Jueves, 21 de noviembre de 2024

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¿Qué hacer ante la crisis? Empezar por la familia

¿Qué hacer ante la crisis? Empezar por la familia

por Familia, Educación y Cultura

 

Un panorama desolador

En Occidente vivimos en tiempos convulsos. En una mirada macro, el clima político anda muy crispado y las cosmovisiones en conflicto cada vez se alejan más como se hace patente en la guerra cultural presente tanto en Europa como en América. El tema migratorio es un problema serio. En el plano económico abundan las dificultades para encontrar empleo y nos encontramos con los nuevos trabajadores pobres a los que no les alcanza el sueldo para vivir dignamente. En un plano micro las relaciones entre las personas (de amistad, de pareja, de compañerismo laboral) rezuman desconfianza. En la vida diaria son también malos tiempos para el amor fiel y  para la estabilidad familiar y para encontrar amigos de verdad.  

Existe una sensación de que estamos llegando al límite de nuestras civilizaciones occidentales -me resulta muy difícil analizar que sucede en Oriente: en el mundo Islámico, China, India, Pakistán, Malasia, etc. En Occidente hay agotamiento y sensación de estar perdiendo el norte: revueltas, odio, polarización, populismos que han perdido la capacidad de entenderse con otras visiones alternativas en nuestras democracias cada vez menos estables. Y los conflictos geoestratégicos y bélicos ennegrecen aún más el horizonte.

El miedo y la percepción del miedo

Estamos asustados. Es más: hay una iconografía que podemos denominar como distópica en la ficción:  en series, películas, literatura, en los videojuegos. Es decir,  una ficción que no habla de utopías. Unos relatos que nos presenta un futuro, o post-futuro, nefasto.  Un porvenir plagado de panoramas postapocalípticos pues  se imagina el día después de una nueva pandemia, una lluvia de asteroides, la invasión de los zombis. Toda una serie de cataclismos climáticos o bélicos merodean por el imaginario social. El miedo nos fragiliza y la familia somatiza con estrés estos miedos de origen real o imaginario.

En esta línea se habla contantemente de un cambio de época pues el actual modelo se agota y el conflicto entre superpotencias no es una ficción. Ucrania, Palestina no son invenciones. Un síntoma: este cambio amedranta también a los llamados milmillonarios entre los cuáles algunos proyectan lujosos bunkers bajo tierra. Un último dato que tampoco es ficción: se habla repetidamente de Tercera Guerra Mundial, aunque estemos todavía en el plano especulativo.

Una familia desorientada

Si la familia debe educar, proteger, promover el mejor camino hacia la vida adulta en estos tiempos tan inciertos la realidad es que el hogar exuda desorientación por todos sus poros. Ese es el centro del interés de este artículo. La familia lógicamente, en el seno de estos tiempos difíciles y a la vez acelerados, encuentra muchas dificultades para cumplir su función socializadora como dicen los manuales: yo prefiero denominarla civilizadora. Los cambios sociales de las últimas décadas no facilitan la tarea de los padres y tampoco la vida de los hijos: doble jornada laboral de padre y madre; encarecimiento de la vivienda; desempleo crónico; rupturas familiares con su retahíla de odios y venganzas larvadas.

Si la familia y la escuela no civilizan la barbarie avanza y ensombrece muchos pasos que parecían irreversibles. Necesitamos nuevos modelos de familias, escuelas y comunidades que sean capaces de formar ciudadanos más sabios, éticos y esperanzados. Escuelas y familias a contracorriente que apuesten por la virtud y el amor al conocimiento.

En qué clima viven los menores más allá del conocimiento de los mayores

Los hijos no viven en el mejor clima social y personal: violencia (y autolesiones), acosos escolares y extraescolares. Pornografía rampante, precocidad sexual no exenta tampoco de agresiones en este plano. Consumo de drogas y de alcohol cada vez a edades más tempranas. Y finalmente una cultura analógica y sobre todo digital que se inmiscuye en todos estos planos mencionados muchas veces catalizándolos, aupándolos, llenándolos tóxicamente de glamur. Es decir: banalizándolos, explotando sus atractivos, exacerbándolos en aras a un negocio planetario que no ve más que beneficios y no repara en los daños que promueve en la cohesión familiar base sustantiva de la cohesión social. La familia es base sustantiva del capital humano, del capital social, del sentido de pertenencia, del sentido de la vida, de una identidad estructurada y de la educación moral. Los psicólogos clínicos lo señalan cada día: los menores procedentes de familias negligentes -que no cumplen sus funciones- están rotos.

