El Espíritu Santo sin estereotipos ni clichés baratos
Si tiráramos de Suma Teológica para explicar quién es el Espíritu Santo y cómo actúa, muy probablemente nos quedaríamos igual de fríos con respecto a su persona que antes de abrirla, por más que Tomás de Aquino tuviera más razón que un santo en todo lo que contaba acerca de las virtudes infusas y los dones el Espíritu Santo.
Como decía aquel filósofo, “¿has comprendido?...entonces no es Dios”.
Yo creo que por algo al aquinate le dio por destruir su obra al final de su vida- aunque, eso sí, menos mal que se lo impidieron. Y es que el doctor angélico acabó por entender por dónde iban los tiros, y ante lo inefable de Dios se dio cuenta de que al final todo no es más que eso, teología vana.
El Espíritu Santo, ese grandísimo desconocido de quien se han escrito cientos de tratados de teología, y aún así a día de hoy seguimos sin tener bendita idea de quién es, cómo actúa y cómo podemos llenarnos de Él.
El consolador, el abogado, el paráclito, el Ruah de Dios…y mil títulos más. Podemos ir a los Hechos de los apóstoles, a las cartas de San Pablo, a los padres de la Iglesia, a los grandes concilios, y las encíclicas magisteriales. Podemos acudir a católicos, ortodoxos, carismáticos y pentecostales. Podemos incluso darnos un garbeo por la Renovación Carismática para verlo actuar.
Podemos estudiar todo eso y más, y aún así “no pillarlo”, por mucho que otros parezcan experimentarlo. Igualito que lo que le pasaba a aquel amigo que siempre iba a las efusiones del Espíritu carismáticas y salía decepcionado porque no había sentido nada, mientras que todos a su alrededor sentían de todo.
Curioso asunto este del Espíritu Santo, pues no podemos atraparlo y si por algo se distingue, es por su capacidad de sorprender y aparecer por dónde menos se lo espera. Y si alguno se cree que lo tiene “dominado” a Juan 3, 8 le remito: “El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que nace del Espíritu.”
Así que a la hora de “tener el Espíritu” de poco sirve que seamos carismáticos de pedigrí, ortodoxos de graves y litúrgicas barbas, o doctorados en teología neumática de la mismísima Gregoriana romana.
Al final somos aquel niño que vió Agustín de Hipona en la playa, intentando meter en su cubo todo el agua del mar.
¿Qué decir pues en un día como el de hoy, en el que tantas hermosas y doctas prédicas se han escuchado acerca del Espíritu Santo de Dios?
Supongo que poco o nada, simplemente que debemos postrarnos y suplicar con la Iglesia y en oración con María aquello de “Espíritu Santo ven” o puesto en latín y en palabras de la liturgia “Veni creator Spiritus”.
Está en la Biblia: a los apóstoles les funcionó mientras oraban temerosos en el cenáculo, y ya nunca fue nada igual después de aquel día de Pentecostés en el que nació la Iglesia.
Cada cual lo haga como más “devoción” le dé; el parroquiano con su oración en la Misa a ritmo de guitarras setenteras; el supernumerario del Opus Dei rezando devotamente sus oraciones diarias; el Cursillista de corazón evangelizador invocándolo en sus utreyas; el carismático de pro con los brazos en alto y el corazón en alabanza; la carmelita escondida con su canto fiel en la Liturgia de las horas…
En todos y en cada uno de ellos podemos encontrar el mismo Espíritu, pues lo tienen por el bautismo, que les permite proclamar el señorío de Jesús en sus vidas, pues “nadie puede decir que Jesús es Señor sino es por el Espíritu Santo ” (1 Cor 12,3).
Dios nos libre de darnos lecciones unos a otros sobre quién tiene el Espíritu y quién deja de tenerlo. Lo importante es que Pentecostés suceda una y mil veces, tantas como lo invoquemos en nuestras vidas… y no que se sienta como quería aquel amigo que he nombrado; pero sí que se experimente, y si es posible que además se note.
Que se note, porque no somos de piedra, por más que a veces haya que “chupar piedra” en la oración. A veces, sí, pero digo yo que no siempre, por mucho que nos guste ir por la vida de sanjuanes de la cruz alardeando de noches oscuras y falta de consolación en la oración.
Que se note, para que no nos pase aquello que le ocurrió a un obispo cuando dos de sus seminaristas asistieron a un seminario de vida en el Espíritu Santo de los que se dan en la Renovación Carismática.
De vuelta al seminario, y llenos del fuego del Espíritu Santo, fueron a hablar con su obispo para decirle:
“Monseñor, hemos recibido el Espíritu Santo, esto es maravilloso, ¡tiene que dejarnos que oremos por usted para que lo reciba también!”
El obispo, estupefacto por su insolencia y echándose las manos a la cabeza pensando de qué habían servido los años de teología de aquellos dos atrevidos, les respondió:
“¡Insensatos!, ¿acaso no sabéis que tengo el Espíritu Santo por el Bautismo y la Confirmación, además de por el Orden sacerdotal y mi Consagración episcopal?”
Los seminaristas, que a pesar de todo y aunque no se notara eran estudiantes aplicados, se dieron cuenta de la burrada teológica que estaban planteando, así que, tras mirarse el uno al otro, replicaron:
“Su excelencia, tiene toda la razón, disculpe nuestro error. Aún así, ya que usted tiene el Espíritu Santo, ¿podríamos al menos orar para que se le note...?”.