Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El presidente Reagan y el Papa Juan Pablo II


Juan Pablo a menudo me preguntó qué tal estaba Reagan y se entristeció notablemente al enterarse de que el Alzheimer le había privado de todos sus recuerdos, incluso de haber sido presidente. Dos hombres extraordinarios, que en paz descansen.

por George Weigel

Ronald Reagan y el Papa Juan Pablo II: dos de las personas más importantes de la segunda mitad del siglo XX tenían mucho en común. Ambos eran grandes actores y tenían un gran poder elocuente para cambiar la opinión y los corazones de los demás. Obtuvieron renombre a través de medios no convencionales que iban en contra de la lógica popular. Ambos tenían un acertado escepticismo sobre los convencionalismos habituales de sus oficinas y los dos intuían que los diplomáticos, con independencia de su experiencia, pueden tener una prudencia demasiado arraigada que les impide ver las oportunidades para actuar de forma audaz. Ambos sobrevivieron a un intento de asesinato y comprendieron de manera más profunda lo que significa la vida como vocación. Ahora, en Reagan’s Secret War: The Untold Story of His Fight to Save the World from Nuclear Disaster (La guerra secreta de Reagan: la historia nunca contada de su lucha por salvar al mundo del desastre nuclear) publicado por la editorial Crown y escrito por Martir y Annelise Anderson, aporta una nueva visión sobre la relación entre Reagan y Juan Pablo II mediante documentos del gobierno estadounidense que antes eran confidenciales. Los rasgos generales de la historia ya se conocen bastante bien: Juan Pablo II atrajo la atención de Reagan durante la primera y épica peregrinación del Papa a Polonia en 1979. Desencadenó lo que al cabo de un tiempo se convertiría en el Movimiento de Solidaridad, un movimiento que Reagan, un antiguo líder sindicalista, admiraría de manera instintiva. Poco después de su investidura, el presidente Reagan envío a su amigo (y futuro colaborador de la Santa Sede) William A. Wilson a Anchorage (Alaska) para recibir al pontífice en nombre de Reagan mientras su avión hacía una escala de repostaje. También conocemos los encuentros posteriores que mantuvieron ambos líderes en Roma y en Estados Unidos, así como la determinación de Reagan de impulsar el reconocimiento diplomático en Estados Unidos de la Santa Sede mediante un senador estadounidense que estaba nervioso sobre el anticatolicismo residual que existía en algunas partes del país. También se han escrito muchas estupideces, principalmente por Carl Bernstein (conocido por el escándalo de Watergate), como una teoría conspiradora sobre una relación basada durante años en una «Alianza Divina» según la cual Reagan y el Papa contrajeron un acuerdo secreto para acabar con el comunismo. Tal y como afirma el libro de Anderson, estas teorías fueron y siguen siendo una estupidez de dimensiones colosales, al igual que aquella reivindicación que se oía, sobre todo durante 1980, sobre que Juan Pablo II había acordado no criticar ni el despliegue de misiles estadounidense en Europa, ni la política estadounidense sobre Centroamérica. De ese modo, recompensaba a la Administración Reagan por haber apoyado el Movimiento Solidaridad. El libro revela que el Papa y el presidente mantuvieron abundante correspondencia, lo que implicó innumerables cartas. De hecho, el profesor Martin Andersons me explicó que eran, sin duda alguna, las cartas más interesantes que Reagan había escrito. Entre las cartas a las que se hace referencia en Reagan’s Secret War se encuentra una de enero de 1982 enviada desde la Casa Blanca al Vaticano. En esta carta, Reagan desvió el tema de conversación sobre lo ocurrió en Polonia (acaba de declararse la ley marcial) y habló sobre las esperanzas que albergaba de un desarme de verdad en lugar de un simple «control» de armas, en las negociaciones que estaban a punto de comenzar con la Unión Soviética en Ginebra. De hecho, el libro de Andersons esclarece que, para consternación de muchos de sus asesores más cercanos, Ronald Reagan era un abolicionista de las armas nucleares: realmente creía, como él mismo solía decir, que había que librar al mundo de las armas nucleares. Las medidas que empleaba para conseguirlo consistían en acelerar la capacidad militar de Estados Unidos para demostrar que nadie podría invadir el país, así como la iniciativa de la defensa estratégica como una póliza de seguros. Estas medidas fueron criticadas duramente por los controladores de armas más liberales, quienes tuvieron una gran influencia, por decirlo de alguna manera, en las deliberaciones de los obispos estadounidenses que estaban preparando la pastoral de la paz en 1983. Sin embargo, tal y como demuestra Andersons, Reagan fue la persona más radical en este asunto: el hombre que no estaba satisfecho sólo controlando la carrera armamentística, el hombre que quería volver a meter al genio nuclear dentro de la lámpara. Por lo tanto, los historiadores del catolicismo estadounidense le agradecerán a Andersons que haya esclarecido lo equivocadas que estaban las presunciones que surgieron sobre «El desafío de la paz». Durante las conversaciones que mantuve con el último pontífice, Juan Pablo a menudo me preguntó qué tal estaba Reagan y se entristeció notablemente al enterarse de que el Alzheimer le había privado de todos sus recuerdos, incluso de haber sido presidente. Dos hombres extraordinarios, que en paz descansen.
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