El Tíbet fue invadido por la así llamada República Popular China hace sesenta años. Mientras duró en Occidente la borrachera maoísta, en la izquierda nadie hablaba del Tíbet, mejor, estaba prohibido porque el gran Mao dominaba sobre aquel país anexionado con violencia. Después finalizó la borrachera comunista, China se volvió liberal en un sentido salvaje y aquellos mismos que ayer habían callado, hoy crean comités, protestan, hasta han tratado de impedir las Olimpiadas en Pekín pidiendo libertad para el Tíbet y venerando al Dalai Lama.
Con todo el respeto para el Dalai Lama, persona del todo respetable, se olvida que el Tíbet era una cerrada y durísima teocracia donde el jefe religioso, llamada el Dalai Lama, era también el jefe del Estado, un jefe absoluto sin siquiera una apariencia de democracia.
Es verdaderamente extraño, y es una contradicción clamorosa, que aquellos mismos siempre dispuestos a alzar la voz contra el clericalismo católico., aquellos que recuerdan con horror e ironía el tiempo del Papa Rey, del poder temporal de los pontífices, son los mismos que olvidan que aquella era tibetana era la más bochornosa de las dictaduras monásticas.
Cuando llegaron los chinos, los monasterios sobre el altiplano del Himalaya eran más de cuatro mil. Algunos monasterios tenían hasta diez mil monjes. El jefe absoluto era el Dalai Lama. Mientras los Lamas jefes de los monasterios más importantes, los equivalentes de nuestros abades medievales, eran los feudales que poseían todas las tierras y eran los amos no sólo del trabajo, sino de la vida y de la muerte de sus campesinos. El Lama hacía también de jefe del denominado sistema financiero, esto es, los bancos eran los monasterios. Solamente los monasterios poseían todas la riqueza que no terminaba siendo utilizada por los demás para alguna obra de caridad.
Siglos después aquel terrible estado teocrático impuso que toda familia enviase al menos un hijo al monasterio al cumplir los 8 años. Y la condición monástica era deseable porque los laicos no sólo estaban al servicio de los todopoderosos religiosos, sino que eran considerados tibetanos inferiores en esta vida y destinados después en la otra a proseguir en el ciclo desesperante de la reencarnación.
En el fondo, en estos monasterios se perseguía un fin totalmente egoísta, esto es, a través de las oraciones y las técnicas ascéticas se buscaba alcanzar la paz del nirvana para evitar la reencarnación. Mientras que en los monasterios cristianos se reza por todos y a través de la comunión de los santos se ejercita el más alto de los servicios sociales; nada de esto sucede en los monasterios budistas tibetanos.
Hay todavía bastante para sonreír de la enésima contradicción de quien piensa poseer en su mano la verdad.
Traducido por José Martín.
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