Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La insoportable banalidad de la corrección política


No es un bueno que hace todo bien. Pero como aborrece de la corrección política, tampoco es un icono del relativismo imperante. Es un buscador que trata de no equivocarse y de hacer lo justo.

por José Ángel Agejas

Más allá de las formas maleducadas y de su pose cínica, House se ha mostrado siempre como un buscador. Y en todos los ámbitos en los que esa característica puede aplicarse a un hombre: un buscador del sentido, del amor verdadero, del éxito profesional, de la excelencia de sus pupilos, de la amistad verdadera… No cabe ninguna duda de que la serie ha sido uno de los productos televisivos más inteligentes de los últimos años. De esos que han hecho que algunos nos reconciliemos con la pantalla y hayamos dejado de llamarla «caja tonta», no sólo porque haya perdido esa forma. Si tengo que subrayar una cualidad de Gregory House —lleno de múltiples defectos, como todos— es, precisamente, que no soportaba la corrección política, esa manía de dejarse llevar por la opinión dominante. Si alguien se tomara la molestia de analizar la opinión dominante, se daría cuenta de que es la ausencia de opinión, de un juicio elaborado conforme con pruebas plausibles que me acercan al conocimiento de la verdad. La opinión dominante se construye sobre el eslogan, la caricatura, la falsa tolerancia que se apoya en el relativismo y en consenso. Las sesiones de trabajo con su equipo son un incómodo reto por encontrar la única explicación posible que permita curar al paciente. En ellas no aparece el cínico que campea por los pasillos del hospital. ¿Entonces? House aparenta creer que lo que no es científico no tiene explicación satisfactoria. De ahí esa pose. Pero si realmente estuviera convencido de que para el enigma de la vida (no de la enfermedad) no hay explicación, adoptaría otra postura más cómoda y coherente. Esconde su debilidad tras el cinismo: en el fondo, sabe que para encontrar el sentido de la vida tiene que salir de sí, abandonar la seguridad de su egoísmo y apostar por el amor y la amistad. Y eso no es fácil. La medicina como excusa House no es, pues, una clásica serie de médicos, como tantas que rellenan las parrillas televisivas. Aquí el ejercicio de la medicina es el campo de batalla en el que chocan las grandes decisiones, los paradigmas que nos tocan más dentro: no se trata de sobrevivir, de curarse, de solucionar un enigma sin más. Se trata de saber qué es lo que quiero hacer con mi vida. En apariencia la lucha de House contra el cronómetro que acelera el agravamiento de los síntomas del paciente es un reto a su ciencia, a su inteligencia. Pero en todo paciente se ve él reflejado: vivir no es sobrevivir, es pervivir —seguir viviendo a pesar del tiempo o de las dificultades, dice la RAE—. Y eso no se soluciona con un cómo, sino con un para qué. Los capítulos de la serie, por tanto, enseñan muy bien a usar la inteligencia, todas las formas de inteligencia: la científica y pragmática, pero también la moral y la religiosa. Porque las preguntas por el sentido no se solucionan en el primer nivel, el de la ciencia positiva, sino en los otros dos, los que explican el para qué de mis decisiones en particular, y del conjunto de mi vida en general. Una moral sin moralina La historia de House es una historia esencialmente humana: la de la lucha de la persona por descubrir el sentido de su existencia, sólo en apariencia caduca y débil, puesto que siente en lo más hondo el anhelo por perdurar. No es la de un superhéroe que tiene solucionado todo de antemano. Es la del héroe humano, la del que lucha por encontrarse a sí mismo a través de la lucha por la vida; la del que se esfuerza por encontrar el amor aunque se acobarda por un egoísmo que cree más poderoso que él mismo; la del que pelea por acoger la auténtica amistad, la de quien le tiende la mano cuando más lo necesita, aunque desconfía de los demás tanto como de sí mismo. Y todo esto es una historia moral y religiosa a la vez. En lo moral, House no aplica recetas mágicas, sino que ejercita la olvidada virtud de la prudencia: buscar el fin más justo y los medios más aptos para alcanzarlo. Por eso no tiene respuestas facilonas, al estilo de las series patrias, sobre el aborto o la eutanasia. Y se deja conmover por un embrión que sobrevive a su pesimista diagnóstico que apostaba por el aborto terapéutico. No es un bueno que hace todo bien. Pero como aborrece de la corrección política, tampoco es un icono del relativismo imperante. Es un buscador que trata de no equivocarse y de hacer lo justo. Porque al final, siempre busca salvar la vida del paciente. El reto intelectual de descifrar el enigma de la enfermedad es el medio que le estimula para lograrlo. A los amantes de lo políticamente correcto esto les descoloca: el final feliz no es fruto del buenismo, sino de la lucha interior y exterior. Como la mayoría de las veces en la vida real: ¿quién ha dicho que hacer el bien —el auténtico— es fácil? La religión de la esperanza Y lo mismo sucede con la actitud frente a la religión. Judíos, protestantes o católicos, todos son objeto de sus lacerantes ironías. Pero con la fe mantiene el mismo reto que con la moral: no descarta que Dios tenga algo que decirle, aunque se esconda tras su racionalismo. Hubo un famoso capítulo: «House contra Dios» que situaba bien los términos del combate, que en esa ocasión acabó en tablas. En otro diálogo, un sacerdote le recriminaba que se comportase como si no le importase nada, cuando estaba allí salvando vidas. En su tono cínico respondía, «salvar vidas sólo es un daño colateral», metiéndose en su caparazón de racionalista que sólo busca resolver enigmas teóricos. Pero el sacerdote no se dejó amilanar: «no buscas que te den la razón. Más bien, creo que buscas a alguien que te haga ver que te equivocas para darte esperanza. ¿Quieres creer, no?». Lejos de escandalizarse, pues, por los retos de House, hay que alegrarse de que interpele desde su ironía y cinismo. Porque, como dijo Chesterton, para entrar en la iglesia Dios pide que nos quitemos el sombrero, no la cabeza. Y nuestra cabeza tiene que abrirse camino entre las tinieblas de las dudas para encontrar la luz. Del mismo modo que la voluntad debe luchar contra los vicios del pecado, para alcanzar el bien: el católico no es el santo, sino el que lucha por serlo. Y algo de todo eso hay en House. *José ángel Agejas es profesor de Ética General y Profesional de la Universidad Francisco de Vitoria
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