Viernes, 27 de diciembre de 2024

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De católicos y ortodoxos: un milenio intentando separarse

por Luis Antequera

 
            Con ocasión de la convocatoria del Concilio Panortodoxo del que hablábamos ayer, me propongo repasar hoy los principales eventos que dieron lugar al más viejo de los cismas vigente entre los cristianos: el que separa a la Iglesia de Roma, conocida como Católica, y la Iglesia de Constantinopla, conocida como Ortodoxa(*).
 
            Pues bien, para un conocimiento cabal del tema, es necesario remontarse al 330, año en el que el Emperador Constantino el Grande, el mismo que había despenalizado el cristianismo mediante el Edicto de Milán, decide trasladar la capital del Imperio desde Roma a la ciudad de Bizancio, en la parte oriental y griega del Imperio, la cual pasa a llamarse desde aquel momento Constantinópolis, ciudad de Constantino, Constantinopla.
 
            El traslado de la corte va a tener importantes implicaciones también para la Iglesia, la más de todas, el hecho de que se cree en Constantinopla una nueva sede eclesial. Si el Concilio de Nicea (325), primero de los ecuménicos, al consagrar los patriarcados, a saber, Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Roma, no había hecho mención alguna de Constantinopla, el de Calcedonia (451), poco más de un siglo después, sí lo hace ya. Es más, su canon 28, no reconocido por Roma, dicho sea de paso, incluso establece la igualdad de rango entre Roma y Constantinopla. Ello y la cercanía a un poder imperial muy propenso en la época a la intromisión en los asuntos de la Iglesia (el llamado cesaropapismo), va a dar lugar a que Constantinopla se muestre siempre como la iglesia díscola, a la que el dictado de Roma produce sofoco, y cuyas relaciones con la sede petrina van a ser siempre difíciles.
 
            La tensión trasciende los límites de la pura retórica, y llega a ser tanta, que antes de que en 1054 se consume el cisma definitivo de las iglesias orientales lideradas por Constantinopla, se producen otros episodios cismáticos de duración provisional.
 
            El primero de ellos es el que se da en llamar Cisma Acaciano, que no dura demasiado, apenas treinta y siete años, los que van del 482 al 519, y se produce con motivo del apoyo tanto del Patriarca Acacio como del Emperador Zenón a la causa monofisita contraria al dogma romano, según la cual, en Jesús existe una única naturaleza, apoyo que tiene como consecuencia la excomunión pronunciada por el Papa Felix II.
 
            El segundo cisma constantinopolitano es el que protagoniza Focio quien, con motivo de la disputa ocurrida en 858 entre el regente imperial Bardas y el Patriarca constantinopolitano Ignacio, es nombrado patriarca sustituyendo a éste. Liquidando lo que queda de la herejía iconoclasta y atrayendo al seno de la iglesia a muchos monofisitas, Focio se convierte en campeón del ecumenismo. Los problemas comienzan cuando al pedir Focio al Papa Nicolás I (858-867) la confirmación en su puesto, lo que en el fondo no es sino una muestra más de su sumisión a Roma, el Romano Pontífice se la niega y le amenaza de excomunión si no repone en su dignidad al depuesto Ignacio.
 
            Focio entonces, remueve la vieja rivalidad Roma-Constantinopla, la cual reviste convenientemente con el vistoso ropaje dogmático. Esta vez el debate se cierne sobre el “filioque” (literalmente “y el hijo”). La cuestión del filioque es una vieja cuestión suscitada, en una nueva manifestación de cesaropapismo, por el Emperador Carlomagno, según la cual, el Espíritu Santo procede del Padre filioque, esto es, “y del Hijo”, según sostiene Roma; en tanto que Constantinopla sostiene que el Espíritu Santo procede del Padre“per Filium”, esto es, del Padre “por el Hijo”. Un “y” por un “por”, tal es la cuestión a debate.
 
            El Concilio de Constantinopla (867) reunido por Focio excomulga y depone al Obispo de Roma. Tras no pocas vicisitudes en el Imperio que incluyen el asesinato del Emperador y de su valido, la reposición de Ignacio y la deposición de Focio, el retorno de éste y hasta su reconocimiento por Roma, nunca acompañado, sin embargo, por la vuelta de éste a la obediencia romana, en 888 Focio cae en desgracia y es desterrado.
 
            Su muerte pone fin a veintiún años de cisma, pero el buen entendimiento nunca se restaura, y la herida constantinopolitana cada vez sangra más. Así, durante los ciento cincuenta años que siguen, varias cuestiones enfrentarán a Roma y Constantinopla: la adscripción de la iglesia búlgara a una o a otra; el progreso de la iglesia griega en el sur de Italia; la mala relación entre los emperadores bizantinos orientales, protectores de Constantinopla, y los francos occidentales, protectores de Roma...
 
            En estas circunstancias, en 1042 asciende a la cabeza del patriarcado constantinopolitano Miguel Cerulario, quien acusa a las iglesias occidentales de judaizar al invitar al ayuno sabático o al utilizar pan ácimo en la celebración de la Misa. Amén de ello, Constantinopla vuelve a la carga con el filioque y denuncia el celibato sacerdotal. El Papa San León IX responde con una misiva en la que insiste en la primacía romana, y envía a Constantinopla una embajada. Cerulario persiste en su actitud secesionista.
 
            Así las cosas, el 16 de julio de 1054, unos legados del Papa entre los que se encuentra el futuro Papa Esteban IX, entran en la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla y depositan en el altar una bula de excomunión contra Cerulario. Al salir del templo, limpiándose los zapatos, exclaman:
 
            “¡Dios es testigo, que El nos juzgue!”.
 
            Cerulario la exhibe, -se dice que la falsifica para hacerla más provocativa- y la quema, creando el ambiente propicio para amotinar a las turbas. A los pocos días, arrebata al Emperador la convocatoria de un sínodo, el cual emite un edicto que condena la actuación de los legados: el cisma está consumado.
 
            Miguel Cerulario por su parte, tuvo tiempo para poco más. Implicado en una conspiración contra el Emperador, será detenido y morirá desterrado en 1058. Su figura, rehabilitada por el nuevo patriarca, será objeto de una fiesta anual en el Imperio. Pero el cisma es definitivo, o por lo menos tan definitivo como para haber cumplido ya casi un milenio, y no habernos sido dado todavía el contemplar su final.

            Y ello, no sin que los intentos para poner fin al mismo hayan sido muchos, pero a ello me referiré mañana, de lo que informo a Vd., amable lector, por si tiene Vd. a bien seguir con este pequeño serial.
 
 
                (*) Extraído y adaptado del libro: “El cristianismo desvelado. Respuestas a las 103 preguntas más frecuentes sobre el cristianismo” Luis Antequera. Editorial EDAF, 2007.

 
 
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