Testigos de amor y de perdón
Ha habido momentos de especial virulencia, como las persecuciones durante el Imperio romano. Pero el siglo XX se lleva la palma, como lo atestiguan la persecución hitleriana, y las soviética y china. La que tuvo lugar en España entre 1934 y 1939 no les queda a la zaga.
El martirio pertenece a la entraña misma de la fe cristiana. Mártir fue Jesucristo, mártires fueron los apóstoles, muchos obispos y no pocos papas de los primeros siglos, y mártires han sido, con mucha frecuencia, los primeros evangelizadores y evangelizados de los países donde se implantaba el cristianismo. Ha habido momentos de especial virulencia, como las persecuciones durante el Imperio romano. Pero el siglo XX se lleva la palma, como lo atestiguan la persecución hitleriana, y las soviética y china. La que tuvo lugar en España entre 1934 y 1939 no les queda a la zaga.
La Iglesia no busca intencionadamente el martirio. Más aún, desea que todos sus hijos puedan vivir en paz su fe y que ninguno sea represaliado por tratar de vivir como discípulo de Jesucristo. Sin embargo, cuando se encuentra ante la alternativa de conservar la vida o traicionar fe, la Iglesia no duda en aceptar la muerte, antes que ser infiel a su Fundador. No importan la edad ni las demás circunstancias. De hecho, en la persecución española antes citada, murieron sacerdotes y religiosos en plena juventud, otros en la madurez de su vida, otros cuando daban clase en un colegio de enseñanza o regían una diócesis como obispos.
La Iglesia exige dos condiciones indispensables para declarar que alguno de sus hijos es mártir: sufrir la muerte “por odio a la fe” y “morir perdonando”, como Cristo perdonó en la Cruz a quienes le estaban matando. De tal modo que, cuando existe la más mínima duda sobre alguno de estos requisitos, la Iglesia no les incluye en su martirologio. La Iglesia que peregrina en España es una Iglesia de mártires, pues -como ha recordado la Conferencia Episcopal Española- “fueron muchos miles los que entonces ofrecieron ese testimonio supremo de fidelidad”. Ahora, el domingo 13 de octubre próximo, beatificará solemnemente en Tarragona a más de quinientos.
Burgos es una tierra en la que la fe en Jesucristo está muy arraigada desde hace siglos. Eso explica, entre otras cosas, que haya sido un campo feraz de vocaciones sacerdotales y religiosas. No es de extrañar, por tanto, que cuente con abundantes mártires. Limitándonos a la beatificación de Tarragona, 68 religiosos burgaleses recibirán oficialmente la palma del martirio. Todos dieron su vida por Cristo fuera de nuestra geografía. Muchos en Levante, bastantes en Madrid, Cataluña y Aragón; y algunos otros en ésta o aquella provincia.
La diócesis, como tal, no ha seguido el proceso de beatificación de ninguno de ellos, pues lo han llevado a cabo sus respectivas familias religiosas. Sin embargo, como es lógico, la diócesis estará presente en la magna ceremonia de Tarragona. Y, como es lógico también, yo concelebraré junto con otros muchos obispos de España.
En vísperas de tan magno acontecimiento, invito a todos los cristianos burgaleses -y a los hombres y mujeres que quieran escucharme-, a pensar en estas palabras del Vaticano II: “La Iglesia siempre ha creído que los mártires, que han dado con su sangre el supremo testimonio de fe y de amor, están íntimamente unidos a nosotros en Cristo. Por eso, los venera con especial afecto e implora piadosamente la ayuda de su intercesión” (Constitución dogmática sobre la Iglesia, n. 50). Y estas otras de Benedicto XVI: “Es decisivo volver a recorrer la historia de la fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse entre santidad y pecado” (Porta fidei, n. 13).
A la luz de ambos testimonios no es difícil afirmar con verdad que “la beatificación del Año de la fe es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad” españolas, porque “vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón” (Conferencia Episcopal Española). Un amor y un perdón que tanto necesitan muchas personas de nuestra patria.
La Iglesia no busca intencionadamente el martirio. Más aún, desea que todos sus hijos puedan vivir en paz su fe y que ninguno sea represaliado por tratar de vivir como discípulo de Jesucristo. Sin embargo, cuando se encuentra ante la alternativa de conservar la vida o traicionar fe, la Iglesia no duda en aceptar la muerte, antes que ser infiel a su Fundador. No importan la edad ni las demás circunstancias. De hecho, en la persecución española antes citada, murieron sacerdotes y religiosos en plena juventud, otros en la madurez de su vida, otros cuando daban clase en un colegio de enseñanza o regían una diócesis como obispos.
La Iglesia exige dos condiciones indispensables para declarar que alguno de sus hijos es mártir: sufrir la muerte “por odio a la fe” y “morir perdonando”, como Cristo perdonó en la Cruz a quienes le estaban matando. De tal modo que, cuando existe la más mínima duda sobre alguno de estos requisitos, la Iglesia no les incluye en su martirologio. La Iglesia que peregrina en España es una Iglesia de mártires, pues -como ha recordado la Conferencia Episcopal Española- “fueron muchos miles los que entonces ofrecieron ese testimonio supremo de fidelidad”. Ahora, el domingo 13 de octubre próximo, beatificará solemnemente en Tarragona a más de quinientos.
Burgos es una tierra en la que la fe en Jesucristo está muy arraigada desde hace siglos. Eso explica, entre otras cosas, que haya sido un campo feraz de vocaciones sacerdotales y religiosas. No es de extrañar, por tanto, que cuente con abundantes mártires. Limitándonos a la beatificación de Tarragona, 68 religiosos burgaleses recibirán oficialmente la palma del martirio. Todos dieron su vida por Cristo fuera de nuestra geografía. Muchos en Levante, bastantes en Madrid, Cataluña y Aragón; y algunos otros en ésta o aquella provincia.
La diócesis, como tal, no ha seguido el proceso de beatificación de ninguno de ellos, pues lo han llevado a cabo sus respectivas familias religiosas. Sin embargo, como es lógico, la diócesis estará presente en la magna ceremonia de Tarragona. Y, como es lógico también, yo concelebraré junto con otros muchos obispos de España.
En vísperas de tan magno acontecimiento, invito a todos los cristianos burgaleses -y a los hombres y mujeres que quieran escucharme-, a pensar en estas palabras del Vaticano II: “La Iglesia siempre ha creído que los mártires, que han dado con su sangre el supremo testimonio de fe y de amor, están íntimamente unidos a nosotros en Cristo. Por eso, los venera con especial afecto e implora piadosamente la ayuda de su intercesión” (Constitución dogmática sobre la Iglesia, n. 50). Y estas otras de Benedicto XVI: “Es decisivo volver a recorrer la historia de la fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse entre santidad y pecado” (Porta fidei, n. 13).
A la luz de ambos testimonios no es difícil afirmar con verdad que “la beatificación del Año de la fe es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad” españolas, porque “vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón” (Conferencia Episcopal Española). Un amor y un perdón que tanto necesitan muchas personas de nuestra patria.
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