A vueltas con la matraca de la cristiandad y las misas en latín
Acabo de leer el artículo de “una católica (ex) perpleja” sobre una Renovación Divina, al que no puedo menor que contestar aunque sea por alusiones, ya que en 2016 tuve el privilegio de traducir el citado libro y probablemente tuvimos algo que ver con la implantación de Alpha en su parroquia en Barcelona.
La pereza que me supone entrar en polémicas hace que resuenen las palabras que aprendí de Pablo Domínguez en sus brillantísimas clases sobre Lógica y Teoría del Conocimiento: “Contra principia negantem, nihil disputandum est”. Pero vamos a intentarlo, por enésima vez, en la esperanza de que el articulista anónimo se dé a conocer. Como cuenta Mallon en sus libros, el presupuesto que él tiene para leerse una crítica de un parroquiano es que esta venga firmada. Así deberían ser las cosas en la Iglesia, y especialmente en los foros públicos cuando se lanzan enmiendas a la totalidad tan amplias.
Vivimos tiempos de confusión en la Iglesia, en los que es del todo entendible que la gente busque una seguridad y una identidad. Lo criticable no es buscar certeza, sino dónde se busca la misma. Como escribe Alan Hirsch, el problema no es que vayamos hacia atrás para buscar respuestas, el problema es que no cavamos lo suficientemente hondo en nuestra tradición para encontrarlas.
En otras palabras, si apelamos a la Tradición, no podemos rebobinar solo hasta donde nos dé la gana, hay que ir hasta el meollo de las cosas.
Mucho me temo que, en esto del tradicionalismo, asistimos a una defensa de posiciones y momentos históricos que no van a la génesis, al momento fundante y apenas se quedan en la superficie de las cosas.
Como si de una fórmula mágica se tratara, pareciera que la solución a nuestros males actuales fueran las casullas de guitarra (graciosa ironía en quienes detestan las “guitarritas” en las celebraciones) y las misas de la penúltima reforma litúrgica. En un pensamiento cuasi mágico fascinante, parece como si la cuestión se solucionara recitando rúbricas y prefacios, apelando en el nombre de la ortodoxia a una tardo-cristiandad idealizada en la que el común de la gente era como ellos, capaces de comunicarse con Dios en la lengua de los clásicos.
Y es que el problema insoluble de la dialéctica de la tradición y el progreso —tan chestertoniano en su paradójica esencia— es que uno no sabe hasta dónde rebobinar cuando la emprende con la marcha atrás en busca de respuestas.
Por ejemplo, hablando de la tan manida cristiandad... ¿A qué cristiandad se refieren los que evocan la vuelta a la misma? ¿A la de Constantino o la de Teodosio? ¿A la christianitas de la que hablaba Luis Suárez que vino con la brillante Edad Media? ¿A la cristiandad parcheada por la Contrarreforma? ¿A la tardo-cristiandad última de antes del Concilio Vaticano II? Y siguiendo: ¿reforma gregoriana o reforma tridentina? ¿benedictinos o cluniacenses? ¿franciscanos o dominicos? ¿tomistas o neotomistas?¿opus dei o neocatecumentales? ¿movimientos o parroquias? ¿movimientos o métodos?... y podemos seguir el ritornello así ad infinitum.
Hasta donde yo sé, seguimos a Cristo, no a la cristiandad que hemos conocido o soñado melancólicamente. Despertemos de una vez; la cristiandad que supuestamente existió está muerta aunque aún no se haya dado por notificada de su defunción en ciertos ámbitos eclesiales. Y cuanto antes lo asumamos, más pronto podremos ponernos manos a la obra y reconstruir la misión de Cristo que es la Iglesia, en vez de preocuparnos de apuntalar las cuatro vigas maltrechas de un edificio cuyo expediente de ruina ya es inapelable.
Pero, sembrada la polémica, vayamos al tema del artículo de Infovaticana que parece compartir el análisis de Mallon para luego criticar su receta por no amoldarse a la única matriz conceptual que se vislumbra en este neotradicionalismo de hoy en día, que no es otra que la Misa Tradicional según su versión propia de la sacrosanta Tradición.
Me da una pereza enorme empezar a debatir sobre si la reforma de Pablo VI opacó el Misterio y las mil contradicciones que hay entre el sentimentalismo y la sana doctrina de toda la vida. Ya lo hice en su día en varios artículos: La solución a los males de la Iglesia: sotanas y misas en latín, El intransigente tradicionalismo del Oratorio de Brompton y La protestantización de los tradicionalistas católicos
Como alguien nacido a la fe en la época de Juan Pablo II y madurado en tiempos de Benedicto XVI, creo que hay una ortodoxia católica que nuestros inasequibles tradicionalistas son incapaces de procesar, de puro acostumbrados que están a combatir con los progres.
