Familias que fundan escuelas rurales cristianas
Pequeñas escuelas cristianas
En un artículo reciente hablaba de fundar escuelas rurales. Creo que hay que dar un paso más e ir concretando: quizá ha llegado el momento de empezar a fundar escuelas rurales cristianas pues en estas convergen determinados intereses y fines que convienen a muchos padres e hijos que quieren lo mejor para sus familias. A saber: centros pequeños, sosegados y llenos de coherencia educativa, cercanía entre padres y maestros, ratios bajas en las que quepa una relación maestro-alumno realmente conversacional y llena de atención personalizada. Y muy importante: una educación cristiana sin cabos sueltos.
Por qué escuelas rurales
Muchos padres están descontentos con la divergencia de objetivos entre la escuela y la familia que se da en muchos centros. Muchas escuelas no enseñan, apuestan por la innovación educativa como si no hubiera un mañana. El resultado entonces es que la sabiduría, la racionalidad de los contenidos se pierde. Y a menudo el asunto de la religión -en algunas concertadas- queda diluido hasta casi desaparecer. Los profesores se pierden en desdibujados valores generalistas (empatía, autenticidad, la inclusión, la sostenibilidad, etc.) que nada tienen que ver con las virtudes para la vida diaria como la fortaleza, la justicia, la templanza y la prudencia que ya defendía Aristóteles en el siglo IV antes de Cristo. Virtudes bien concretas que un claustro cohesivo y bien relacionado en una escuela familiar puede desplegar en escuelas rurales como propuse hace unos días ¿Rurales? Lo intenté argumentar en el anterior artículo. Pueden ser la solución a muchos retos. Y es que hay muchos padres que quieren, respetando las opciones educativas que se ofertan desde muchas escuelas urbanas (a menudo, creo, demasiado grandes), quieren, insisto, nuevas escuelas para sus hijos más sabias, leídas, cultas y, claramente más, cristianas. Y eso es más fácil en escuelas más pequeñas. Padres, sobre todo grupos de familias, que apuestan por lo mejor, y que están enamoradas de la excelencia, de los libros, de la alta cultura (en pequeñas dosis) y fundamentalmente dispuestas a verter, aunque sea a cuenta gotas, la herencia de los siglos en el amor por el conocimiento de sus hijos.
Pluralidad educativa frente a una pedagogía única
El objetivo es ejercer la pluralidad educativa y proponérsela a todos: a los colegios públicos, privados y concertados. Y rechazar el embudo de una educación constructivista que contagia a la pública, a la concertada y a muchos centros privados que andan a la última moda. ¿Qué es la educación constructivista? Pues aquella que pone al niño, al adolescente en el centro; aquella que afirma que el conocimiento se construye activamente en la mente del estudiante a través de la interacción con el entorno y la experiencia personal: en resumidas cuentas, una educación arbitraria y relativista. Y es que estas pequeñas escuelas rurales y cristianas podrían apostar por un saber que inicialmente está en manos de los profesores elocuentes y en los mejores libros de texto y las mejores lecturas. Una enseñanza que está destinada a alumbrar la inteligencia del niño que libremente la incorpora en interiores actos de aprendizaje.
Los reales intereses de los padres: una vida y escuela cohesivas
Los padres sueñan con tiempo para vivir en familia, cerca de matrimonios amigos, en comunidades de familias que buscan la unanimidad de principios que se pueden traducir en una buena escuela cristiana. Siempre claro está desde la sabia discrepancia y la prudente deliberación racional basada en principios inconmovibles como la ley natural como nos propondría el filósofo Alasdair MacIntyre (1929). El punto de partida es evidente. Una escuela que enseña religión sin beaterías y siempre de la mano de laicos. Pero una escuela que también, por supuesto, necesita un cura asequible en un templo cercano (pero del cura y el templo hablaremos al final).
Familias concretas que quieren educar a sus hijos y a los hijos de sus amigos. Unos hijos que acaban siendo amigos entre ellos. James S. Coleman (1926-1995) fue un sociólogo de la educación estadounidense que en los años ochenta ya empezaba a valorar cómo la coherencia escuela-familia alimentada por la amistad entre padres sumada a la amistad entre los hijos, daba muy buenos resultados académicos. Esta coherencia redoblaba la cohesión social del centro. Una verdadera cohesión social que además era familiar y escolar. Y esta cohesión social repercutía en el clima escolar, en la casi ausencia de conflictos porque lo que se vivía en casa también se vivía en la escuela y viceversa.
Relaciones estrechas entre padres e hijos presentes en la escuela
A este valor de la coherencia familia-escuela, que nuestro sociólogo descubrió estudiando el funcionamiento diversos centros, lo denominó intergenerational closure (Coleman, 1987, pp 177-204 ). Este concepto se podría traducir como clausura intergeneracional (mejor que cierre intergeneracional). Es un concepto que describe vínculos de red entre familias y niños que se hacen amigos y que contribuyen a la cohesión social a niveles locales, como escuelas o vecindarios.
Esta clausura intergeneracional se refiere al grado en que las generaciones mayores dentro de una comunidad, o red social, están conectadas con las generaciones más jóvenes a través de diversas formas de vínculos sociales, como relaciones familiares, amistades, tutorías o participación en actividades o instituciones compartidas como por ejemplo una escuela.
