Solzhenitsyn tenía razón
Si tuviésemos que elegir a una figura literaria del pasado siglo XX que, por motivos varios, hubiese estado en el ojo del huracán debido a la hostilidad de los medios, seguramente, hablaríamos del insigne premio Nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn, autor del best-seller Archipiélago Gulag en 1973.
Su nombre siempre estuvo en las papeletas, en la diana de la denostación, a menudo de manera casi caricaturesca, por continuos y manidos estereotipos que se le atribuyeron a lo largo de una vida repleta de dificultades. Desde su consideración como célebre pesimista hasta la etiqueta de profeta del destino o la del tipo chapado a la antigua en aquel tiempo, Solzhenitsyn fue presa fácil del encasillado mediático, del poder inquisitorial del sistema y del dedo índice del señalamiento.
Sin embargo, muchos de sus críticos y detractores se equivocaron, mordieron el polvo y, así, serían laminados no por las críticas al escritor, sino porque sus columnas y artículos no se ajustaban a la verdad según avanzaban los años. El tiempo da y quita razones o, tal vez, Solzhenitsyn tenía razón en predicciones que iban de lo social a lo económico pasando por el clima espiritual que se respiraba en la extinta Unión Soviética y, de manera prolongada, en países occidentales que le habían acogido a lo largo de su exilio. Ciertamente, él no fue el que se equivocó entonces y, viendo los derroteros del presente, sus vaticinios respecto a nuestro Occidente también han resultado certeros.
Es evidente que su nombre no era ajeno a la controversia suscitada con su sola presencia dentro y fuera del país que le había visto nacer aquel duro invierno de diciembre de 1918, cinco meses después de que Lenin ordenase dar matarile a la familia imperial y la Cheka soviética triste y vilmente se pusiera de moda. Antes, el 5 de septiembre de 1918, el decreto del Terror Rojo había entrado en vigor y el escritor, de manera paralela, se convertía en hijo de una misma revolución, pero con efectos e intenciones radicalmente opuestos a los de Lenin.
Ahora, decenas de años más tarde, en este oscuro y turbio primer cuarto del siglo XXI, solemos recurrir a enfoques visionarios de Chesterton, distopías de Orwell, Huxley y Bradbury, o puntos de vista morales y espirituales de Belloc, Campbell, Tolkien o Eliot en el difícil intento de seguir el rastro a nuestro declive para procurar entender lo que ocurre a un mundo y civilización occidentales al borde del precipicio, irrevocable destino hacia el que, en caída libre, nos dirigimos sin solución de continuidad.
El hecho de que aquellos barros hayan propiciado estos lodos no es más que la prueba fehaciente de lo que el disidente soviético se atrevió a decir en su discurso en la Universidad de Harvard en junio de 1978. Su experiencia existencial, indudablemente, le permitía hablar con el suficiente conocimiento de las desgraciadas causas acaecidas a lo largo de sus días. Sin ir más lejos, ocho años en un campo de concentración, además de no ser plato de buen gusto, eran bagaje más que suficiente para hacernos una idea de su percepción sobre la opresión y el totalitarismo de estado vigentes en una Unión Soviética sometida al bolchevismo.
Por otro lado, la decisión de Solzhenitsyn junto con el valor y prestigio ganados a pulso representaban el retrato de alguien que, por derecho propio, podía reflejar un toque de atención desde el punto de vista de la continua y persistente observación de víctima de un sistema. La experiencia es un grado y el estigma del gulag no era más que una rotunda evidencia de su duro penar en vida.
El discurso de Aleksandr Solzhenitsyn en la Universidad de Harvard, el 8 de junio de 1978, se tituló 'El mundo escindido'. Puedes ver aquí el texto en inglés, y aquí el texto en español traducido directamente del ruso, idioma en el que fue pronunciado.
En el recorrido por un discurso absolutamente recomendable, sorprenden situaciones de clarividencia, brillantez y contundencia en un análisis no exento de puntualizaciones sobre aspectos que irremisiblemente estaban llamados a ser indignos compañeros de viaje de este nuestro decadente presente.
Hablar de verdad en Harvard es hacer un guiño a su lema (Veritas) e historia, jugar una baza segura, moverse en un territorio abonado al peso y éxito de la tradición académica y universitaria. Así, no es de extrañar que, al principio de su exposición, estableciese verdades como puños al objeto de plasmar la equidistancia de mundos divididos por la Guerra Fría y satelizados en torno a la URSS y los EE.UU. Luego, y con el dictado de la Biblia como testigo en lo referente a la imposibilidad de pervivencia de un reino u hogar divididos, el escritor soviético también citaba la fracción, causante de la incipiente disensión que nos asola como consecuencia de la línea divisoria del mundo occidental y el resto de civilizaciones; entre ellas, los países del Tercer Mundo.
