¿Otra virtud más?
Se nos pasa la vida distraídos en mirarnos el ombligo en vez del alma, sin fijarnos en tanta belleza como hay fuera de nosotros y puede haber en nuestra alma. Si viviésemos atentos, seríamos poetas, seríamos místicos.
Existen muchas virtudes. Las primeras, las teologales: fe, esperanza y caridad, de la que la caridad es la reina. Luego vienen las cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Humanas y magníficas. Luego hay muchas, alguna de ellas, como la humildad, que no me explico que no figure entre las cuatro –cinco con ella– cardinales. Tal vez porque sea una delicadísima mezcla de las otras cuatro. Y podríamos hacer una lista interminable, empezando por aquellas que en las bienaventuranzas merecen las promesas de Cristo. La limpieza de corazón, pariente de la templanza, la mansedumbre, caridad y fortaleza para responder al mal con el bien, misericordia, paz, etc. Hay una, poco conocida y menos usada, que es la benedicencia –hablar siempre bien de los demás, decir cosas agradables de ellos–, hermana pequeña, pero guapísima, de la caridad y muy barata de practicar. Por eso me parece excesivo intentar incrementar la lista de virtudes. ¡Otra más! Éramos pocos y parió la abuela. Pero leyendo un libro de Simone Weil me he encontrado con una virtud que no esperaba, que nunca hubiese considerado como tal y que ahora me parece magnífica: la atención. Es muy frecuente que vayamos por la vida como una maleta. Más aún, como unos calcetines, enrollados sobre sí mismos, dentro de una maleta, dentro del maletero del coche, mientras éste pasa por paisajes maravillosos. Se nos pasa la vida distraídos en mirarnos el ombligo en vez del alma, sin fijarnos en tanta belleza como hay fuera de nosotros y puede haber en nuestra alma. Si viviésemos atentos, seríamos poetas, seríamos místicos. Pero, aparte de la atención al mundo que nos rodea, la más importante de las atenciones es a eso que hay dentro de nosotros y que es más íntimo que lo más íntimo de nosotros mismos. Eso que guarda intacta nuestra inocencia aunque creamos que nos la hemos dejado a jirones en el mundo. Eso que es el centro de gravedad alrededor del que gira todo lo que somos. Eso que nos pone en contacto con todos los hombres de todos los tiempos. Atención a Dios. A Dios Padre. Si fuésemos atentos, nos daríamos cuenta del abrazo continuo de Dios Padre por todas partes. Que el aire que respiramos está lleno de su presencia. Que la brisa que nos acaricia está impregnada de su amor y su misericordia. A Dios Hijo. Si fuésemos atentos, notaríamos la mano de Cristo en nuestro hombro en todo momento. Tranquilizadora, sedante, amiga. Notaríamos su latido. Levantaríamos la vista y veríamos su rostro, apacible, sonriente, profundo. Agradeceríamos que nos haya regalado la salvación. A Dios Espíritu Santo. Si fuésemos atentos no se nos pasarían de largo sus inspiraciones, sus sugerencias. Oiríamos su susurro en nuestros oídos, suave y enérgico, insinuante y categórico, suplicante y firme a la vez. Siempre tranquilizador, aunque nos pida cosas heroicas. Hay gente que dice: Yo nunca he oído a Dios. ¿Cómo vamos a oírle si no entrenamos la virtud de la atención? Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros «silenciosos» movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando. Eso es todo. Hay que aprender a percibirlo. Si fuésemos atentos sentiríamos a Dios aunque no estuviésemos atentos. Viviríamos en la atención. En una atención supraconsciente. Dios estaría atento en nosotros. Como estas ideas nacen de Simone Weil, que no de mí, no quiero dejar de reseñar aquí algunas frases de la fuente original de las mismas. Están sacadas de un libro suyo que se llama «La pesateur et la grâce» (Creo que está editado en español, pero no estoy seguro). El propio libro no es más que una recopilación de frases. Yo no he hecho más que poner juntas algunas de ellas, por lo que pueden parecer un poco desconexas entre sí. Pero creo que no tienen desperdicio para ilustrar esa virtud que a mí me ha descubierto: la atención. «Tratar de remediar los fallos a base de atención, no de voluntad. La voluntad no actúa sino sobre algunos movimientos de algunos músculos, asociados a la representación del desplazamiento de objetos próximos. Yo puedo querer poner mi mano plana sobre la mesa. Si la pureza interior o la inspiración o la verdad del pensamiento estuviesen necesariamente asociadas a actitudes de este tipo, podrían ser objeto de la voluntad. Como no es así, no podemos hacer otra cosa que implorarlas. Implorarlas es creer que tenemos un Padre en los cielos. ¿O cesar de desearlas? ¿Qué hay peor que eso? La súplica interior es lo único razonable porque evita agotar los músculos que no tienen nada que ver en el asunto. ¿Qué hay más estúpido que agotar los músculos y apretar las mandíbulas a propósito de la virtud o de la poesía [...]? La atención es una cosa completamente diferente. El orgullo es uno de esos agotamientos. Hay una falta de gracia (en el doble sentido de la palabra) en el orgulloso. Es el efecto de un error. Hay esfuerzos que tienen un efecto contrario al buscado (ejemplo: devotos amargados, falsos ascetismos, ciertas devociones, etc.). Otros son siempre útiles, incluso si no se consigue nada». «¿Cómo distinguirlos? Tal vez: Los primeros están acompañados de la negación (mentirosa) de la miseria interior. Los segundos de la atención concentrada continuamente en la distancia entre lo que se es y lo que se ama». «La atención, en su más alto grado, es lo mismo que la oración. Presupone la fe y el amor. La atención sin el menor grado de mezcla, es oración. La oración está hecha de atención. La oración es la orientación hacia Dios de toda la atención de que el alma es