos de la fe, que nunca han faltado en la Iglesia. Desde la perspectiva cristiana, la curación del cuerpo no es el prius; pero es siempre un signo, que no se debe olvidar, de la curación del corazón. La más antigua de las fiestas marianas es la que toda la Iglesia sigue celebrando hoy el 15 de agosto. «Toda» en el sentido pleno, siendo común, también, a los orientales, a los greco-eslavos, a los llamados «ortodoxos»: quienes, además, le dedican la primera mitad del mes, como preparación, y la segunda como acción de gracias, confirmando el lugar que ocupa, para ellos, la Theotókos. Llamada durante muchos siglos «Dormición de la Beata Virgen», la celebración ha recibido una confirmación aún más solemne con el último dogma proclamado, de momento, por un Papa: el de la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma, en 1950. Al definir este dogma, Pío XII no hizo más que definir solemnemente una verdad que los fieles siempre habían creído: es decir, la «necesidad» de que la carne de la Mujer que había dado carne al Hijo de Dios escapara a la corrupción de la carne. No sólo es extraordinaria la antigüedad de esta fiesta litúrgica, sino también la estabilidad de la fecha. Ésta no se fijó el día a mitad de agosto para cristianizar (como se escucha con frecuencia) las Feriae Augusti paganas, las fiestas en honor del emperador: de hecho, éstas tenían lugar el uno, no el quince, del mes. Más aún, de acuerdo con el monumental (cinco volúmenes) y riguroso Dizionario etimologico de Cortelazzo-Zolli, sólo a partir de principios del siglo XX se comenzó a llamar «Ferragosto» el mismo día en que la Iglesia celebra la Asunción de María. Antes de entonces, un tiempo muy cercano a nosotros, se entendía por «Ferragosto» el primer o (en algunas regiones) el décimo día del mes, cuando los señores daban una propina a los siervos y empleados para que se permitieran una comida más rica de lo habitual, al aire abierto, en honor del verano y a cambio de unas vacaciones que, entonces, no se conocían. Por tanto, nada de cristianización de una fiesta pagana, aunque esa perspectiva no nos escandalizaría en absoluto. Se escandalizan sólo quienes olvidan la palabra de Jesús: «No he venido a derogar, sino a perfeccionar» (Mt 5,17). El Evangelio no es una especie de meteorito que se abate sobre lo Sagrado de la humanidad destruyéndolo todo o, por lo menos, devastándolo, para después acampar en las ruinas. La encarnación del Verbo es respetuosa con la historia y con sus ritmos: completa, no destruye. Es una ley fundamental del cristianismo, que vale en todos sus aspectos: incluido también –o mejor, quizás sobre todo – todo lo que se refiere a la Virgen. La polémica, primero protestante y, después, racionalista, contra los arquetipos más profundos y eternos del homo religiosus, que vibran ciertamente en el culto católico a María, es una polémica que no impresiona a quien recuerda la constante evangélica de la encarnación, de la que hablábamos. Por el contrario, esta polémica miope confirma al devoto, consciente del valor del culto a la Madre de Dios y de la importancia de su papel, porque en él viven las aspiraciones más íntimas de la humanidad de todos los tiempos. Las razones de la elección de la fecha para la festividad no se encuentran (así lo aseguran los historiadores más recientes de la liturgia y de la espiritualidad) en la Roma pagana, sino en la antigua Jerusalén proto-cristiana. Ahí, aquel día, ya en la época constantiniana, tenía lugar una celebración mariana en la iglesia en el Monte de los Olivos, que la tradición señalaba y todavía señala, aunque entre discusiones entre arqueólogos (lo veremos), como el lugar de la Dormitio Mariae. Pues bien, muchos siglos después ocurrió un hecho que, sin que nadie lo sospechara, modificaría la historia de Europa: el 15 de agosto de 1769 nació en Córcega, en Ajaccio, un niño al que se impuso el nombre – entonces nada común – de «Napolione» (ésta es la grafia original en la fe de bautismo). Cuando aquel niño fatal creció y se convirtió en el desastre que conocemos, consideró embarazoso para él – y para sus cortesanos – un cumpleaños que coincidía con la fiesta religiosa más sentida por el pueblo francés. Además, el apuro aumentaba por el hecho de que, precisamente, en la festividad de la Asunción se celebraba la «coronación de Luis XIII». El rey que, el 15 de agosto de 1637, había proclamado un decreto solemne y oficial en el que ponía a toda la nación bajo la protección explícita de María. ¿Podía tolerar esto aquel que quería convertirse en fundador de una nueva dinastía no real, sino imperial, de forma que oscureciera el recuerdo de los reyes de Francia, cuyo último representante había sido guillotinado poco antes y que, a sus ojos, tenían también la culpa de haber sido «demasiado católicos», de haberle dado a la Iglesia incluso santos y beatos? Además, no era en absoluto agradable que, precisamente el día del cumpleaños del déspota, se entonara solemnemente el Magnificat, en el que resuenan palabras