Por una ética social
La dimensión social no es algo añadido al ser del hombre, sino que está dentro de la entraña de su vocación al plan unitario de Dios
Cada día se afirma más y con mayor extensión, gracias a Dios, la necesidad de una ética social. Incluso algunos medios de comunicación, de una forma u otra, se hacen eco del debate sobre la existencia o no de una ética propiamente social y sobre su fundamento. Hay posturas para todos los gustos: algunos dicen que la ética es, por definición, privada (y que todo lo demás es «derecho», entendido como derecho positivo); otros aseguran que sólo cabe hablar de una ética social consensuada; pero tampoco faltan quienes hablan de una moral social que se fundamenta en Dios.
Ciertamente uno de los problemas más graves que nos están sucediendo es reducir la ética, lo mismo que la religión, al ámbito de lo privado. La ciencia, la política, la economía, los medios de comunicación, la enseñanza, etc., tendrían, en consecuencia, su propia dinámica, sus propias leyes «objetivas» e inexorables que deberían cumplirse sin introducir ahí ningún factor moral, pues, según este parecer, las distorsionaría o no pasaría de ser más que expresión de un puro voluntarismo sin eficacia real. De esta forma desembocamos en una amoralidad sistemática de muchos mecanismos de la sociedad, y en la subjetivización y privatización de la moral, lo que nos encamina a un relativismo ético que socava los cimientos de la convivencia.
Si no pudiéramos, por otra parte, afirmar una ética social, asentada en último término sobre la verdad del hombre reconocida y aceptada por todos, y si todo lo referente a la sociedad se hubiese de regular únicamente por el derecho positivo, establecido éste en cualquier caso por las vías del poder o de la decisión de unos –mayorías o minorías que se imponen sobre el resto–, y no sobre criterios y valores éticos comunes fundamentales y válidos por sí mismos, nos veríamos encaminados al predominio del más fuerte sobre el más débil y peligraría la sociedad democrática.
No podemos olvidar, además, la índole social del hombre y que la ética afecta a todo el hombre en todas sus dimensiones, como manifestación de la verdad que es. La realidad concreta del hombre integra dimensiones sociales y personales, unidas inseparablemente. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad están mutuamente condicionados.
El principio, el sujeto y el fin de las instituciones y de las realidades y relaciones sociales es y debe ser la persona humana, en su dignidad inviolable, la cual por su misma naturaleza y vocación tiene necesidad de la vida social. Por eso lo ético no puede quedar reducido al plano de lo privado individual o al mundo de las intenciones subjetivas. También las realidades y las instituciones sociales, como todo lo humano, deben ser interpretadas y reguladas por categorías éticas, anteriores a la determinación positiva por la vía del Derecho.
No se ve, por lo demás, cómo puede subsistir una sociedad sin un bagaje moral comúnmente compartido y respetado. No hay sociedad que garantice la libertad y el bienestar de los ciudadanos sin la sujeción a una común norma moral que sea independiente, sobre la que se asiente el derecho positivo, y esté por encima de los intereses de los poderosos y del juego de las mayorías o del consenso siempre cambiante.
Desde la fe, pero también desde la razón humana y desde el reconocimiento de la capacidad de ésta para alcanzar la verdad asequible a todos, ciertamente podemos y debemos hablar de una moral social que se fundamenta en Dios, en el haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Existe una semejanza, como reconoce la fe cristiana, entre la comunión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor. La dimensión social no es algo añadido al ser del hombre, sino que está dentro de la entraña de su vocación al plan unitario de Dios. La vocación de Dios al hombre incluye la llamada de éste al dominio y cuidado del mundo, a la ordenación de su propia vida en la sociedad y a la dirección de su historia a lo largo de los siglos. La separación entre los «asuntos temporales o sociales» y los «individuales o los referentes a la salvación eterna» contrarían la unidad del proyecto de Dios y degrada y empequeñece la grandeza y la unidad de la persona humana.
Todo lo dicho tiene grandes repercusiones, por ejemplo en el campo de la economía, pero también en el de las restantes esferas de la vida social. No puede haber economía sin moral, ni otras realidades sociales al margen de la moral. El relativismo es su peor enemigo.
A propósito del relativismo: acabo de leer el libro «Hablando con el Papa. 50 españoles reflexionan sobre el legado de Benedicto XVI», que prologa Jaime Mayor Oreja. Todo el libro merece la pena. Sus autores –creyentes y agnósticos, filósofos, teólogos, políticos, científicos, economistas, empresarios, artistas y deportistas– reflexionan sobre diversos aspectos del riquísimo legado de pensamiento de Benedicto XVI. En el prólogo de Mayor Oreja, podemos encontrar una de las páginas mejores, más lúcidas y más penetrantes que, al menos yo, he leído sobre el relativismo; dan mucho que pensar y tienen mucho que ver con la ética social. Recomiendo vivamente su lectura.
