Martes, 24 de septiembre de 2024

Religión en Libertad

La verdad del padre Custodio Ballester

Custodio Ballester
"Hoy, la verdad, además de ofender, no parece alinearse con los amigos del control, la tiranía, la dictadura y el fin de nuestras libertades", escribe Emilio Domínguez (foto: padre Custodio Ballester).

por Emilio Domínguez Díaz

Opinión

Vivimos y mantenemos un firme pulso ante días en los que tibieza y complejos proliferan elevados a la enésima potencia por el temor a decir la verdad sobre infames e impactantes decisiones del entorno judicial que, si Santa Catalina de Siena levantara la cabeza y pronunciase alguna de sus lapidarias frases, sin duda, sería llevada ante la arbitraria Justicia actual por cantar las verdades del barquero al mundo entero. Aunque pueda parecer anacrónico, en estas lides y por estos lares, cualquier tiempo pasado parece haber sido mejor y, sin duda, más ecuánime.
 
Esta reflexión viene a cuento de la reciente suspensión de la cita del padre Custodio Ballester en los Juzgados de Málaga inicialmente prevista para el 23 de septiembre.
 
El motivo del aplazamiento no ha trascendido, pero, confiando en la Divina Providencia, no estaría de más apoyar el pensamiento de aquello de "la verdad os hará libres" en base a las palabras del sacerdote que, viendo los derroteros de este mundo occidental en ruinas, se atrevió a poner el dedo en la llaga con una objetiva opinión sobre el yihadismo y el islamismo que no dista de la realidad que vivimos, esa que lleva sufriendo los violentos azotes de sus practicantes más radicales. A múltiples y repetidas pruebas podemos remitirnos.
 
Al parecer, nuestro incómodo presente requiere impositivos filtros como pueden ser las amenazas lanzadas vía denuncias o citaciones judiciales, banquillos de acusados, sentencias o estancias en prisión por el mero hecho de, objetivamente hablando, expresar una determinada opinión que, para más inri y aunque algunos prefieran correr un tupido velo, se ve lamentablemente refrendada por una interminable sucesión de trágicos acontecimientos en países europeos.
 
Como recordará, querido lector, la suma de 2+2 es 5 o, según O'Brien y el Ministerio de la Verdad en "1984" de G. Orwell, lo que en uno u otro momento interese al sistema por el "bien" y "bienestar" de sus conciudadanos. Obviamente, nada más lejos de la realidad. Ahora, los dictados del globalismo tienen la potestad de dar el resultado final o, ya que hablamos de cifras, blanquear datos y porcentajes de acuerdo con subterfugios y taimados intereses ideológicos.
 
Hoy, la verdad, además de ofender, no parece alinearse con los amigos del control, la tiranía, la dictadura y el fin de nuestras libertades. El sesgado relato, por otra parte, no admite protestas ante la dirigida intolerancia de los gestores del pensamiento único, ese que rige nuestros designios con la sutil connivencia de instituciones y organizaciones sumisas al poder de turno.
 
Y, aparte de ese rol antagónico que la verdad representa ante estas élites, también parece haberse transformado en el "cuerpo del delito", en causa de señalamiento, estigmatización y ataque contra los que, como el sacerdote catalán, se atreven a cumplir con las palabras de la santa antes referida: ¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas porque, por haber callado, el mundo está podrido! Desgraciadamente, la sintomatología y deriva de nuestro Occidente bien pueden ratificar la incertidumbre e inseguridad de las que somos atónitos testigos.
 
Aquí y ahora, en tiempos convulsos, es cuando se ha de alzar la voz contra los que, personalmente enriquecidos por planes, agendas, subvenciones o proyectos han crecido en vileza, soberbia o las decadentes adicciones del relativismo, esas que proclaman lo relativo –incluso la objetividad de las estadísticas–, el fin de la inmutabilidad de la verdad, de valores o virtudes de una civilización que, como declaró el acusado, se ve atacada por la sobredosis de "radicalismo y violencia de, en este caso, yihadistas e islamistas."
 
Evidentemente, la verdad, la objetiva certeza de aquella declaración y hechos de 2017, no ha hecho más que –no sólo en Europa— aumentar en el número de "casos aislados" de practicantes de una fe cuyas violentas evidencias no se ajustan, por ejemplo, al profundo conocimiento del credo que comulgan.
 
Según Reinares y García-Calvo, un paupérrimo 11% de esos radicales conocen a fondo la religión que supuestamente practican, por la que viven y, en su éxtasis de episodios violentos, matan no sólo fuera de sus países, sino dentro de fronteras en las que la muerte puede interpretarse de muchas maneras por cuestiones de raza, sexo o religión.
 
Recordando la anterior alusión –y advertencia– de Orwell, la ignorancia es fuerza, ese poder capaz de hacer actuar a algunos sin conocimiento de causa o intelecto a la vez que, con esas acciones descontroladas, condenar al resto de individuos de la misma etnia, nacionalidad, religión, profesión, etc.
 
La generalización siempre ha conllevado esa ilógica vinculación, un arrastre e injusto señalamiento a tu prójimo más cercano. Ya se sabe aquello de los daños colaterales.
 
En esta situación el hombre olvida que la libertad principalmente depende de una  verdad capaz de dar rienda suelta a la razón, el pensamiento o su propia voluntad. También, esa condición nos permite identificar lo veraz, lo cierto, la autenticidad que, salvo sorpresa, es más coqueta y atractiva que la farsa practicada por los actores de la mentira.
 
Siempre que contemos con la fuerza de la verdad y su sinceridad, la capacidad de interactuar o promover las relaciones sociales será mucho más potente y efectiva. Sin duda.
 
Por eso, hemos de obviar el desastre que suponen nuestros errores, esos que nublan nuestra inteligencia y dividen voluntades en el, en muchas ocasiones, sibilino ejercicio de mentir, de decir medias verdades o callar como puertas porque la tibieza o los complejos se hayan postulado como incómodos acompañantes en el camino de cobardía, inacción, desidia o comodidad al que irremisiblemente nos están guiando.
 
El hombre sin habla, sin libertad, sin el don de la palabra no es más que un oscuro y cobarde observador del tiempo que vive, de esos momentos que, como a San Ramón Nonato le tocó en suerte, le obligan a echar el candado en sus labios y sellar una voz que advierte de peligros mientras clama justicia, prófuga y desaparecida en una actualidad no exenta de la inseguridad propiciada por los que, con la hostilidad de su presencia e intereses, socavan los cimientos de nuestra cultura y civilización, de un mundo encaminado al más profundo de los abismos.
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