Las historias familiares, la memoria que humaniza
En estos tiempos babélicos
En el mundo del ocio vivimos en el reino de la verborrea, del parloteo. Un auténtico Babel digital que no dice, muy frecuentemente, casi nada. Rumores, insidias, panfletos, cotilleos, murmuraciones y muchas risas. El reino de la cacofonía. Pensemos cómo llegan estos mensajes a los hogares y qué efecto causan. Un resultado destaca sobre todos los demás: la familia anda muy callada, salvo en algún wasap relevante familiarmente. Lo común en el hogar es andar sin nada que decir pues cada uno está en su nicho de mercado con su tableta, televisión, ordenador, móvil o videoconsola. Cada uno tiene su soma.
El soma digital que apacigua las preguntas
Un mundo feliz (en inglés, Brave New World) es la novela del escritor británico Aldous Huxley, que fue publicada por primera vez en 1932. ¡Qué premonitoria! En ella aparece el soma que es como una droga (un bebedizo) que apacigua las preguntas y las respuestas que toda sociedad, debe hacerse. Se parece, mutatis muntandis (cambiando lo que haya que cambiar) a la droga digital actual (soma = droga digital).
La droga digital amortigua toda reflexión o pregunta. Mientras un numero importante de familias pierden su unidad y sus fines. Muchas familia hoy, en un mundo acelerado, andan a salto de mata, improvisando y no suelen cumplir su papel social y personal fundamental: cuidar, educar, cultivar a sus miembros, para sostener la sociedad del presente y del futuro. Dotar a sus miembros de identidad, acomodo, apoyo, sentido de pertenencia ante los múltiples problemas y vaivenes que nos asolan. El soma digital aplaca este cúmulo insoportable de contradicciones.
Caos familiar, un concepto bien acuñado
El caos familiar (household chaos) habla de este momento que viven innumerables familias hoy. Es decir, muchas familias se han convertido en “un sistema de actividad frenética, falta de estructura, llena de imprevisibilidad en las actividades cotidianas y altos niveles de estimulación ambiental”. Y estas familias andan a veces como pollo sin cabeza. Con una estimulación ambiental ensordecedora metafóricamente hablando. Y no hacen más que soporta azar, y el ruido. A la pregunta de quiénes somos y a dónde vamos como familia la respuesta es: no sabemos.
La propia vida y la vida familiar necesita memoria e identidad
Habla Fermín, un hombre de 88 años, el abuelo: “Somos una familia de origen soriano que emigró a Madrid en 1945 y que desde entonces se ha dedicado a la carpintería [gracias a Leocadio, tío de Fermín] y más tarde a la ebanistería. Los bisabuelos varones [los padres del matrimonio de Fermín y Clara celebrado en 1962] murieron en la Guerra Civil combatiendo en ambos bandos. En los años de la década de los ’60 se pasó hambre en casa. Las cosas mejoraron paulatinamente con la llegada de los ’70 en donde acabamos de pagar el piso e incluso construimos una casa en un municipio cercano a la capital con nuestras propias manos. Los chicos [Luis y Pepe] acabaron sus carreras a finales de los ’80 y se dedicaron a la construcción [Luis] y a la abogacía [Pepe]. En esta década murieron las bisabuelas [las madres del matrimonio de Fermín y Clara] y desde entonces formamos una familia de tres núcleos no muy unida. La práctica religiosa se apagó mucho tras salir de Soria, pero somos unos buenos cristianos “no-practicantes” y esta es la educación que les hemos dado a nuestros hijos y luego a nuestros nietos pues los matrimonios de los hijos siempre han ido de cabeza. No es nada fácil: a los hijos y a los nietos las raíces de nuestra familia se les caen de las manos y creo que los objetivos educativos del esfuerzo y la responsabilidad que tanto marcaron nuestras vidas no están penetrando bien en ellos. Y dice alguno de nuestros nietos [en total tres por cada matrimonio encabezado por Luis y Pepe] que eso de Jesús y María son cuentos. ¡Ah! Y todos los nietos viven aún en casa con sus padres. Nuestro hijo mayor de 58 años [Pepe] se ha quedado en el paro hace un mes…”.