Lo que el artículo denomina conservadores de buena fe, a los que tilda de confundidos y juzga como mal enseñados, a lo mejor resulta que viven su fe en unos parámetros de comunión y obediencia, de ortodoxia y santidad, de fe y sobrenaturalidad, que a buen seguro les sorprenderían si se tomaran la molestia de conocerlos en profundidad y sin prejuicios.
Cada vez que leo un artículo del cariz del reseñado, se agolpan en mí argumentos, citas Magisteriales y experiencias vitales, que me gustaría poder esgrimir; pero me resulta un esfuerzo tan baldío y complicado que lo dejo a medias porque en mi resuena el adagio latino del extraordinario profesor que fue Pablo Dominguez: “Contra los que niegan los principios, no hay nada que discutir”.
Y el principio en el que no estamos de acuerdo no es el de la importancia de la Misa, ni el de la necesidad de una sana doctrina, ni el del respeto a la Tradición. Tampoco sería impensable compartir un análisis sobre la presente confusión de costumbres y mensajes en la que nos tienen sumidos. Ni siquiera sería un obstáculo que unos piensen que la reforma de las cosas ha de venir por un lado, y nosotros creamos que debe ser por el otro, en el espíritu de aquello que decía san Agustín de unidad en lo esencial, libertad en lo accidental y en todo caridad.
El problema es que, en el fondo, lo que se está diciendo subliminalmente con toda la apelación tradicionalista es que la Iglesia actual no vale, porque le hemos torcido el brazo al Espíritu Santo y nos hemos desviado. La misma piedra de tropiezo de Martín Lutero, quien no pudo superar la paradoja de una Iglesia santa y pecadora gobernada por el Espíritu Santo, ni por tanto confiar en que al final la providencia de Dios es la que actúa en la Iglesia por mal que vengan dadas.
En el momento en el que admito en mi corazón una dicotomía entre la Iglesia de ahora y la de siempre, entre la Misa de ahora y la tradicional, entre el Papa presente y los anteriores, me he cargado en esencia y constitutivamente el credo in ecclesiam del Credo para entrar en terrenos y categorías de “protestantividad” de la mala.
Todo esto dicho sin miradas infantiles e idealizadas ni ingenuidades. En la Iglesia hay y habrá mucha cizaña, y como dijo el Maestro, a nosotros no nos es dado separarla del trigo hasta la cosecha. Siempre tendremos lobos disfrazados de pastores, falsos profetas y pecadores como tú y como yo.
Pero eso sí, la Iglesia viene con una garantía de fábrica: ”Yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
Esta garantía implica la asistencia del Espíritu Santo hasta el final, y sería muy pobre que con nuestra cortedad de miras tuviéramos la osadía de sentenciar que Dios se ha equivocado con la Iglesia. En el minuto que eso fuera una posibilidad, yo, personalmente dejaría de ser católico.
Y esto, señores, es lo que se llama un principio, y si este no está claro, el resto de cosas se desmoronan. Por eso se dice en Timoteo 3,15 que “la iglesia es columna y fundamento de la verdad” (CEC 171). Esa verdad y esa doctrina que tanto preocupan a los tradicionalistas, solo las puede garantizar la Iglesia misma que critican, por más pecadora y humana que sea.
Así que, ruego que si alguien nos va a dar lecciones de Tradición y de verdad, que por favor diga bajo qué autoridad y unción lo hace, no vaya a ser que sea que le hable el Espíritu Santo directamente y tengamos que declarar que se nos ha hecho protestante. Y si no aclara de dónde le viene la autoridad, el discernimiento y la sabiduría para sentenciar así a toda una iglesia entera (la Iglesia postconciliar), por favor que no espere que nos pongamos a hablar de la matraca de la cristiandad y las misas según tal o cual rúbrica, como si todo el problema de la Iglesia actual se resolviera volviendo a la arcadia feliz de unas décadas pasadas que nunca existieron fuera del imaginario de unos pocos.
Ecclesia semper reformanda est. Siempre habrá problemas en la Iglesia y no niego que ahora mismo nos encontremos en una época caliente. Pero siempre tendremos la asistencia del Espíritu Santo quien gobierna la barca de Pedro.
Después de aclarado todo esto, ¿podemos hablar de cuáles son los “métodos” adecuados para salir del entuerto en el que estamos?
Sí, pero mejor en otro contexto, sin ideologías ni apriorismos por medio, partiendo del Bautismo que nos constituye, el Credo que nos unifica y el Catecismo que nos confirma, y dejando de jugar a que yo tengo la solución y la varita mágica para entender el porqué de más de cincuenta años de crisis reduciéndolo todo a una cuestión de rúbricas.