Las causas de la gran deserción clerical
En el desmadre y grandes desastres que sacudieron a la Iglesia en los años sesenta y setenta, nada tuvo que ver el cardenal Tarancón, ni el Concilio ni siquiera Pablo VI
Al hilo de la semblanza del cardenal Vicente Enrique Vicente y Tarancón que hice la semana pasada, creo que viene a cuento analizar la gran deserción de sacerdotes y religiosos que se produjo en España tras el Concilio, mientras era arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal el purpurado burrianense.
Personalmente no niego tan doloroso y extendido hecho, que no fue exclusivo de España, pero entiendo que es una tremenda injusticia echar la culpa al cardenal coterráneo y amigo mío, al Concilio o al mismo Papa. Las causas de la epidemia hay que buscarlas en otros focos.
Ignoro su origen, pero durante el Concilio se propagó entre el clero la idea o creencia de que los padres conciliares aprobarían el celibato opcional (subrayo la palabra porque estaba condenada a dar mucho de sí). Se esperaba algo parecido a lo que es habitual en la Iglesia ortodoxa o en las confesiones protestantes, pero la asamblea conciliar, siguiendo la más vieja tradición de la Iglesia católica, no aprobó nada que abriese la espita a un clero a la luterana. Ello causó una enorme frustración a cuantos esperaban estar en misa y repicando, optando por la secularización.
En otro nivel, pero más o menos al mismo tiempo o a continuación del fenómeno anterior, surgió la ideología de la “opción preferencial por los pobres”, un eufemismo para introducir de matute en la Iglesia la llamada teología de la liberación, más bien teología marxista si esos dos conceptos son conjugables. Por lo que se vio importaba más el marxismo que la teología propiamente dicha. Aunque surgida en Iberoamérica no tardó en propagarse a otros lugares, como España, coincidiendo con la tesis de que el marxismo terminaría imponiéndose en todo el mundo, por su superioridad moral frente al capitalismo “liberal”.
Este concepto apareció o arraigó en la curia generalicia de la Compañía de Jesús en la época del padre Arrupe, y de allí se extendió a otras muchas órdenes y congregaciones religiosas, tanto masculinas como femeninas, a lo largo de todo el mundo, empezando por el propio Vaticano. El cardenal Casaroli, secretario de Estado y diplomático muy fino, empezó a dar de lado a la llamada Iglesia perseguida de los países comunistas y a “coquetear” con las autoridades de esos regímenes. A su vez, sacerdotes de países occidentales –entre otros el canónigo de Málaga, José María González Ruiz, en otros tiempos director espiritual mío- se reunían y confraternizaban con los clérigos del Movimiento Pax de allende el telón de acero, serviles a las dictaduras comunistas. Ya que el comunismo iba a terminar ganando la guerra fría, lo menos que podía hacerse era acomodarse o ”congraciarse” con los supuestos vencedores. Ciertamente los futurólogos católicos, para videntes no habrían tenido precio.
Los jesuitas se apresuraron a demoler sus asociaciones de apostolado seglar, reduciéndolas a escombros. Congregaciones marianas, Luises obreros, Hogar del Trabajo, Hogar del empleado, Cooperativas de viviendas, de consumo, etc., desaparecieron o pasaron, con armas y bagajes, a manos de algunos pícaros o ajenas totalmente a su espíritu fundacional. Personalmente presencié muy directamente, con gran tristeza y dolor de corazón, la representación en vivo de tamaño desastre.
Desde una posición política radicalmente anticomunista, de pronto, sin apenas transición, pretendieron pasar por la izquierda al PCE de Carrillo y Pasionaria, al que no obstante se incorporó el místico y famoso padre Llanos, antaño ferviente falangista, que llevaba la camisa azul debajo de la sotana. Bueno, en su descargo, debo decir que le asesinaron a dos hermanos, de profesión arquitectos según quiero recordar, al principio de la guerra, los mismos a los que después cogía del bracete. Los “discípulos” de los jesuitas, a su vez, montaron la ORT (Organización Revolucionaria del Trabajo), a cuyos dirigentes veía entrar y salir de la embajada o representación diplomática china, de la calle Trafalgar, de la que vivía muy cerca. Es decir, aquellos a los que antes había visto rezar, brazos en cruz, en la capilla del Hogar del Trabajo de la calle Campanar de Madrid, También me fue dado conocer terribles dramas personales y familiares de estas personas, que de repente cambiaron el crucifijo por la estampa de Mao, uno de los mayores genocidas de la Historia universal.
Cuento todo esto, que podría ampliar con numerosos nombres personales y multitud de detalles, para resaltar que en el desmadre y grandes desastres que sacudieron a la Iglesia en los años sesenta y setenta, nada tuvo que ver el cardenal Tarancón, ni el Concilio ni siquiera Pablo VI, aunque tal vez sí alguno de sus más cercanos colaboradores, y desde luego ciertas curias generalicias e instituciones eclesiásticas. Así que cada palo aguante su vela, y los “justicieros” que ahora son, no estaría de más que fueran más justos y objetivos en sus juicios y opiniones.
