Afortunados eternos si amamos a Dios y al prójimo
El gran deseo que muchas veces anida en nuestra mente es el de tener de todo y no faltarnos de nada. Creemos que la mayor fortuna es vivir bien y sin necesidades. Y sin embargo, por mucho que uno tenga o posea, al final se queda sin nada y la muerte así nos lo demuestra. De ahí que no hay mejor fortuna que tener asegurada la vida eterna de amor. ¡Es la mejor inversión!
Con los ajetreos de la vida se nos olvida, puesto que los afanes de la existencia son como muros que no nos dan la oportunidad de verlo. Son los propios afanes de la vida que narcotizan nuestro modo de vivir. Nos encontramos aislados y como ocultos en una pequeña isla pensando que sólo existe el terreno que pisamos sin alzar la mirada hacia otros territorios u otros lugares mucho mejores de aquellos que pisamos.
Es la pregunta que todos nos hacemos, así como se la hicieron a Jesucristo: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús le preguntó a su vez: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué ves en ella? Él le respondió: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo. Y Jesús le dijo: Has respondido exactamente; obra así y alcanzarás la vida eterna” (Lc 10, 25-28). La vida es el máximo y único bien que deseamos conservar por encima de cualquier otro y para siempre. Está en los genes de la vida humana, puesto que a todos nos fascina creer que la vida es lo más bello que pueda existir y que ésta no ha de tener fin.
Hubo un día en que una persona me discutía que todos estábamos ya salvados y que no importaba si uno había hecho el bien o el mal. Que a los ojos de Dios, que es misericordioso, todos iríamos a estar con Él. A lo que le respondí que la vida nos la ha regalado Dios para amar, y si hemos sido consecuentes en el amor la justicia de Dios actuará para bien y si no hemos amado la misma justicia actuará para mal. Dios sólo nos ruega que, sabiendo que somos pecadores, nos acerquemos a Él con humildad y le pidamos perdón.
Pero hay una corriente muy común, actualmente, donde se cree que el pecado no existe y que es algo que se ha inculcado en el pasado, pero ahora en esta época progresista y moderna “todo es bueno y nada es malo”. Este modo de pensar es fruto del relativismo, donde se piensa que cada uno es libre de hacer lo que quiera sin saber distinguir el bien del mal. Y esto es muy grave.
Jesucristo pone las condiciones para recibir el regalo de la vida eterna y es el hecho de amar, puesto que quien ama a Dios y al prójimo la conseguirá. Pero es conveniente tener muy presente lo que nos afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre en Cristo en el Cielo… Por el contrario, morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (nn.1023 y 1033).
De ahí que nos jugamos mucho en la vida según hayamos operado para el bien o para el mal.
Solo salva la vida quien la entrega por amor. Puesto que de todas maneras tenemos que darla, démosla por amor. Vivir la vida con egoísmo es perderla para siempre. Los santos, que nos enseñan a ser prudentes y sabios, aconsejan que oigamos lo que nos dice Jesucristo: “¿De qué le vale al ser humano ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” (Mt 16, 26). Buena pregunta que nos ha de hacer reaccionar cuando estamos afanados, muchas veces, por cosas que pasan y se marchitan. Si queremos ser afortunados, hagamos espacio para que el Amor de Dios y el amor al prójimo aniden en nuestra vida y ésta trascenderá hasta la eterna, que es la máxima felicidad.
Publicado en Iglesia Navarra.
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