Chesterton desde su atalaya
Entre las páginas del Oxford English Dictionary no sólo podemos encontrar que Gilbert Keith Chesterton fue el autor de las novelas del padre Brown, sino también que habló y escribió sobre la cultura y civilización occidentales.
Seguramente así fue y es conveniente recordarlo ahora que nos acercamos a la conclusión del primer cuarto del siglo XXI en tiempos en los que ambas, cultura y civilización, no parecen atravesar su mejor estado de forma. De virtudes y valores, ni hablamos. Habrá que dirigirse al exilio para empezar a reclutarlos.
Los continuos ataques a Occidente en tan variados frentes, los complejos -llamémoslo así-, otros estilos de vida o religiones y la consentida y consabida proliferación de enemigos, internos y externos, han ido calando poco a poco para provocar ese acelerado e institucionalizado declive de nuestro entorno.
Hoy 30 de julio de 2023, que celebramos el centésimo primer aniversario de la conversión de Chesterton al catolicismo, el mundo sigue abonado a esa cansina presencia del Mal que nos asola. Tenemos todas las papeletas: desde los insistentes tambores de guerra en Europa oriental hasta el uso de perversos disfraces por parte de nuestra némesis. Así, el antagónico protagonista parece, para nuestra desgracia, gozar de muy buena salud y estar entrenado para cualquier campo en el que, como pez en el agua, acostumbra a echar su pérfida red y depositar su maligno estigma.
Como pensador, no podemos negar que Chesterton fue exponente de un firme posicionamiento en cuestiones globales ante esa enorme perspectiva, ese poliédrico retrato capaz de reunir imágenes tan diversas como las proporcionadas por el arte, la economía, la familia, la educación o el gobierno de su nación.
Sin ir más lejos, su compromiso con la cultura fue superlativo; sobre todo, con el propósito de educar a la hora de enseñar, y dar sentido a la vida y al papel que, como personas, desempeñamos a lo largo de nuestra existencia.
De igual forma que el pensamiento, la educación no ha de entender de límites y está encaminada a actuar como nexo de unión con el hilo conductor del cristianismo. Ni que decir tiene que tanto el conocimiento como el don de palabra siempre otorgaron a Chesterton una privilegiada atalaya para hablar con propiedad y ventaja respecto al resto de los mortales.
Bien entendida, por ejemplo, la capacidad conciliadora del cristianismo pudo haber sido clave en el empleo del distributismo como propuesta económica enraizada en esa ideología que, junto con Hilaire Belloc, promovió. Los conceptos de una enseñanza establecida sobre sólidos fundamentos católicos han de ser garantes del desarrollo generalizado en diferentes ámbitos sin la necesidad de dividir o seccionar, acciones a las que, por sesgados intereses, nos han ido acostumbrando de manera paulatina en nuestro mundo actual. Es lo que tiene esa innata capacidad de algunos para gestar odio y promover la fracción social.
Respecto al arte, Chesterton no enarbolaría la bandera de la modernidad artística o tendencias culturales encaminadas a despreciar al individuo, a la humanidad o a un público al que se le podía privar de conocer biografías tan significadas como las que escribiría sobre Charles Dickens o San Francisco de Asís. Las tendencias artísticas actuales, no cabe duda, estarían en el ojo del huracán de sus recensiones.
Es indudable, pues, que el propósito de sus contenidos reafirmaba legado y tradición del siglo XIX en Inglaterra además de la continuidad referencial de autores como William Shakespeare, William Wordsworth o Walter Scott. Por otra parte, Chesterton se fijó en aspectos existenciales del santo para definir su actitud ante la vida y su trascendente trayectoria humana, capaz, desde la humildad y la pobreza más absolutas, de transformar con creces la historia de su tiempo y de siglos venideros.
El concepto de familia en Chesterton es otro ejemplo que, de manera imperativa, se puede trasladar a nuestro tiempo y a esa crisis intencionadamente provocada por ingenieros y constructores de esos dudosos proyectos de ingeniería social que, además de provocar y provocar –digo bien por partida doble– vergüenza ajena en muchos casos, no son más que la exteriorización de complejos pretéritos llevados a la pasarela de modas subvencionadas para satisfacer egos, pagar el final de la "obra" y cubrir los posibles defectos de sus gestores y asesores. Así, para el escritor, la fortaleza de la familia radica en su núcleo, en el centro, en el corazón y corazones de sus miembros que, como aquellos animales que viven, se defienden o cazan en manada, multiplican su valor unitario con la suma y apoyo del resto.
En cuestiones gubernamentales, extrapolables a la pluralidad de otros gobiernos del orbe, el Nuevo Orden Mundial manda. Los gobernantes estatales, cogidos de pies y manos, pintan poco o nada. Se trata de no desvariar, de seguir los gruesos trazos marcados por instituciones u organizaciones en infames hojas de ruta como la Agenda 2030, repleta de líneas y párrafos que invitan a la fracción con el pasado, con las costumbres, con los valores, con la identidad, etc. en beneficio de "su" incontestable verdad absoluta.
Ahora que el relativismo, la inmadurez o la puerilidad se han instalado en diversos ámbitos y personas fácilmente abducidas por extraños "beneficios" e "intereses", la Iglesia debería salir al rescate evitando su posicionamiento de perfil y su querencia por la voz del amo.
Bien entendida, tal vez, la Iglesia puede ser de los pocos resquicios de luz, de los escasos remedios que pueden salvar al hombre de la degradante e indigna esclavitud a la que, como si fuese un niño, paradójicamente se ve sometido y manipulado en su etapa adulta. A la vista está en carencias y ausencias de compromiso y responsabilidad y de ese sentido común que también nos ha abandonado.
Y para todo ello, hay que hacer un uso adecuado de la inteligencia, del conocimiento, de la capacidad de razonamiento del adversario para evitar el fracaso en tus propuestas y salir victorioso sin haber dado el brazo a torcer en la noble defensa de una causa. Puede, incluso, que el oponente hasta te considere como amigo a pesar de su derrota en el debate de las ideas y de haberte librado del consenso, ese que, si tu verdad es verdad, has de evitar a pesar de lo bien que suene eso de "consensuar".
C.S. Lewis hablaba del "esnobismo cronológico", de aquella tentadora actitud que mostramos a la hora de despreciar cualquier tiempo pasado como si no tuviera nada de utilidad para el presente o futuro. No existe razón para deshacerse de lo que antes valió. Puede seguir teniendo el mismo valor e, incluso, haberlo aumentado.
Chesterton no le iba a la zaga en lo relativo a su rechazo a efímeras modas del progreso. Hay gente tan proclive, casi adicta, a las reformas que no son conscientes del significado o propósito histórico del asunto objeto de cambio y, así, se dedica a "quitar vallas sin saber la razón por la que alguien decidió ponerlas".
Resistir es una señal de vida; dejarse llevar por la corriente, no. Y Chesterton así lo proclama, como el modelo de compromiso cultural y la visión de reflejo cristiano opuestos a esa mentira que no deja de ser mentira por el mero hecho de convertirse en moda, tendencia pasajera o trending topic de alguna red social.
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