La abnegada pero estéril fidelidad a las obras de Dios
Me resulta difícil formularlo sin resultar duro, ni hacer de mis palabras una crítica a tantos que tan dedicadamente trabajan por amor a Dios y a los hombres en la Iglesia, pero voy a intentarlo aún a riesgo de contrariar a algunos.
Es muy sencillo: la gracia de hoy, no es la gracia de ayer, y desgraciadamente muchas veces nos hacemos sordos a la inspiración de Dios, aferrándonos a lo que nos dijo un día, sin darnos cuenta de que esa palabra, esa obra o ese carisma, tuvo su momento y su contexto, y no necesariamente es relevante a día de hoy.
Esto significa que si bien Dios es inmutable y su Evangelio no cambia, no podemos pretender que se encajone en utilizar una manera, un lenguaje, un método o incluso un carisma para comunicar este mensaje, y así nos lo demuestra la carta a los Hebreos:
“En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a nuestros padres, por medio de los profetas, hasta que en estos días que son los últimos, nos habló por medio de su Hijo "(Hb. 1, 1-2)
Creo que en la Iglesia actual tenemos un grandísimo problema de apego a las estructuras pastorales que otrora tuvieron una razón de ser en el contexto de una sociedad cristiana, y ahora mismo se mantienen a duras penas por un número cada vez más reducido de fieles y sacerdotes que ven multiplicado su trabajo mientras merman los frutos.
Y el problema es que se niega esta realidad, y bajo argumentos de fidelidad, constancia y abnegación, falta la valentía, la visión y la frialdad para hacer una previsión de a dónde nos llevará la situación actual si no pegamos un cambio de timón mientras aún podemos.
Se lo decía el cardenal arzobispo de París Jean-Marie Lustiger a unos amigos cuando le fueron a hablar de proyectos de evangelización, allá por los años 90. “La Iglesia que ustedes conocen cambiará drásticamente en los próximos 10 años, cuando el 80% de los sacerdotes que tenemos en la actualidad habrán superado con creces la edad de jubilación. Tenemos que estar preparados para ello”.
El jueves compartí un desayuno con un sacerdote canadiense de Halifax, el padre James Mallon, quien me contaba que su obispo había decidido cerrar cuatro parroquias que estaban a menos de diez minutos de distancia unas de otras, las había vendido y con el producto había construido una mega parroquia y se la había encomendado a él como párroco.La idea- para mí gusto de cajón- era que no se podía mantener cuatro parroquias para cuatro gatos, cuando se podía juntar fuerzas y hacer algo empezando de cero, que sirviera a las necesidades pastorales de los fieles, sin ser un detrimento organizativo, económico y humano para la Iglesia.
Constato que no es el único lugar donde esto pasa, y muchas órdenes religiosas se están viendo obligadas a refundir comunidades, reagrupándose en comunidades más grandes y de alguna manera arriesgándose a reinventarse a sí mismas.
Pero la gracia de hoy, no es la gracia de ayer.
Y si pretendemos que las cosas sean como cuando éramos más jóvenes y soplaban otros vientos, si nos conformamos con colgar crucifijos en las escuelas y mantener los horarios de Misa en la parroquia del barrio, si nos contentamos con tener doscientas primeras comuniones aunque luego no quede nadie después de la confirmación, estaremos tergiversando la gracia de Dios para esta generación y estos tiempos por permitir que la cantinela aquella de “cualquier tiempo pasado fue mejor” embote nuestras almas y nuestros corazones de apóstoles.
Las cifras de increencia y secularización son claras, sólo hay que querer verlas.
La situación de tantos en la Iglesia que trabajan en obras de apostolado que ya no convierten es evidente, cualquiera dispuesto a hacer autocrítica se da cuenta.
La falta de relevancia cultural de la manera en la que presentamos el Evangelio (ojo, la manera, no el Evangelio que siempre es relevante) es tan palmaria que se demuestra por el hecho de que no nos entienden cuando hablamos.
Y en medio de todo esto, el pensamiento que me ronda, que es duro y demoledor, es que al Señor, que recoge donde no siembra, y mandó secar a la higuera estéril por no dar sus frutos a tiempo, de nada le sirve nuestra fidelidad y nuestro afán por la obra que un día nos encomendó, si no somos dóciles a su voz, y desapegados hasta el punto de ser capaces de reinventarnos cada dos por tres.
Ya lo decía el cardenal Van Thuan, no se trata de hacer las obras de Dios, sino de seguir al Dios de las obras.
Pero, como decía el poeta, nos falta miedo para suicidarnos en lluvia como la nube. Morir a nuestras obras, a nuestros apostolados, a nuestras maneras de hacer…y dejar que el viento sople a donde el Espíritu quiera, y así ver cómo El hace todas las cosas nuevas, y da una gracia diferente para un tiempo diferente.
La alternativa es la esterilidad, el cansancio del camino, y la abnegada pero sorda y cabezona fidelidad a las obras de Dios, pero no al Dios de las obras…