Lo que el viento (conciliar) se llevó
Ciertamente era necesario poner en hora el reloj de la Iglesia, pero el agiornamento se hizo de forma tan brusca y precipitada por parte de algunos obispos y un clero desorientado, que los resultados no pudieron ser más negativos.
Utilizo todavía para ciertas oraciones, un voluminoso “Misal diario latino-español y devocionario” que le regalaron de jovencita a mi difunta esposa. Lo tuvo siempre a mano, sobre la mesita de noche, allí donde viviéramos, que fue en bastantes sitios. Y ahí sigue en su lugar, muy manoseado por ciertas páginas y las cintas de separación deshilachadas debido a tantos años de uso, y ahí seguirá mientras yo viva.
Es uno de aquellos misales que manejaban los fieles, para entender en español lo que el sacerdote decía en latín. Se trata de una edición de lujo encuadernada en piel, papel biblia y cantos dorados, que lanzó la editorial Regina de Barcelona en 1954. Ese año esta editorial sacó a la calle dos ediciones con una tirada total de 90.000 ejemplares, y el año anterior, 1953, otras dos con 60.000 ejemplares entre ambas. Eran los años de lo que luego se dio en llamar, despectiva e injustamente, del “nacional-catolicismo”. Yo más bien diría, de la reacción religiosa lógica ante el acoso sufrido por la Iglesia durante la República y la persecución martirial a lo largo de la guerra civil.
El devocionario está repleto de meses, novenas, septenarios, triduos y devociones varias, dedicadas a las más diversas advocaciones de Cristo, la Virgen María y de numerosos santos. Ocupa lugar preferente la práctica religiosa de los “nueve primeros viernes de mes”, que ninguna persona piadosa de la época dejó de hacer alguna vez. Esta devoción procedía de las promesas que el Corazón de Jesús hizo a la monja clarisa francesa, santa Margarita María de Alacoque, la última de las cuales decía textualmente: “Yo prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que mi amor todopoderoso concederá, a todos los que comulgaren los nueve primeros viernes consecutivos la gracia de la perseverancia final; no morirán en mi desgracia ni sin recibir los Sacramentos, haciéndose mi Corazón su asilo seguro en aquella última hora”.
En algún tiempo de devocionismo barroco, esta promesa dio lugar a situaciones disparatadas. Fue el caso, por ejemplo, de los requetés en la guerra civil española, como leí alguna vez en alguna parte. Estos soldados, que iban al frente con el fusil en una mano y el crucifijo en la otra, a imitación de sus antepasados en las guerras carlistas, antes de entrar en batalla se iban de fulanas, en la creencia de que el Corazón de Jesús no permitiría que muriesen en pecado mortal.
Maldades aparte, lo cierto fue que de aquel pietismo sobrecargado, se pasó a una aridez casi luterana, causada por los vientos desérticos que soplaron en la Iglesia tras el concilio. No por el concilio en si mismo, sino por la mala interpretación que hicieron no pocos clérigos de las conclusiones aprobadas por los padres conciliares. Muchos de aquellos confiaban que se aceptaría el celibato opcional, tema prioritario en sus expectativas de futuro. Al verse frustradas estas esperanzas, se originó la gran desbandada que arrastró consigo toda una manera de practicar la fe, seguramente ya fuera de tiempo, pero dejó a la piedad en los puros huesos.
Ciertamente era necesario poner en hora el reloj de la Iglesia, pero el agiornamento se hizo de forma tan brusca y precipitada por parte de algunos obispos y un clero desorientado, que los resultados no pudieron ser más negativos. La cosa empezó a torcerse durante la celebración de las distintas fases del Concilio, agigantada por los enviados especiales de los medios informativos allí presentes, en general curas metidos a periodistas, que comenzaron a emplear un lenguaje político impropio del magno acontecimiento. Los términos “derecha”, “izquierda”, “progresistas”, “conservadores”, etc., habituales en las refriegas políticas, fueron moneda corriente en sus crónicas. Tanto querían ponerse al día del mundo profano, que acabaron adoptando su jerga, desfigurando –secularizando- la esencia religiosa –teológica y pastoral- de la gran asamblea universal de obispos. Mi gran amigo Martín Descalzo, con sus crónicas conciliares, que tanta audiencia tenían en España, no fue el menor de los politizados. Eran clérigos plumillas que podían saber mucho de eclesiología –y seguro que sabían- pero no tenían ni puñetera idea del mundo político. Y así fueron las cosas. Porque si malo es clericalizar la política, aún es peor politizar la Iglesia. El desastre subsiguiente quedó servido. Los cronistas conciliares olvidaron la máxima evangélica: “Dad al César lo que es del César, etc.”, entonces, ahora y siempre.