Coleman argumentó que la clausura intergeneracional es esencial para la transmisión del capital social entre generaciones. El capital social se refiere a los recursos integrados en las redes sociales naturales (no online), como la confianza, la reciprocidad, los principios, la información y el apoyo. Son recursos intangibles (inmateriales) muy valiosos para no dar puntada sin hilo, para no dilapidar esfuerzos. Cuando las generaciones mayores están estrechamente conectadas con las más jóvenes, el capital social puede fluir más fácilmente entre generaciones, facilitando procesos como la solidaridad intergeneracional, la transferencia de conocimientos, la socialización y la formación de comunidades cohesivas.
Estamos defendiendo conceptos fáciles de captar, llenos de sentido común, que las ciencias sociales han corroborado. Y estamos también en la línea de la opción Benedicto planteada por Rod Dreher. Sin embargo, nuestras familias no se han retirado del mundo. Insistimos: viven en el pequeño municipio pero también van y vienen de ciudades de tamaño medio o grande y de ellas se benefician en muchos aspectos y servicios. ¿Cómo?: trabajando allí, la sanidad, la burocracia, cultura, estudios superiores, etc.
Así lo señala Coleman: la sociología confirma que la clausura intergeneracional tiene implicaciones para diversos resultados sociales, incluidos los logros educativos, la movilidad económica, la continuidad cultural y la acción colectiva. Uno de ellos es, insistimos, el éxito escolar y nuestro sociólogo señalaba que estas buenas calificaciones eran más probables en centros concretamente católicos. Las comunidades con altos niveles de clausura intergeneracional, recapitulo, tienden a exhibir una mayor cohesión social, resiliencia y eficacia colectiva, ya que pueden aprovechar una rica reserva de capital social acumulado a lo largo del tiempo.
Escuelas muy heterogéneas
Hay muy buenas escuelas y a veces grandes escuelas en ciudades inmensas. Pero el riesgo de la heterogeneidad de los padres, del claustro de profesores y de los objetivos del propio centro siempre asoma como riesgo. No hay que minusvalorar a estos centros de enseñanza, pero los tiempos se han vuelto acelerados y azarosos y muchos padres no quieren vivir una vida en la que cada agente social tira individualmente por su lado. Y esta heterogeneidad puede suceder en un colegio. Y entonces llega la reacción: padres que buscan la coherencia.
Son padres que se quieren fiar tanto de la escuela que, finalmente, son ellos mismos quienes las ponen en marcha por muchas razones: una de ellas y fundamental es la formación religiosa. Pero también el tono humano, la cultura, la capacidad de vivir civilizadamente y no correr tras objetivos banales y a menudo impredecibles. Nadie se arrepiente al final de sus días de haber andado frecuentemente entre amigos y familias como afirma el Estudio Harvard desplegado durante más de 80 años y que trata de cómo vivir una vida buena. Más bien se arrepienten de haber dedicado demasiado tiempo al trabajo y al consumo irreflexivo siempre bajo un estrés inevitable.
Escuelas rurales cristianas alrededor de una parroquia
No hay que huir de las ciudades. Trabajar allí unas horas y luego volver a casa en sentido fuerte: una casa acogedora llena de paz. Y regresar puntualmente a las ciudades cuando valga la pena: para una película inaplazable o una exposición irrenunciable, quizá un concierto o, cuando los hijo son mayores, para una obra de teatro. Hablamos siempre de una escuela de infantil y primaria y reconozco que no tengo respuesta para la pregunta por las escuelas de secundaria que ya son muy complejas.
Una parroquia (¡o una abadía!) con un cura, o un monje, que diga misa, que confiese, que bautice y que case. Y en algún momento acercar a un obispo para que administre el sacramento de la confirmación.
Una parroquia para ir a misa el domingo con el resto de la gente del pueblo. Andando, o en bici. Y para invitar a los amigos de la ciudad y conquistarlos para este proyecto.
Las escuelas rurales pueden ofrecer un entorno natural y tranquilo que favorece el aprendizaje y la conexión con la naturaleza. Una naturaleza que nos acercara a Dios -teología natural- unida a las noches de estrellas y a la floración de los almendros. Discúlpeseme el desvarío poético, pero es una realidad.
En el anterior artículo hablamos de prestar servicios comunitarios, aprendizaje servicio desde la escuela. Es la ayuda mutua encarnada, no los valores generalistas de tantas escuelas, sino un altruismo que se ve y se toca. Siempre hay abuelos o enfermos a los que visitar o bosquecillos con espacio para replantar árboles. Y entre una cosa y otra aparece el silencio del campo y la vida contemplativa. Estamos hablando de una educación integral sin compartimentos, estamos hablando, ahora sí, claramente, de una auténtica comunidad educativa. De vida comunitaria, con fiestas, celebraciones culinarias y excusiones que no exigen la esclavitud del coche. De tal forma que cuando llega Navidad y Semana Santa te levantas el sábado por la mañana y ya estás de vacaciones. Esto es integrar la educación académica con la espiritualidad cristiana y la vida comunitaria en un entorno rural. Parece un sueño. Hay ideas que empezaron siendo un sueño y, tras mucho trabajo y audacia, se convirtieron en realidad. Finalmente quiero atestiguar aquí mi deuda con El despertar de la señorita Prim.