Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Las dudas sobre el giro del Papa Francisco


Naturalmente, podríamos continuar con esos aspectos que parecen -y tal vez son de verdad- contradictorios. Se podría, pero no sería justo para un creyente. Éste sabe que no se mira a un Pontífice como a un presidente electo de una república o como a un rey, heredero casual de otro rey.

por Vittorio Messori

Opinión

Creo que sea honesto admitirlo enseguida: abusando, tal vez, del espacio que se me concede, lo que aquí propongo es, más que un artículo, una reflexión personal. Más bien, una especie de confesión que con gusto habría pospuesto, si no me hubiera sido solicitada. Pero sí, la habría pospuesto porque mi valoración (y no sólo la mía) de este papado oscila continuamente entre la adhesión y la perplejidad, es un juicio mutable según los momentos, las ocasiones, los temas.

Un Papa no imprevisto: en lo que pueda valer, yo era uno de los que esperaban un sudamericano y un hombre de pastoral, de experiencia diaria de gobierno, como para equilibrar a un admirable profesor, un teólogo demasiado refinado para ciertos paladares, como es el amado Joseph Ratzinger. Un Papa no imprevisto, por lo tanto, pero que enseguida, desde ese inicial «buonasera», se ha revelado imprevisible, tanto que poco a poco algún cardenal que estaba entre sus electores ha cambiado de opinión.

Una imprevisibilidad que aún sigue y que turba la tranquilidad del católico medio, acostumbrado a no pensar, en lo que atañe a la fe y las costumbres, con su propia cabeza, exhortado a limitarse a «seguir al Papa». Ya, pero, ¿a qué Papa? ¿El de ciertas homilías matutinas en Santa Marta, de predicaciones de párroco a la antigua, con buenos consejos y sabios proverbios, que incluso advierte con insistencia sobre no caer en las trampas que nos tiende el demonio? ¿O el que telefonea a Giacinto Marco Pannella [líder del Partido Radical, de izquierdas, ndt] que está haciendo la enésima e inocua huelga de hambre y al que le desea «buen trabajo» cuando, desde hace decenios, el «trabajo» del líder radical ha consistido y consiste en predicar que la verdadera caridad está en luchar por el divorcio, el aborto, la eutanasia, la homosexualidad para todos, la teoria de género, etcétera, etcétera?

¿El Papa que en el discurso de estos días a la Curia romana se ha remontado con convicción a Pío XII (pero, en verdad, al mismo San Pablo) definiendo la Iglesia como «cuerpo místico de Cristo»? ¿O ese que, en la primera entrevista a Eugenio Scalfari, ha ridiculizado a quien piensa que «Dios es católico», casi que la Iglesia una, santa, apostólica, romana es algo opcional, un accesorio que se puede vincular o no, según el gusto personal, a la Trinidad divina?

¿El Papa argentino consciente, por experiencia directa, del drama de América Latina, a punto de convertirse en un continente ex catolico, al pasarse en masa sus poblaciones al protestantismo pentecostal? ¿O el Papa que coge el avión para abrazar y desear muchos éxitos a un queridísimo amigo, pastor precisamente en una de las comunidades que está vaciando las católicas justamente con el proselitismo que él condena duramente en los suyos?

Naturalmente, podríamos continuar con esos aspectos que parecen -y tal vez son de verdad- contradictorios. Se podría, pero no sería justo para un creyente. Éste sabe que no se mira a un Pontífice como a un presidente electo de una república o como a un rey, heredero casual de otro rey. Es verdad que, en el cónclave, esos instrumentos del Espíritu Santo que, según la fe, son los cardenales electores comparten los límites, los errores, tal vez los pecados, que distinguen a toda la humanidad. Pero cabeza única y verdadera de la Iglesia es ese Cristo omnipotente y omnisciente que sabe algo mejor que nosotros cuál es la elección mejor en lo que atañe a su representante terrenal temporal.

Una elección que puede parecer desconcertante a los limitados ojos de los contemporáneos, pero que después, en la perspectiva histórica, revela sus razones. La persona que conoce verdaderamente la historia se sorprende y le da que pensar el descubrir que -en la perspectiva milenaria que es propia de la Iglesia católica- cada Papa, haya sido consciente o no de ello, ha interpretado su parte idónea que, al final, se ha revelado necesaria.

Precisamente por esta consciencia he elegido, en lo que a mí respecta, observar, escuchar, reflexionar sin atreverme a dar opiniones intempestivas, incluso temerarias. Remontémonos a una pregunta demasiado citada también fuera de contexto: «¿Quién soy yo para juzgar?». Yo, que como cualquier otra persona, con la excepción de uno solo, no estoy ciertamente asistido por el «carisma pontificio», por la asistencia prometida del Paráclito. Y para quien quisiera juzgar, ¿no le dice nada la aprobación plena, repetida en varias ocasiones -tanto oralmente como por escrito-, de la actividad de Francisco por parte de ese «Papa emérito» tan distinto en estilo, formación, incluso en el programa mismo?

Es terrible la responsabilidad de quien está llamado hoy a responder a la pregunta: «¿Cómo anunciar el Evangelio a los contemporáneos? ¿Cómo mostrar que Cristo no es un fantasma pálido y remoto sino el rostro humano de ese Dios creador y salvador que puede y quiere dar a todos un sentido para la vida y la muerte?». Las respuestas son muchas, a veces contrastantes entre ellas.

En lo poco que puedan valer, después de decenios de experiencia eclesial yo también tendrías mis respuestas. Tendría, digo: el condicional es obligatorio porque nada ni nadie me asegura que he entrevisto el camino adecuado. ¿No correría el riesgo, tal vez, de ser como el ciego evangélico, ese que quiere guiar a todos los otros ciegos acabando así todos en la fosa? Así, ciertas elecciones pastorales del «obispo de Roma», como prefiere llamarse, me convencen; pero otras me dejarían perplejo, me parecerían poco oportunas, incluso me parecerían sospechosas de un populismo capaz de obtener un interés tan amplio como superficial y efímero. Tendría que plantear algunas observaciones a propósito de prioridades y contenidos, en la esperanza de un apostolado más fecundo.

Tendría, pensaría: con el condicional, lo repito, como exige una perspectiva de fe donde cualquiera, incluso el laico (lo recuerda el Código canónico) puede expresar su pensamiento, siempre que sea sosegado y motivado, sobre las tácticas de evangelización. Dejando, sin embargo, al hombre que ha salido vestido de blanco del Cónclave la estrategia general y, sobre todo, la custodia del depositum fidei. En cualquier caso, sin olvidar lo que el propio Francisco ha recordado precisamente en el duro discurso a su Curia: es fácil, ha dicho, criticar a los sacerdotes, pero ¿cuántos rezan por ellos? Queriendo también recordar que él es, en la Tierra, el «primero» entre los sacerdotes. Y, por lo tanto, solicitando de quien critica esas oraciones de las que el mundo se ríe pero que guían, en secreto, el destino de la Iglesia y del mundo entero.

Artículo publicado originalmente en Il Corriere della Sera.
Traducción de Helena Faccia Serrano.

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