Es uno de aquellos misales que manejaban los fieles, para entender en español lo que el sacerdote decía en latín. Se trata de una edición de lujo encuadernada en piel, papel biblia y cantos dorados, que lanzó la editorial Regina de Barcelona en 1954. Ese año esta editorial sacó a la calle dos ediciones con una tirada total de 90.000 ejemplares, y el año anterior, 1953, otras dos con 60.000 ejemplares entre ambas. Eran los años de lo que luego se dio en llamar, despectiva e injustamente, del “nacional-catolicismo”. Yo más bien diría, de la reacción religiosa lógica ante el acoso sufrido por la Iglesia durante la República y la persecución martirial a lo largo de la guerra civil.
El devocionario está repleto de meses, novenas, septenarios, triduos y devociones varias, dedicadas a las más diversas advocaciones de Cristo, la Virgen María y de numerosos santos. Ocupa lugar preferente la práctica religiosa de los “nueve primeros viernes de mes”, que ninguna persona piadosa de la época dejó de hacer alguna vez. Esta devoción procedía de las promesas que el Corazón de Jesús hizo a la monja clarisa francesa, santa Margarita María de Alacoque, la última de las cuales decía textualmente: “Yo prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que mi amor todopoderoso concederá, a todos los que comulgaren los nueve primeros viernes consecutivos la gracia de la perseverancia final; no morirán en mi desgracia ni sin recibir los Sacramentos, haciéndose mi Corazón su asilo seguro en aquella última hora”.
En algún tiempo de devocionismo barroco, esta promesa dio lugar a situaciones disparatadas. Fue el caso, por ejemplo, de los requetés en la guerra civil española, como leí alguna vez en alguna parte. Estos soldados, que iban al frente con el fusil en una mano y el crucifijo en la otra, a imitación de sus antepasados en las guerras carlistas, antes de entrar en batalla se iban de fulanas, en la creencia de que el Corazón de Jesús no permitiría que muriesen en pecado mortal.
Maldades aparte, lo cierto fue que de aquel pietismo sobrecargado, se pasó a una aridez casi luterana, causada por los vientos desérticos que soplaron en la Iglesia tras el concilio. No por el concilio en si mismo, sino por la mala interpretación que hicieron no pocos clérigos de las conclusiones aprobadas por los padres conciliares. Muchos de aquellos confiaban que se aceptaría el celibato opcional, tema prioritario en sus expectativas de futuro. Al verse frustradas estas esperanzas, se originó la gran desbandada que arrastró consigo toda una manera de practicar la fe, seguramente ya fuera de tiempo, pero dejó a la piedad en los puros huesos.
Ciertamente era necesario poner en hora el reloj de la Iglesia, pero el agiornamento se hizo de forma tan brusca y precipitada por parte de algunos obispos y un clero desorientado, que los resultados no pudieron ser más negativos. La cosa empezó a torcerse durante la celebración de las distintas fases del Concilio, agigantada por los enviados especiales de los medios informativos allí presentes, en general curas metidos a periodistas, que comenzaron a emplear un lenguaje político impropio del magno acontecimiento. Los términos “derecha”, “izquierda”, “progresistas”, “conservadores”, etc., habituales en las refriegas políticas, fueron moneda corriente en sus crónicas. Tanto querían ponerse al día del mundo profano, que acabaron adoptando su jerga, desfigurando –secularizando- la esencia religiosa –teológica y pastoral- de la gran asamblea universal de obispos. Mi gran amigo Martín Descalzo, con sus crónicas conciliares, que tanta audiencia tenían en España, no fue el menor de los politizados. Eran clérigos plumillas que podían saber mucho de eclesiología –y seguro que sabían- pero no tenían ni puñetera idea del mundo político. Y así fueron las cosas. Porque si malo es clericalizar la política, aún es peor politizar la Iglesia. El desastre subsiguiente quedó servido. Los cronistas conciliares olvidaron la máxima evangélica: “Dad al César lo que es del César, etc.”, entonces, ahora y siempre.
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