¡Mártires de la capa blanca!
por Sólo Dios basta
Una de las últimas fiestas litúrgicas que se ha añadido al calendario propio del Carmelo Descalzo es la memoria de los mártires carmelitas descalzos del siglo XX. La fecha va unida a su vida, al martirio, el 4 de mayo, el día después a la fiesta de la Invención de la Cruz que se celebraba cuando ellos vivían en este mundo. Dicha fiesta está suprimida; en su lugar se recuerda a los apóstoles Felipe y Santiago. Lo más importante es que podemos honrar en un mismo día a todos estos hermanos nuestros que, unidos en una misma vocación, entregan su vida dando testimonio de Cristo. No sólo hay frailes, también monjas, pero ellas tienen su fecha propia ya que fueron beatificadas hace años. Contamos con las beatas María Pilar de San Francisco de Borja, Teresa del Niño Jesús y de San Juan de la Cruz y María Ángeles de San José, las mártires de Guadalajara, las primeras beatificadas en la historia. Sigue luego la Madre María Sagrario de San Luis Gonzaga, la que fuera priora de la comunidad de Santa Ana y San José de Madrid. Las fiestas se celebran el 24 de julio y el 16 de agosto respectivamente.
Pero vamos a nuestros frailes mártires. Han sido beatificados en las dos últimas grandes beatificaciones, la del 28 de octubre de 2007 en Roma y la del 13 de octubre de 2013 en Tarragona. En total 1020 mártires son proclamados beatos, 42 de ellos son carmelitas descalzos. Estos son los que queremos recordar de modo especial en este día:
Alfonso del Santísimo Corazón de María, Ángel de San José, Antonio María de Jesús, Bartolomé de la Pasión, Carlos de Jesús María, Clemente de los Sagrados Corazones, Constancio de San José, Damián de la Santísima Trinidad, Daniel de la Sagrada Pasión, Eduardo del Niño Jesús, Elipio de Santa Teresa, Eliseo de Jesús Crucificado, Eufrasio del Niño Jesús, Eusebio del Niño Jesús, Félix de la Virgen del Carmen, Francisco de la Asunción, Gabriel de la Anunciación, Hermilo de San Eliseo, Jaime de Santa Teresa, Joaquín de San José, Jorge de San José, José Agustín del Santísimo Sacramento, José Cecilio de Jesús María, José María de la Dolorosa, José Mariano de los Ángeles, Juan de Jesús, Juan José de Jesús Crucificado, Lucas de San José, Luis María de la Virgen de la Merced, Marcelo de Santa Ana, Melchor del Niño Jesús, Nazario del Sagrado Corazón, Pedro de San Elías, Pedro José de los Sagrados Corazones, Pedro Tomás de la Virgen del Pilar, Perfecto de la Virgen del Carmen, Plácido del Niño Jesús, Ramón de la Virgen del Carmen, Romualdo de Santa Catalina, Silverio de San Luis Gonzaga, Tirso de Jesús María y Vicente de la Cruz.
Oviedo, Toledo y diversos lugares de Cataluña recogen la sangre de estos hijos de Santa Teresa que viven la vocación que ella soñó de niña cuando quería ir a tierra de moros para que le cortasen la cabeza y así ganar el cielo de una manera rápida y directa: “Como veía los martirios [al leer las vidas de los santos] que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, y juntábame con este mi hermano [Rodrigo] a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen. Y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos parecía el mayor embarazo” (Vida 1,4).
Entre esta estela de mártires encontramos jóvenes seminaristas de poco más de 20 años, hermanos sencillos entregados al servicio y atención de los conventos, predicadores insignes, misioneros de ultramar que a su regreso encuentran una España en ciernes de una guerra fratricida, profesores de jóvenes que se forman como futuros sacerdotes carmelitas descalzos, confesores incansables deseosos de administrar el perdón de Dios a todas las almas, algún maestro de novicios, escritores de historia y de espíritu, poetas y músicos que contagian lo que llevan dentro, varios priores y hasta un provincial.
Todos ellos viven lo mismo, una vocación apasionante, la de carmelita descalzo, desean seguir con fidelidad los pasos de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, viven en comunidad, oran en el silencio del coro y del claustro, buscan llevar almas a Dios, los más jóvenes sueñan con llegar a poder celebrar la santa misa como el acto más importante de su jornada, los mayores se alegran al ver renuevo en el Carmelo, el maestro de novicios se desvive por mostrar la esencia de la vocación carmelitana, los priores promueven la unión de todos los frailes, los profesores muestran la importancia de estudiar bien cada asignatura que acerca a Dios de un modo u otro, los que han sido misioneros descansan del trabajo pero no dejan de buscar almas necesitadas de conversión, los confesores pasan largas horas sentados mientras la gracia de Dios se derrama a través de sus manos, los que son sacerdotes consagran cada día el alimento y la bebida de salvación, los escritores ayudan con sus obras a conocer, difundir y vivir en grado sumo la rica y enjundiosa espiritualidad del Carmelo Descalzo u otros temas que forma parte dela vida conventual, los poetas nos regalan descripciones íntimas de lo que vive por dentro un alma que entrega su alma a Dios y a su Madre, y cómo se hace poesía lo vivido en la oración, los músicos abren la puerta a mirar a lo alto con sus composiciones musicales que hacen más cercano el cielo, el provincial mira a todos como verdaderos hijos,…
Y todos se dejan llevar por Dios hasta el final, cuando llega la hora de mantenerse firmes y no renunciar a su condición de religiosos carmelitas descalzos. El amor a Jesús presente en el sagrario, la compañía maternal de la reina y hermosura del Carmelo y la confianza en el padre y señor San José les alienta, sostiene y conforta en el amargo trance final que les abre las puertas del cielo: el martirio.
La mayoría son fusilados contra un muro, algunos reciben disparos en la calle a plena luz del día mientras buscan refugio, y unos pocos son arrojados al mar. Al final todos mueren, pero mueren para empezar a vivir la vida verdadera, para entrar en la eternidad, para alcanzar la gloria del cielo, para abrir camino a los que están por venir, para interceder por todos nosotros, para sumarse a la corona de los mártires que alaban al Padre de la gloria, adoran al Hijo que antes ha dado la vida por ellos y agradecen la fuerza recibida del Espíritu Santo para consumar el sacrificio de cada uno.
Unos y otros viven este paso desde la oración. Momentos de angustia, dolor, dudas, turbación, ansiedad, incomprensión… se llevan de otra manera. Tienen un apoyo que les anima a caminar sobre estas aguas turbulentas, el abandono de su vida en las manos de Dios desde el silencio de la oración. Esto les lanza a seguir sin miedo y llegar hasta el final. Da igual la edad o el lugar. Todos están unidos. Saben lo que tienen que hacer. Llevan toda una vida entregada a la oración. Desean llegar a la unión plena con Dios. Caminan por esa senda que encierra un misterio que cambia sus vidas para siempre: ser mártir, dejarse matar, entregar la vida, perdonar a todos, contagiar la paz.
Ahora desde el cielo nos contemplan, nos acompañan e interceden por nosotros.
¡Rogad por nosotros!,
¡Hijos de Santa Teresa!, ¡Carmelitas descalzos!, ¡Mártires de la capa blanca!