Pararse a hablar es casi imposible
“Somos una familia algo fría y las cenas de Noche Buena son cortas. Se acaban pronto pues casi todos tiene algo que hacer, muchos planes, y salen disparados”. En esta familia se ha producido un enfriamiento de la empatía. Es más, la generosidad de los abuelos de esta familia no se ha transmitido. No son unos abuelos venerados y escuchados como en otras familias más conversadoras. Incluso, en los días señalados de reunión familiar, a veces, hay demasiada chanza con la sordera del abuelo. A los abuelos les han puesto una cuidadora latinoamericana, pero sus hijos piensan ya en una residencia para ellos. El ejemplo de los padres, ocupadísimos en sus profesiones, ha dado lugar a unos hijos muy dispersos e independientes que visitan poco a los abuelos y andan por ahí muchas noches al año. Los trabajos y los estudios de los nietos, intermitentes, tampoco brillan. Y uno de ellos, el menor, es sencillamente un nini: ni estudia ni trabaja.
Se educa en la forma de vivir y en las conversaciones familiares
Los nietos siempre han estados enganchados a las pantallas y no saben casi nada del sufrimiento de sus abuelos, de los orígenes sorianos, de la Guerra Civil y el estraperlo posbélico, del desarrollismo de los sesenta o la misma crisis del 2008 que lo puso todo patas arriba y acabó momentáneamente con el negocio de la construcción de Luis que ahora resurge con algunos créditos a rastras muy onerosos. La Covid-19 fue un desastre y se vivió con angustia, mucho aislamiento y en un caso con la depresión grave de una de las nueras a la que nadie supo cómo acompañar. Sus hijos, los nietos de Fermín y Clara, han evolucionado como jóvenes distantes y retraídos. En esta familia no hay consciencia del pasado, no hay recuerdos. Se ha perdido la memoria de las raíces familiares. Las profundas lecciones de los años de la guerra y la posguerra nadie las conoce: desde luego los nietos están en este tema perdidos y algo vagamente recuerdan los propios hijos, Luis y Pepe.
El silencio no educa
Luis y Pepe aún recibieron muchas palabras. Era un hogar muy humilde. Nacieron a finales de los ‘60 y la radio predominaba pues la televisión era muy cara y costó en llegar. Leían tebeos y algún libro. Las escuelas eran estrictas, para bien y para mal, y las notas no eran malas. Aprendieron una razonable cultura general. Los nietos han perdido esa tradición. Para los nietos ni se habló mucho en casa, ni tampoco una escuela muy experimental supo exigirles. Poco a poco el mundo dejó de ser predominantemente oral y ya solo fue furibundamente audiovisual y luego además digital. Y nadie hizo nada para que las conversaciones formaran a los hijos y nietos. Su lenguaje, el de los más jóvenes, evolucionó de forma trillada y algo limitada. Lo mínimo. Los hogares a partir del 2000 con tanta televisión, los primeros ordenadores y las consolas, se convirtieron en fondas. Cada uno en su habitación. No se habló, no se escuchó, ni se conversó casi nada de los valores vividos por los abuelos ni del pasado familiar.
Sherry Turkle autora del libro En defensa de la conversación
Sherry Turkle, profesora de psicología del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts, USA) escribió en 2011 un libro denominado Alone together. En este libro señalaba que nos estábamos distanciando, que nuestra imagen valía más que nuestras relaciones y que nuestra amistad menguaba en profundidad y que la soledad crecía. La frivolidad y la superficialidad se estaba enseñoreando de nuestras vidas. En 2015 Turkle escribió En defensa de la conversación. Allí constataba cómo en Occidente la conversación estaba devaluándose en nuestras vidas de la mano de los teléfonos inteligentes y de las tabletas que inundaron el mundo desde que Apple inventó el iPhone (2007) y el iPad (2010) unidos a la inflación de la televisión en streaming.
