fue exclusivo
Hemos clericalizado a los laicos
La afirmación no es mía, sino del padre Bernard Peyrous, profesor de Historia de la Comunidad del Emmanuel y relator en la causa de Martha Robin, y la ha hecho en el V Simposio sobre Sacerdotes y Laicos en la Misión, celebrado en Roma esta semana, al que he tenido el privilegio de asistir.
El simposio ha sido tan rico en ponencias y asistentes, que me ha distraído de la obligación de escribir nuevos posts en estos días, a la vez que me ha inspirado un gran número de temas que espero desarrollar en lo sucesivo.
Hemos tenido como ponentes cardenales, sacerdotes y laicos de la talla de la profesora Thérèse Nadeau-Lacour, de la Universidad Laval (Québec, Canada), Monseñor Charles Joseph Chaput, O.F.M, arzobispo de Denver o don Ezechiele Pasotti, prefecto de estudios del Seminario “Redemtoris Mater” de Roma.
Sería demasiado extenso hacer referencia a todos los ellos, y el mejor resumen de lo hablado sería decir que mucho de lo dicho ha girado en torno a definir la corresponsabilidad y comunión pregonadas por la Christifideles Laici de Juan Pablo II, a la luz de la eclesiología renovada que supuso el Concilio y la teología del sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles.
Pero tampoco quiero ahora perderme en tecnicismos, pues se quiera o no, estos congresos tienen una carga teórica e intelectual muy grande y veces adolecen de una falta de concreción práctica rampante. En otras palabras, nos podemos pasar el día divagando acerca de la misión, sin arremangarnos y ponernos manos a la obra.
Volvamos a la afirmación del padre Peyrous, que es un gran historiador, con un sentido muy actual de la misión, pues pertenece a l’Emmanuel, que es una de las comunidades más activas en lo que a evangelización se refiere que existen en Francia.
No es la primera vez que oigo a un sacerdote “carca” decir que la iglesia actual se ha contentado con hacer una lectura clericalizadora del Concilio Vaticano II. Los ministerios laicales preconizados por el Concilio, apenas han sido desarrollados y ni siquiera se han aprovechado todas las posibilidades que brinda el actual código de derecho canónico- como nos recordó el prestigioso canonista de la Lateranense Agostino Montan.
Para explicarlo gráficamente, hemos subido a los laicos al altar a hacer admoniciones y lecturas, pero ni siquiera hemos elevado al rango de ministerio el oficio del catequista. En la Iglesia sigue existiendo una mentalidad reduccionista de colaboración de los laicos con el ministerio sacerdotal, en vez de la noción de corresponsabilidad y comunión de la eclesiología postconciliar. En esta perspectiva, los laicos trabajan “a encargo” de los sacerdotes, que de alguna manera delegan en ella las funciones que les son propias.
La práctica engendrada por tal mentalidad, que es de lo más clericalista, sin querer ahoga muchas veces el desarrollo de una comunidad en la que los laicos tomen plena responsabilidad de su vocación y ministerio bautismal.
Por eso muchas veces los laicos se clericalizan, hacen de curillas en la comunidad, y aspiran a eso, o bien se dedican a compartir algo de lo que hasta el Concilio fue exclusivo del ministerio sacerdotal, sin encontrar su propio lugar y ministerio laical.
Frente a estas posturas tan limitadoras del rol del laico el problema es que el Magisterio ha dicho claramente que “En razón de la común dignidad bautismal, el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia.” (Cristifidelis Laici 15)
Es difícil tratar estos temas sin que a cada cual le empiecen a escocer las heridas de batallas postconciliares pasadas, que yo generacionalmente no he vivido más que de refilón, y sin que automáticamente se califique el discurso de progre.
En el fondo, en muchos ámbitos de la Iglesia hay miedo a la reflexión y al debate, así como a un cierto grado de sana y respetuosa confrontación que ha de nacer y desarrollarse dentro de los límites de la comunión y la debida obediencia a los legítimos pastores. No olvidemos que aquello que nos une y hace hermanos, es la dignidad bautismal, y que al final de la jornada, todos- obispos, sacerdotes, religiosos y laicos- hemos de responder ante Dios por la responsabilidad que nos es común, la salvación propia y la del prójimo.
Pero no debemos afanarnos en estas disquisiciones, y mucho menos atrancarnos en ellas, como les ha ocurrido en el pasado reciente a algunos. Gracias a Dios, la Iglesia Católica es fruto de una tradición milenaria. La rueda de la Iglesia es lenta de mover, porque es muy grande. Eso significa que el cambio no llega tan rápido como muchos desearían, atrapados en la urgencia del momento. Pero cuando llega el cambio, cuando se mueve la rueda, el peso de tantos siglos de Traditio se hace notar, y el paso de la rueda es firme y seguro, no se deja alterar por las veleidades y modas del momento.
Alguien dijo en el Simposio que el Concilio Vaticano II ha sido un concilio profético, que apenas hemos empezado a desarrollar. La recepción del Concilio ha sido convulsa para la Iglesia. Pero eso no es motivo para darlo por cerrado, y pensar que la respuesta es volver a posturas anteriores, finiquitándolo. Como decía Benedicto XVI hablando en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de Belluno-Fieltre y Treviso en 2007, ““Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles.[…] Introducir el Concilio Vaticano II y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.”
Son tiempos de crisis en la Iglesia, y apenas hemos comenzado a vislumbrar toda la aplicación práctica del CVII para nuestra Iglesia de hoy, porque cuando se hizo la Iglesia y la sociedad de aquel entonces apenas tenían nada que ver con las de hoy en día, y aún así, es de una tremenda actualidad.
Para mi el simposio de Roma demuestra que existe una reflexión muy leal y profunda, en el seno de la Iglesia, que intenta comprender los signos de los tiempos y dar una respuesta actual a un problema sempieterno, el del aggiornamento de unos contenidos de un depósito de fe inamovible, que ha de ser explicado en cada época de una manera inteligible a sus contemporáneos.
Ojalá esta reflexión sirva para algo más que desatar viejas peleas y fantasmas sobre el papel de los sacerdotes y los laicos en la iglesia de hoy.