Hay muchísimas islas de paz en Occidente, por supuesto, pero las grandes ciudades más cosmopolitas y ricas, también en las ciudades más desfavorecidas, no habita el sosiego ni la paz para los mayores ni para los menores. Prepondera la fragmentación, la soledad, la tensión, y a veces la furia y la violencia. Tres ejemplos icónicos: las revueltas de los lazos amarillos en París y el resto de Francia. La epidemia del Fentanilo en los Estados Unidos, la periódicas matanzas de estudiantes en escuelas y universidades. Le pido al lector que no realice una lectura política de los párrafos anteriores. Sólo me interesa cómo se puede mejorar en esta crisis la vida de las familias. Me preocupa una parte del gran problema de este inicio del siglo XXI: lograr que la familia recupere sus fines, su paz, su labor para que desde los hogares se puedan ofrecer nuevas perspectivas más constructivas, ciudadanos más sabios y dialogantes. Pero para que eso sea así debemos pensar en una nueva cultura familiar más magnánima en el marco de unas escuelas más clásicas capaces de cultivar comunitariamente las almas, el conocimiento y la ejemplaridad de los estudiantes de un modo nuevo. Un reto en la línea del pensamiento del filósofo Javier Gomá que propone una nueva sociedad en la que predomine la ejemplaridad pública y una ética de la responsabilidad. Las bases: familia y escuela.

Industria del ocio digital, de la belleza, de la moda, del consumo

Las familias (en otro artículo me referiré a las escuelas) están siendo zarandeadas por este Occidente en crisis. El escepticismo y el relativismo -desde la segunda mitad del siglo XX- devalúan el papel civilizador de la familia. Proponer una familia porosa, abierta, permisiva donde se discute la autoridad sobre todo del padre y de la madre. El autoritarismo parental ha menguado pero una autoridad ejemplar y ponderada no lo ha sustituido. Los padres están a menudo ausentes. El tiempo familiar compartido ha menguado y se ha fragmentado en nichos, en habitaciones que están lejanísimas unas de la otras en gustos. El mercado -entendido como la oferta de bienes de consumo, servicios, entretenimiento- ha llegado hasta el último rincón de la vivienda. Cada uno hace su consumo aislado a menudo de contenidos muy tóxicos. No se trata de que se esté siempre en casa todos juntos sino de que el ocio, el tiempo libre converja, se haga más familiar y que en los fines de semana quepa, muy importante, verse con otras familias para planes más creativos y espirituales lejos de andar enganchados a las pantallas. Los adolescentes han de salir pero siempre cabe un ocio más culto y menos adocenado. Estoy hablando de comunidades de familias cultas y activas al margen de los intereses del mercado del entretenimiento que las anda saturado de un emotivismo e individualismo corrosivos. Familias que deliberan racionalmente desde una encarnada ética de las virtudes en la línea de Alasdair MacIntyre, filosofo escocés que ha renovado la ética del último medio siglo.

El mercado solo quiere vender más allá de los intereses familiares

Ese es el tema al que quería llegar: un mercado, voraz de ganancias, ha invadido la vida familiar fragmentando sus intereses comunes y la ha colonizado con unas ficciones extrañas para sus propósitos. La austeridad, la contemplación y la cultura son cohesivas, la conversación y la mesa -con sus tertulias- construyen resiliencia y atención familiar. Las historias familiares no pueden ser borradas por el último cotilleo digital. Las salidas formativas y a la naturaleza hacen crecer a la familia en el gusto por la belleza y en la práctica de deportes como el senderismo. Pero ahora esta venciendo la alternativa: es el tsunami del ocio de la industria digital que fragiliza la familia, la desune, la enfrenta y, para mi fundamental, impide la vida de la palabra, del logos entendido como razón, de la sabiduría, del mismo cultivo del alma. El atracón de los móviles (y sus redes sociales), de las televisiones inteligentes (y sus películas y sus series), de las consolas (y sus videojuegos) contaminan las cabezas de todos los miembros de la familia, más gravemente en el caso de los menores. Las salidas nocturnas borran los domingos compartidos. Entonces los padres, los tíos, las familias amigas pierden en su función de apoyo afectivo y cognitivo, de sostén de la maduración, de acercamiento a la realidad, en su tarea de dar soporte al trabajo, al estudio, al orden material del hogar (encargos, etc.). La pasividad, la dejadez y la desidia, cuando no la tristeza, avanzan en familia. El primer capítulo es superar las pantallas, el segundo llenar la vida familiar de nobleza y excelencia.

Hay motivos para la esperanza

Aquí y allá las familias reaccionan. Hay familias que se están manifestando hartas de esta invasión, de esta colonización, de esta alienación de la vida familiar constructiva, de la disminución del estudio, de la lectura, de las visitas a los abuelos, de la asistencia a eventos deportivos, del fracaso escolar anticipado.  No estamos hablando aún de la escuela, como anunciaba, pero en los centros que han apartado el smartphone, hay más vida social, menos acoso, más juego, menos interrupción en las aulas, más aprendizaje. Pues bien, muchas familias y escuelas luchan en el panorama internacional para posponer el móvil inteligente (por ejemplo, por un móvil sin internet)  hasta los 16 años en las escuelas. Y muchas de estas familias que ven a sus hijos aislados cuando no ansiosos y en depresión, constatan que también, desde nuevos consensos, se puede trabajar para sustituir el móvil y muchas pantallas en el hogar en favor, entre otros aspectos, de la salud física y mental de los hijos. Hay que pensar una nueva cultura familiar: hay una demanda social real. Es la forma de empezar a atajar la crisis desde la base y prepararnos para una época nueva. Hay en ciernes una tarea esperanzadora.

 

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