La atención hacia nuestros familiares decreció y lo hizo también, en esa misma medida, la confianza. Además, se creía, inocentemente, que “más de lo que les pueda contar yo como padre se lo explicarán mejor las pantallas. En Internet está todo”. Craso error: con la pantalla no se conversa. Enseñan mejor las palabras cara a cara, el padre, el maestro, que la fascinante pantallita. Enseñan los hechos en vivo. Sin embargo, los padres se decían a sí mismos: “Pero en casa guardaditos no andan por esas calles tan peligrosas”: esa era la gran excusa para desatender un poco a los hijos.
Las conversaciones nos humanizan
En las conversaciones se educa, se hacen crecer los hábitos, la empatía, el respeto a los turnos de palabra, la verdad de las cosas. Humanizan las palabras unidas al ejemplo de los hechos vivos. En las conversaciones familiares el mundo tiene lugar y entra en casa. El lenguaje, la base del vocabulario para la lectura, está en el hogar. La curiosidad, el asombro, lo más negro de la vida y lo más ejemplar se aprende en las conversaciones familiares que son posibles en todas partes: la cocina, la mesa, en el coche, en la compra. Y, obviamente, en la mesa familiar. ¡Y repasando fotos antiguas! Todo vale para familiarizarse con la realidad, el mundo, la cultura. Los hijos para afirmarse quieren hablar con sus padres, quieren ser queridos por sus padres con atención y palabras, quieren aprender de sus padres y consultar problemas. La empatía está en juego: entre padres e hijos, entre los hijos y sus amigos. Pero el exceso de pantallas y la muy limitada conciliación de la vida laboral-familiar nos hace desaprender virtudes convivenciales.
Las historias familiares para aprender a vivir
Además, las historias, los relatos familiares nos constituyen, somos, dicho con cuidado, las historias que nos precedieron, las que vivimos y las que soñamos o proyectamos. Ahí se consagra nuestra identidad primero familiar y luego personal. El ejemplo de nuestros mayores, o sus fracasos, no enseñan vívidamente. Nos muestran qué es la vida y quiénes somos nosotros en ella. En estas largas historias (técnicamente y académicamente se las denomina narrativas familiares) preguntamos, aprendemos, ensayamos soluciones y consultamos sobre muchos personajes y hechos para diseñar nuestro mapa vital. La resolución de muchos conflictos se nutre de las historias familiares incluyendo la familia extensa. La valentía de los bisabuelos es capital, incluso el hambre de los años ’40, deben estar en el eje de nuestras vidas.
Historias claves para la empatía, el lenguaje, y los valores
Las historias familiares son un ensayo para aprender a prosperar en el mundo responsablemente. En las conversaciones familiares aprendemos a querernos y a empatizar con el dolor del otro. Se vive en la emoción que transmite nuestra madre para explicar el drama familiar de una prima lejana. Las películas hablan de gente en dos dimensiones, las historias familiares, aunque hablan de gente no presente, las explican de un modo estremecedor nuestros seres queridos de carne y hueso. Los valores y las virtudes nacen del ejemplo repetido tantas veces que al final todos sabemos guardarlo en nuestro corazón. Sherry Turkle y muchos más expertos dicen que el gran léxico de las historias y de la vida familiar sirven para hacer acopio de vocabulario, gramática, del modo de presentarse en público, del dominio de las expresiones, del modo de vivir. El lenguaje, en más sitios también, se aprende fundamentalmente en el hogar; las habilidades orales se aprenden en casa; también a espabilarnos para tratar a la gente se aprende entre amigos, pero mucho entre primos, con los tíos, en las magníficas historias del abuelo. Nos solo aprendemos a hablar, sino que también aprendemos a leer y, con la ayuda de las lecturas y los maestros, aprendemos a pensar y vivir. Los momentos difíciles no se resuelven online. A amar no se aprende online. La responsabilidad y la prudencia, el reconocimiento y la guía las aprenden los hijos directamente de sus padres no con monosílabos o frases cortas sino con historias muy verídicas. Los rituales, las fiestas, los viajes familiares no se entienden sin conversaciones memorables que pueden tener lugar en el compartimento de tren en un viaje largo. “En aquel viaje en tren aprendí a perdonar y entendí el Dios de mis padres”