© La Razón
Ciertamente uno de los problemas más graves que nos están sucediendo es reducir la ética, lo mismo que la religión, al ámbito de lo privado. La ciencia, la política, la economía, los medios de comunicación, la enseñanza, etc., tendrían, en consecuencia, su propia dinámica, sus propias leyes «objetivas» e inexorables que deberían cumplirse sin introducir ahí ningún factor moral, pues, según este parecer, las distorsionaría o no pasaría de ser más que expresión de un puro voluntarismo sin eficacia real. De esta forma desembocamos en una amoralidad sistemática de muchos mecanismos de la sociedad, y en la subjetivización y privatización de la moral, lo que nos encamina a un relativismo ético que socava los cimientos de la convivencia.
Si no pudiéramos, por otra parte, afirmar una ética social, asentada en último término sobre la verdad del hombre reconocida y aceptada por todos, y si todo lo referente a la sociedad se hubiese de regular únicamente por el derecho positivo, establecido éste en cualquier caso por las vías del poder o de la decisión de unos –mayorías o minorías que se imponen sobre el resto–, y no sobre criterios y valores éticos comunes fundamentales y válidos por sí mismos, nos veríamos encaminados al predominio del más fuerte sobre el más débil y peligraría la sociedad democrática.
No podemos olvidar, además, la índole social del hombre y que la ética afecta a todo el hombre en todas sus dimensiones, como manifestación de la verdad que es. La realidad concreta del hombre integra dimensiones sociales y personales, unidas inseparablemente. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad están mutuamente condicionados.
El principio, el sujeto y el fin de las instituciones y de las realidades y relaciones sociales es y debe ser la persona humana, en su dignidad inviolable, la cual por su misma naturaleza y vocación tiene necesidad de la vida social. Por eso lo ético no puede quedar reducido al plano de lo privado individual o al mundo de las intenciones subjetivas. También las realidades y las instituciones sociales, como todo lo humano, deben ser interpretadas y reguladas por categorías éticas, anteriores a la determinación positiva por la vía del Derecho.
No se ve, por lo demás, cómo puede subsistir una sociedad sin un bagaje moral comúnmente compartido y respetado. No hay sociedad que garantice la libertad y el bienestar de los ciudadanos sin la sujeción a una común norma moral que sea independiente, sobre la que se asiente el derecho positivo, y esté por encima de los intereses de los poderosos y del juego de las mayorías o del consenso siempre cambiante.
Desde la fe, pero también desde la razón humana y desde el reconocimiento de la capacidad de ésta para alcanzar la verdad asequible a todos, ciertamente podemos y debemos hablar de una moral social que se fundamenta en Dios, en el haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Existe una semejanza, como reconoce la fe cristiana, entre la comunión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor. La dimensión social no es algo añadido al ser del hombre, sino que está dentro de la entraña de su vocación al plan unitario de Dios. La vocación de Dios al hombre incluye la llamada de éste al dominio y cuidado del mundo, a la ordenación de su propia vida en la sociedad y a la dirección de su historia a lo largo de los siglos. La separación entre los «asuntos temporales o sociales» y los «individuales o los referentes a la salvación eterna» contrarían la unidad del proyecto de Dios y degrada y empequeñece la grandeza y la unidad de la persona humana.
Todo lo dicho tiene grandes repercusiones, por ejemplo en el campo de la economía, pero también en el de las restantes esferas de la vida social. No puede haber economía sin moral, ni otras realidades sociales al margen de la moral. El relativismo es su peor enemigo.
A propósito del relativismo: acabo de leer el libro «Hablando con el Papa. 50 españoles reflexionan sobre el legado de Benedicto XVI», que prologa Jaime Mayor Oreja. Todo el libro merece la pena. Sus autores –creyentes y agnósticos, filósofos, teólogos, políticos, científicos, economistas, empresarios, artistas y deportistas– reflexionan sobre diversos aspectos del riquísimo legado de pensamiento de Benedicto XVI. En el prólogo de Mayor Oreja, podemos encontrar una de las páginas mejores, más lúcidas y más penetrantes que, al menos yo, he leído sobre el relativismo; dan mucho que pensar y tienen mucho que ver con la ética social. Recomiendo vivamente su lectura.
© La Razón
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