embarazosas para cualquier «grande de la tierra». Comenzando por el «derriba del trono a los poderosos»; y terminando con el «dispersa a los soberbios de corazón». No, no podía seguir así: había que limpiar el 15 de agosto de aquella presencia tan incordiante. Por tanto, con la complicidad de algunos obispos cortesanos (y con la del débil legado pontificio en París) se puso a buscar entre los antiguos listados litúrgicos, descubriendo que, en una época, en Roma se celebraba el martirio de un grupo de cristianos: Saturnino, Germano, Celestino y Neopolo. Descubierto esto, se pusieron a trabajar filólogos pagados que intentaron demostrar «científicamente» como, empezando por aquel Neopoli, por una serie de improbables modificaciones fonéticas, el nombre del santo llegó a pronunciarse Napoleo; del cual, en todo caso, nada se podía saber ni sabemos. El paso siguiente fue, naturalmente, un decreto oficial (es del 19 de febrero de 1806) que imponía la sustitución – no sólo en Francia, sino en todo el imperio – de la celebración de la Asunción con la del honor al inédito «san Napoleone». De esta manera, fiesta doble para el Estado: no sólo cumpleaños, sino también onomástica del parvenu, que creía poder doblegar a sus deseos incluso el calendario litúrgico y poder desenraizar del corazón de los pueblos la devoción a la Madre de Dios. En Roma, el valiente cardenal Michele Di Pietro (que sería encarcelado por oponerse al emperador) redactó, por orden del papa Pío VII, un enérgico memorial de protesta y de condena, en el que se declaraba «inadmisible que el poder civil sustituya el culto a la Asunción de la Virgen al Cielo con el de un santo desaparecido, con una ingerencia no tolerable de lo temporal en lo espiritual». Pero el carácter tiránico del régimen impidió la publicación del documento. Como confirmación de este carácter, no olvidemos que, un par de años después, el Papa fue tomado como rehén por los franceses, que lo llevaron prisionero primero a Savona y, después, a Fontainebleau. Naturalmente, el fin de Bonaparte marcó también el fin del culto al «santo» que se le había construido a medida. Y los pueblos subyugados al déspota pudieron volver a celebrar a su Virgen a mitad de agosto. En Francia se pudo volver a la antigua y amada devoción, también debido a un hecho especial que es recordado así por un historiador de hagiografía, Gérard Mathon: «El culto a este “san Napoleón”, nacido más de la labor interesada, lenta y continua de aduladores que de la historia, reveló un mérito sorprendente e inesperado: en efecto, sirvió para mantener el 15 de agosto como fiesta de precepto pues, si no, seguro que habría sido suprimida, como muchas otras, en los artículos orgánicos anexos al Concordato del 1801». Es decir, otro ejemplo de esas misteriosas «malicias de la historia» con las que nos encontramos frecuentemente, con emoción y sorpresa, quienes indagamos sobre la presencia escondida, y muy fuerte, de María en el mundo. El poderoso no sólo fue derribado de sede, de su trono fulgurante, sino que, al querer destronar, precisamente, a quien había entonado el Magnificat, terminó enraizando más aún su culto. Todavía hoy, después de muchas décadas y acontecimientos, toda Francia cierra por vacaciones cada día 15 de agosto, pues el carácter festivo de este día fue reafirmado por un emperador que pensaba actuar así para su gloria eterna. Una «eternidad» que no duró más que los ocho años transcurridos entre el decreto sobre el 15 de agosto dedicado a «san Napoleón» y la abdicación de marzo de 1814. Del cumpleaños imperial ahora se acuerdan sólo algunos especialistas en historia; por la Asunción, pese a todo, se detiene todavía gran parte de Occidente: descristianizado, quizás, pero no hasta el punto de dejar de tener, en su calendario, los tenaces signos marianos. A propósito de esto, hay que añadir algo que, tal vez, sea algo más que una curiosidad. Algo que parece indicar una misión bastante oportuna para Aquella que, recordémoslo una vez más, entonó: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes…». La misión de exorcizar las festividades solemnes de los grandes de la tierra que, con mucha frecuencia, son también tiranos. En efecto, si Napoleón nació en la fiesta de la Asunción, la primera aparición de Lourdes tuvo lugar el día que se habría convertido en onomástica de Adolf Hitler. Siempre me ha sorprendido que, por lo que yo sé, nadie parece haberse dado cuenta de esto: el 11 de febrero se celebra, entre otras, la festividad litúrgica de san Adolfo, precisamente aquel cuyo nombre se le dio al futuro Führer en la fuente bautismal de Braunau am Inn. Y lo que es aún más singular es que se trata de uno de los no numerosísimos santos alemanes antiguos, que había sido obispo de Osnabrueck. Así, Alemania hacia siglos que hacía fiesta en esta solemnidad. Y también la hizo aquel 1858, cuando comenzó en la remota Lourdes lo que sabemos. Quien se conforme, que hable de «casualidad» si quiere.
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