Beatificación de los mártires
Los mártires que serán beatificados, como el resto de aquella persecución, escribieron y rubricaron con su sangre una de las páginas más impresionantes de la fe cristiana y de la Iglesia católica en España
Llegan en seguida las vacaciones estivales con el merecido descanso. En ellas solemos olvidarnos de muchas cosas. Hay una que no quisiera que la pasásemos al olvido. Se trata de la beatificación, en Tarragona, el próximo octubre, de varios centenares de mártires de la persecución religiosa acaecida en España el pasado siglo. No debe pasarnos desapercibido que fue también Tarragona el lugar de los primeros mártires de la Hispania Romana, en el siglo II: San Fructuoso y San Augurio. Todo un signo para esta beatificación
Los mártires que serán beatificados, como el resto de aquella persecución, escribieron y rubricaron con su sangre una de las páginas más impresionantes de la fe cristiana y de la Iglesia católica en España. Fueron y constituyen hoy un signo del arraigo y de la vitalidad de la fe, y ofrecen una señal de futuro y esperanza, para el tiempo presente. Ellos llegaron a conocer a Dios, al Dios verdadero, vivieron de Él y murieron ante Él y por Él, y así recibieron y nos dan la gran esperanza, aquella esperanza que entraña que somos definitivamente amados, suceda lo que suceda, por Dios, que es Amor, y que este gran Amor nos espera (cf. Benedicto XVI).
La Iglesia nunca beatifica a los de un bando sino a los que han sido mártires en la fe, testigos de la gran esperanza, a los que sufrieron la muerte en testimonio supremo de Jesucristo, rey del universo. No pertenecieron a ningún bando de ninguna guerra civil que, por supuesto, ellos no quisieron ni promovieron y que todos lamentamos con dolor como una gran desgracia entre hermanos. Sin duda que hubo otras personas asesinadas injustamente, pero no fueron mártires. Los mártires no reabren heridas, más bien las cierran, y nos hacen mirar al futuro, dirigir nuestra mirada a Dios Amor, y mostrarnos el camino del amor y el perdón, signo vivo y creíble de Dios Amor, por el que dieron su vida, como camino de futuro y de paz, puerta abierta a la gran esperanza que redime y salva: la que «debería llegar a muchos, la que debe llegar a todos» (Benedicto XVI). En los mártires «la puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive y muere de otra manera, se le ha dado una vida nueva que es una vida plena y eterna» (cf. Benedicto XVI). Esa vida nueva es la que expresa el querer de Dios, inmenso en su bondad y misericordia infinitas, la que refleja su voluntad de salvación universal, la que cumple y practica sus mandamientos, los cuales se resumen en el amor a Dios por encima de todo y al prójimo como a nosotros mismos. Estos son los mártires testigos de esperanza, puerta abierta a la esperanza y al futuro.
La sangre martirial constituye como la tierra cultivada, en que ahonda sus raíces y da frutos de caridad y vida nueva el viejo árbol de nuestra Iglesia; su memoria revitaliza la savia del Espíritu Santo y la hace crecer con renovado vigor. Nuestra moderna sociedad, permisiva y pluralista, tiende a hacer obsoleto el martirio, y a despojarle de su significación, porque olvida a Dios, vive sin Dios, está sin Dios, se cierra a la esperanza; y así interpreta el martirio en claves ajenas a la verdad con categorías culturales, sociales o políticas. Los cristianos, tal vez, llevados por la secularización dominante, hemos perdido disponibilidad para el martirio, para la confesión pública de la fe, para la vida nueva de los mandamientos de Dios y del amor a los otros, abierta y basada en la fe en Dios y en la esperanza. Son muchos, no obstante, los que hoy también en muchas partes del mundo están sufriendo el martirio por la fe cristiana; pero reconozcamos que falta en nuestro mundo occidental fe confesante, testimonio de cristianos, que se gloríen del nombre de cristiano, dispuestos a dar su vida hasta el extremo. El mundo necesita de testigos del Dios vivo, católicos que en todo, en sus obras y en sus palabras den testimonio vivo y real de la fe en Jesucristo. El mundo de hoy necesita de cristianos que estén prestos a confesar a Cristo públicamente, y en todo lugar y circunstancia, delante de los hombres o en la soledad, y a seguirle por el camino de la Cruz. Necesitamos que Dios siga concediendo a su Iglesia el don y la gracia del testimonio martirial que siempre ha acompañado y acompaña su vida y su historia, como muestra esa pléyade inmensa de mártires del pasado siglo XX que en octubre serán beatificados, como otros ya lo han sido y otros muchos que vendrán después. Que ellos nos ayuden, su plegaria, su intercesión y su sangre derramada son garantía de un grande futuro para la Iglesia en España.