En el desarrollo de su alocución, Solzhenitsyn abordó diversos puntos que, a su entender, representaban el tortuoso camino hacia la debacle de Occidente. Por ejemplo, hizo mención a la cobardía generalizada como consecuencia de la pérdida del valor, de la valentía, de los arrestos necesarios para que una sociedad castrada tolerase el mandato y gobernabilidad de dirigentes de escaso talante y excesivo descrédito. Para muestra, un botón, el de estos lares patrios. Desgraciadamente, está a la orden del día.
Paradójicamente, según el escritor, el pueblo alarmantemente adolecía de la necesaria dosis de reacción ante el poder de élites promotoras del caos, la desigualdad e, incluso, el terrorismo. Como resaltaba en su discurso, "cuando la vida se teje con estambres legalistas surge una atmósfera de mediocridad moral capaz de paralizar los más nobles impulsos humanos".
Por otra parte, también aludía a la cada vez más extensivas situaciones de depresión, ansiedad y desequilibrios mentales como resultado de un falso espejismo del estado de bienestar, presa fácil para absurdos e incomprensibles climas de competición, confrontación y exaltación del materialismo. De esta manera, los egoísmos siempre ejercerían su retorcida y torticera fuerza para aniquilar cualquier intento de éxito del bien común. Si, además, añadimos las nuevas turbulencias sociales en cuestiones varias provocadas por la bochornosa necedad intelectual y las profundas carencias legislativas de nuestros gestores vía ministerios, el caldo de cultivo del odio y la discordia no para de consolidarse en gran parte de una sociedad maniatada, sumisa, subvencionada y aletargada.
En tercer lugar, Solzhenitsyn hacía hincapié en el giro de la libertad hacia el Mal hasta el punto de que el nuevo rumbo había servido para establecer vastos límites, con interpretaciones sui generis, en el legalismo de nuestra existencia. De hecho, concluía que si era cruel vivir bajo un régimen comunista sin la objetividad de un marco legal, no distaba mucho de esa crueldad el hecho de que cualquier sociedad estuviese única y exclusivamente regida por "designios" legales. Por todo ello, la proliferación de la inmoralidad o la decadencia hacia el fondo de un abismo moral no se alejaban de los preceptos recogidos en el integrador concepto de una libertad desnortada, la del imperante sinsentido que nos abruma ahora que lógica y sentido común parecen haber partido hacia el exilio.
¿Y los medios de comunicación? Hace casi cinco décadas, Solzhenitsyn lanzaba una andanada contra la línea de flotación de una prensa tan superficial y manipulada que, como marionetas, permitía que sus cuerdas se movieran al ritmo y antojo de las modas y movimientos impuestos, obviando teorías, tendencias y aspectos de gran resonancia en el proceso histórico de una nación. La exclusión o el revisionismo de estos temas evidenciaban la abundante y sesgada presencia ideológica en cuestiones académicas, culturales y el control de la información. Esto también nos suena, ¿no?
Ante esa presión, la sociedad cae en la trampa y se inclina hacia la alternativa del socialismo con la consiguiente destrucción de la moral y el espíritu. No hay salida y opciones como las ofrecidas por la modernidad sólo refrendan la búsqueda de caminos erróneos entre múltiples vericuetos y diversas vicisitudes de nuestras vidas.
Alcanzado el techo del desarrollo social, se produce un fenómeno que se traduce en una gran carestía, la de la voluntad del hombre, a su vez acompañado por la sobredosis de un antropocentrismo en el que el ser humano se despista existencialmente hasta el punto de olvidar su relación con Dios con la comodidad y la prosperidad como testigos presenciales.
Por este motivo, ante tal turbio escenario, Solzhenitsyn acababa su discurso con una invitación a la luz, a nuestra propia redención y encuentro con nuestras señas de identidad a través de la búsqueda del fuego espiritual que ilumine nuevas vías en el desierto que atravesamos con una nueva visión de un ser humano alejado del "maltrato" generalizado de las circunstancias de un presente al que ni pueden ni deben faltar el toque de Dios y la supresión de restricciones en la conciencia humana.
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