Personalmente no niego tan doloroso y extendido hecho, que no fue exclusivo de España, pero entiendo que es una tremenda injusticia echar la culpa al cardenal coterráneo y amigo mío, al Concilio o al mismo Papa. Las causas de la epidemia hay que buscarlas en otros focos.
Ignoro su origen, pero durante el Concilio se propagó entre el clero la idea o creencia de que los padres conciliares aprobarían el celibato opcional (subrayo la palabra porque estaba condenada a dar mucho de sí). Se esperaba algo parecido a lo que es habitual en la Iglesia ortodoxa o en las confesiones protestantes, pero la asamblea conciliar, siguiendo la más vieja tradición de la Iglesia católica, no aprobó nada que abriese la espita a un clero a la luterana. Ello causó una enorme frustración a cuantos esperaban estar en misa y repicando, optando por la secularización.
En otro nivel, pero más o menos al mismo tiempo o a continuación del fenómeno anterior, surgió la ideología de la “opción preferencial por los pobres”, un eufemismo para introducir de matute en la Iglesia la llamada teología de la liberación, más bien teología marxista si esos dos conceptos son conjugables. Por lo que se vio importaba más el marxismo que la teología propiamente dicha. Aunque surgida en Iberoamérica no tardó en propagarse a otros lugares, como España, coincidiendo con la tesis de que el marxismo terminaría imponiéndose en todo el mundo, por su superioridad moral frente al capitalismo “liberal”.
Este concepto apareció o arraigó en la curia generalicia de la Compañía de Jesús en la época del padre Arrupe, y de allí se extendió a otras muchas órdenes y congregaciones religiosas, tanto masculinas como femeninas, a lo largo de todo el mundo, empezando por el propio Vaticano. El cardenal Casaroli, secretario de Estado y diplomático muy fino, empezó a dar de lado a la llamada Iglesia perseguida de los países comunistas y a “coquetear” con las autoridades de esos regímenes. A su vez, sacerdotes de países occidentales –entre otros el canónigo de Málaga, José María González Ruiz, en otros tiempos director espiritual mío- se reunían y confraternizaban con los clérigos del Movimiento Pax de allende el telón de acero, serviles a las dictaduras comunistas. Ya que el comunismo iba a terminar ganando la guerra fría, lo menos que podía hacerse era acomodarse o ”congraciarse” con los supuestos vencedores. Ciertamente los futurólogos católicos, para videntes no habrían tenido precio.
Los jesuitas se apresuraron a demoler sus asociaciones de apostolado seglar, reduciéndolas a escombros. Congregaciones marianas, Luises obreros, Hogar del Trabajo, Hogar del empleado, Cooperativas de viviendas, de consumo, etc., desaparecieron o pasaron, con armas y bagajes, a manos de algunos pícaros o ajenas totalmente a su espíritu fundacional. Personalmente presencié muy directamente, con gran tristeza y dolor de corazón, la representación en vivo de tamaño desastre.
Desde una posición política radicalmente anticomunista, de pronto, sin apenas transición, pretendieron pasar por la izquierda al PCE de Carrillo y Pasionaria, al que no obstante se incorporó el místico y famoso padre Llanos, antaño ferviente falangista, que llevaba la camisa azul debajo de la sotana. Bueno, en su descargo, debo decir que le asesinaron a dos hermanos, de profesión arquitectos según quiero recordar, al principio de la guerra, los mismos a los que después cogía del bracete. Los “discípulos” de los jesuitas, a su vez, montaron la ORT (Organización Revolucionaria del Trabajo), a cuyos dirigentes veía entrar y salir de la embajada o representación diplomática china, de la calle Trafalgar, de la que vivía muy cerca. Es decir, aquellos a los que antes había visto rezar, brazos en cruz, en la capilla del Hogar del Trabajo de la calle Campanar de Madrid, También me fue dado conocer terribles dramas personales y familiares de estas personas, que de repente cambiaron el crucifijo por la estampa de Mao, uno de los mayores genocidas de la Historia universal.
Cuento todo esto, que podría ampliar con numerosos nombres personales y multitud de detalles, para resaltar que en el desmadre y grandes desastres que sacudieron a la Iglesia en los años sesenta y setenta, nada tuvo que ver el cardenal Tarancón, ni el Concilio ni siquiera Pablo VI, aunque tal vez sí alguno de sus más cercanos colaboradores, y desde luego ciertas curias generalicias e instituciones eclesiásticas. Así que cada palo aguante su vela, y los “justicieros” que ahora son, no estaría de más que fueran más justos y objetivos en sus juicios y opiniones.
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