Mirar al futuro con la audacia del realismo
¿Puede ocurrir que un día, más bien cercano, sea borrada del mapa del mundo la civilización europea? No se trata de ser alarmistas. Pero hay que usar la inteligencia que Dios nos ha dado y salir de la cárcel del egoísmo, cuyo horizonte es el disfrute inmediato.
En una ocasión, una persona, tan sabia como creyente, me decía: “En nuestra existencia hay dos clavos de los cuales pende todo: el de “la vida”, en el plano biológico, y el de “la fe”, en el plano cristiano”. Es verdad, si falla la vida, todo lo demás sobra. Y si se pierde la fe, se derrumba todo el edificio espiritual. Por este motivo, pocas cosas pueden merecer más la pena que defender la vida y la fe de las personas. Quizás esto explique por qué todas las culturas hayan defendido siempre la vida humana y que el derecho a la vida y el respeto de la dignidad de la persona sean valores que la Declaración Universal de los Derechos Humanos propone como fundamento para la convivencia.
Nuestra cultura presenta un panorama ambivalente sobre la vida. Por un lado, no regatea esfuerzos y apoyos para combatir las enfermedades y lograr que nuestra vida tenga cada vez mayor calidad. Gracias a Dios se han logrado avances extraordinarios y estamos a la espera de que pronto podamos vencer algunas enfermedades que todavía se resisten. En medicina prenatal ha habido logros realmente espectaculares, gracias a los cuales hoy son posibles terapias e incluso operaciones intrauterinas en beneficio de los no nacidos.
Frente a todo esto, no acaba de dar el paso hacia una situación que orille definitivamente lo que el Beato Juan Pablo II calificó como “cultura de la muerte”. Más aún, algunas élites, que se autoproclaman progresistas, siguen enarbolando esa cultura como logros y adquisiciones irrenunciables.
Las cosas han llegado a tal punto en las sociedades occidentales que se ha invertido completamente la pirámide poblacional, con una desproporcionada base de niños y jóvenes, frente a una cúspide, también desproporcionada, de personas mayores. Los demógrafos hablan ya de “emergencia” biológica, porque estas sociedades están arriesgando no sólo su bienestar sino su misma existencia. No es una exageración. Pensemos, por ejemplo, lo que ocurre en una familia donde no nacen niños. No sólo arriesga la calidad del mañana, cuando necesite, además de medios económicos, cariño y atención amorosa. Arriesga su misma existencia, porque llegará un momento en el que nadie podrá tomar el relevo y asegurar el apellido.
Por tanto, lo verdaderamente realista y progresista es, incluso desde el punto de vista utilitarista, la transmisión, educación y cuidado de la vida. Por mal que suene a tantos, el traer hijos al mundo sigue siendo una aportación absolutamente prioritaria para nuestras sociedades occidentales. Pienso que haríamos bien en repasar la historia de la caída del Imperio Romano y el traspaso de su grandeza a los bárbaros. Porque el desprecio y menosprecio por la vida fue una de sus principales causas. Personalmente, siempre he sentido vértigo cuando estudio las grandes cristiandades que se asentaron en Oriente y en el Norte de África, muchas de las cuales han desaparecido por completo. ¿Puede ocurrir que un día, más bien cercano, sea borrada del mapa del mundo la civilización europea? No se trata de ser alarmistas. Pero hay que usar la inteligencia que Dios nos ha dado y salir de la cárcel del egoísmo, cuyo horizonte es el disfrute inmediato.
Los gobiernos deben tomar buena nota de lo que ya está sucediendo y poner remedios eficaces en pro de la trasmisión y educación de la vida humana. Todo lo que sea favorecer la maternidad: desde los horarios labores adecuados hasta la conservación del puesto de trabajo, pasando por ayudas a los niños en edad escolar, el transporte, mayores desgravaciones fiscales, ayudas para la vivienda y un largo etcétera es tener visión de futuro y apostar por el mañana. La Jornada por la Vida, que los católicos de España hemos celebrado el pasado 25 de marzo, viene a recordarnos todo esto y a estimularnos en la aplicación de medidas eficaces en pro de la vida humana.
Nuestra cultura presenta un panorama ambivalente sobre la vida. Por un lado, no regatea esfuerzos y apoyos para combatir las enfermedades y lograr que nuestra vida tenga cada vez mayor calidad. Gracias a Dios se han logrado avances extraordinarios y estamos a la espera de que pronto podamos vencer algunas enfermedades que todavía se resisten. En medicina prenatal ha habido logros realmente espectaculares, gracias a los cuales hoy son posibles terapias e incluso operaciones intrauterinas en beneficio de los no nacidos.
Frente a todo esto, no acaba de dar el paso hacia una situación que orille definitivamente lo que el Beato Juan Pablo II calificó como “cultura de la muerte”. Más aún, algunas élites, que se autoproclaman progresistas, siguen enarbolando esa cultura como logros y adquisiciones irrenunciables.
Las cosas han llegado a tal punto en las sociedades occidentales que se ha invertido completamente la pirámide poblacional, con una desproporcionada base de niños y jóvenes, frente a una cúspide, también desproporcionada, de personas mayores. Los demógrafos hablan ya de “emergencia” biológica, porque estas sociedades están arriesgando no sólo su bienestar sino su misma existencia. No es una exageración. Pensemos, por ejemplo, lo que ocurre en una familia donde no nacen niños. No sólo arriesga la calidad del mañana, cuando necesite, además de medios económicos, cariño y atención amorosa. Arriesga su misma existencia, porque llegará un momento en el que nadie podrá tomar el relevo y asegurar el apellido.
Por tanto, lo verdaderamente realista y progresista es, incluso desde el punto de vista utilitarista, la transmisión, educación y cuidado de la vida. Por mal que suene a tantos, el traer hijos al mundo sigue siendo una aportación absolutamente prioritaria para nuestras sociedades occidentales. Pienso que haríamos bien en repasar la historia de la caída del Imperio Romano y el traspaso de su grandeza a los bárbaros. Porque el desprecio y menosprecio por la vida fue una de sus principales causas. Personalmente, siempre he sentido vértigo cuando estudio las grandes cristiandades que se asentaron en Oriente y en el Norte de África, muchas de las cuales han desaparecido por completo. ¿Puede ocurrir que un día, más bien cercano, sea borrada del mapa del mundo la civilización europea? No se trata de ser alarmistas. Pero hay que usar la inteligencia que Dios nos ha dado y salir de la cárcel del egoísmo, cuyo horizonte es el disfrute inmediato.
Los gobiernos deben tomar buena nota de lo que ya está sucediendo y poner remedios eficaces en pro de la trasmisión y educación de la vida humana. Todo lo que sea favorecer la maternidad: desde los horarios labores adecuados hasta la conservación del puesto de trabajo, pasando por ayudas a los niños en edad escolar, el transporte, mayores desgravaciones fiscales, ayudas para la vivienda y un largo etcétera es tener visión de futuro y apostar por el mañana. La Jornada por la Vida, que los católicos de España hemos celebrado el pasado 25 de marzo, viene a recordarnos todo esto y a estimularnos en la aplicación de medidas eficaces en pro de la vida humana.
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