capaz. La calidad de la oración está para muchos en la calidad de la atención. La calidez del corazón no puede suplirla. Sólo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios, cuando la oración es lo bastante intensa y pura como para que el contacto se establezca; pero toda la atención debe estar orientada hacia Dios». «La atención extrema es lo que constituye en el hombre la actitud creadora y no hay atención extrema que no sea religiosa. La cantidad de genio creador de una época es rigurosamente proporcional a la cantidad de atención extrema y, por tanto, de auténtica religiosidad de esa época». (Me parece que hoy en día vivimos en un mundo con un terrible déficit de atención y, por tanto, de auténtica religiosidad). «La atención está unida al deseo. No a la voluntad, sino al deseo. O más exactamente, al consentimiento». «Liberamos energía en nosotros mismos. Pero se aprisiona de nuevo incesantemente. ¿Cómo liberarla toda? Tenemos que desear que eso sea hecho en nosotros. Desearlo verdaderamente. Simplemente desearlo, no intentar lograrlo. Porque toda tentativa en ese sentido es vana y se paga cara. En semejante labor, todo lo que llamo yo debe ser pasivo. Se requiere de mí la atención plena, esa atención tan plena que el yo desaparece. Privar de la luz de la atención a todo lo que llamo yo es orientarla hacia lo inconcebible». «Una inspiración divina opera infaliblemente, irresistiblemente, si no se aparta de ella la atención. Si no se la rechaza. No hay que hacer una elección a su favor, basta con no rechazarla y reconocer que está». «La atención orientada con amor hacia Dios (o, en menor grado, a hacia todo lo auténticamente bello) hace inevitables cosas imposibles. Esa es la acción no actuante de la oración en el alma. Hay comportamientos que velarían esta atención si se produjesen y que, recíprocamente, esta atención hace imposibles. Los valores auténticos y puros de la verdad, la belleza y el bien se producen, en la actividad de un ser humano, por un solo y único acto, una cierta aplicación sobre el objeto de la plenitud de la atención». «El poeta produce belleza por la atención fija sobre lo real. Lo mismo con el acto de amor. Saber que ese hombre que tiene hambre y sed existe realmente, tanto como yo –eso basta, el resto se sigue por sí mismo». «El mejor apoyo de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, no nos dará piedras. Al margen incluso de toda creencia religiosa explícita, cuantas veces un ser humano realiza un esfuerzo de atención con el único propósito de hacerse más capaz de captar la verdad, adquiere esa mayor capacidad, aun cuando su esfuerzo no produzca ningún fruto visible. Un cuento esquimal explica así el origen e la luz: El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó. Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la luz, el deseo de luz produce luz. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará el alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer. Los esfuerzos inútiles realizados por el cura de Ars durante largos y dolorosos años para aprender latín, aportaron sus frutos en el discernimiento maravilloso que le permitía percibir el alma misma de los penitentes detrás de sus palabras. Incluso detrás de su silencio. La atención es un esfuerzo; el mayor de los esfuerzos quizá, pero un esfuerzo negativo. Por sí mismo no implica fatiga. Cuando la fatiga se deja sentir, la atención ya casi no es posible, a menos que se esté bien adiestrado; es preferible entonces abandonarse, buscar un descanso y luego, un poco más tarde, volver a empezar, dejar y retomar la tarea como se inspira y se espira. Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga valen infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas que lleva a decir con el sentimiento del deber cumplido: he trabajado bien». «Pero, a pesar de las apariencias, es también mucho más difícil. Hay algo en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo que la carne rechaza el cansancio. Ese algo está mucho más próximo del mal que la carne. Por eso en la oración, cuanto más estemos deseando levantarnos y dejarla, más debemos mantenermos firmemente anclados a ella. Por eso, cuantas veces se presta verdadera atención, se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Si la atención se enfoca en ese sentido, un cuarto de hora de atención es tan valioso como muchas buenas obras». «Los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados. Pues el hombre no puede encontrarlos por sus propias fuerzas y, si se pone en su búsqueda, sólo encontrará en su lugar falsos bienes, cuya falsedad no sabrá discernir». «No es sólo el amor a Dios lo que tiene por sustancia la atención. El amor al prójimo, que como sabemos es el mismo amor, está formado de la misma sustancia. Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es cosa muy rara, muy difícil; es casi –o sin casi– un milagro. Casi todos los que creen tener esta capacidad, en realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la piedad, no son suficientes. La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: ¿cuál es tu tormento?, es saber que el desdichado existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una categoría social que porta la etiqueta «desdichados», sino como hombre, semejante en todo a nosotros, que fue un día golpeado y marcado con la marca inimitable de la desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber dirigirle una cierta mirada. Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser al que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Solo es capaz de ello quien es capaz de atención». ¿No es un hallazgo magnífico el de la virtud de la atención?
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