© La Razón
Los mártires que serán beatificados, como el resto de aquella persecución, escribieron y rubricaron con su sangre una de las páginas más impresionantes de la fe cristiana y de la Iglesia católica en España. Fueron y constituyen hoy un signo del arraigo y de la vitalidad de la fe, y ofrecen una señal de futuro y esperanza, para el tiempo presente. Ellos llegaron a conocer a Dios, al Dios verdadero, vivieron de Él y murieron ante Él y por Él, y así recibieron y nos dan la gran esperanza, aquella esperanza que entraña que somos definitivamente amados, suceda lo que suceda, por Dios, que es Amor, y que este gran Amor nos espera (cf. Benedicto XVI).
La Iglesia nunca beatifica a los de un bando sino a los que han sido mártires en la fe, testigos de la gran esperanza, a los que sufrieron la muerte en testimonio supremo de Jesucristo, rey del universo. No pertenecieron a ningún bando de ninguna guerra civil que, por supuesto, ellos no quisieron ni promovieron y que todos lamentamos con dolor como una gran desgracia entre hermanos. Sin duda que hubo otras personas asesinadas injustamente, pero no fueron mártires. Los mártires no reabren heridas, más bien las cierran, y nos hacen mirar al futuro, dirigir nuestra mirada a Dios Amor, y mostrarnos el camino del amor y el perdón, signo vivo y creíble de Dios Amor, por el que dieron su vida, como camino de futuro y de paz, puerta abierta a la gran esperanza que redime y salva: la que «debería llegar a muchos, la que debe llegar a todos» (Benedicto XVI). En los mártires «la puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive y muere de otra manera, se le ha dado una vida nueva que es una vida plena y eterna» (cf. Benedicto XVI). Esa vida nueva es la que expresa el querer de Dios, inmenso en su bondad y misericordia infinitas, la que refleja su voluntad de salvación universal, la que cumple y practica sus mandamientos, los cuales se resumen en el amor a Dios por encima de todo y al prójimo como a nosotros mismos. Estos son los mártires testigos de esperanza, puerta abierta a la esperanza y al futuro.
La sangre martirial constituye como la tierra cultivada, en que ahonda sus raíces y da frutos de caridad y vida nueva el viejo árbol de nuestra Iglesia; su memoria revitaliza la savia del Espíritu Santo y la hace crecer con renovado vigor. Nuestra moderna sociedad, permisiva y pluralista, tiende a hacer obsoleto el martirio, y a despojarle de su significación, porque olvida a Dios, vive sin Dios, está sin Dios, se cierra a la esperanza; y así interpreta el martirio en claves ajenas a la verdad con categorías culturales, sociales o políticas. Los cristianos, tal vez, llevados por la secularización dominante, hemos perdido disponibilidad para el martirio, para la confesión pública de la fe, para la vida nueva de los mandamientos de Dios y del amor a los otros, abierta y basada en la fe en Dios y en la esperanza. Son muchos, no obstante, los que hoy también en muchas partes del mundo están sufriendo el martirio por la fe cristiana; pero reconozcamos que falta en nuestro mundo occidental fe confesante, testimonio de cristianos, que se gloríen del nombre de cristiano, dispuestos a dar su vida hasta el extremo. El mundo necesita de testigos del Dios vivo, católicos que en todo, en sus obras y en sus palabras den testimonio vivo y real de la fe en Jesucristo. El mundo de hoy necesita de cristianos que estén prestos a confesar a Cristo públicamente, y en todo lugar y circunstancia, delante de los hombres o en la soledad, y a seguirle por el camino de la Cruz. Necesitamos que Dios siga concediendo a su Iglesia el don y la gracia del testimonio martirial que siempre ha acompañado y acompaña su vida y su historia, como muestra esa pléyade inmensa de mártires del pasado siglo XX que en octubre serán beatificados, como otros ya lo han sido y otros muchos que vendrán después. Que ellos nos ayuden, su plegaria, su intercesión y su sangre derramada son garantía de un grande futuro para la Iglesia en España.
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