La carta de Benedicto
La caligrafía de mis cuatro hermanas, tersa y limpia, como de césped del Bernabéu, revela su aprendizaje en un colegio de monjas. Mi abuela Lola, sin embargo, tenía una letra irregular, desbocada, una letra de mujer que o salió pronto de la escuela o nunca fue a ella, una letra de posguerra. Sin embargo, a pesar de esta limitación, había en sus cartas afecto y autenticidad. Como los hay en la que ha escrito Benedicto XVI a los fieles que se han interesado por su salud. Para decirles que le queda poco tiempo el Papa emérito ha utilizado un vocabulario tranquilo, que era, por cierto, el que utilizaba mi abuela para comentarle a su hija emigrante que la familia estaba bien y que se le echaba de menos.
Si la prosa exquisita que emplea Benedicto en su carta emociona a los creyentes no sólo es por lo que dice, sino por su modo desnudo de decirlo. Benedicto prescinde del adjetivo, ese colorante artificial de la frase, que, justo es reconocerlo, en manos de Lorca es azafrán en rama. Él, que no es Lorca ni lo intenta, sabe que a a la hora de la muerte es preciso hacer teología con la sencillez. Por eso habla del desenlace como si hablara del remanso. Hay un no se qué de agua quieta en su carta que incita a la calma. Parece un jugador del Madrid que, tras la final de Cardiff, se encamina hacia el vestuario cojo y magullado, cierto, pero también alegre, no porque esto acabe, sino porque acabe así.
Benedicto se prepara, pues, para lo mejor con el ánimo sereno. Leo su carta e imagino que la ha redactado a media tarde, entre paseo y paseo, o a media mañana, entre sorbo y sorbo de café. Es la carta de un hombre que se sabe en paz consigo mismo y que se sabe en manos de Dios. Es decir, que se sabe finito y por lo tanto eterno. La carta de un hombre portentoso, de un San Pablo sin caída, de un estadista del cielo. Hace un par de años su secretario fue criticado injustamente por anunciar que el Papa emérito se apagaba como un vela. No entiendo la causa del revuelo. A mí me parece que la metáfora define al personaje. Al fin y al cabo, las velas iluminan más que los incendios.
Si la prosa exquisita que emplea Benedicto en su carta emociona a los creyentes no sólo es por lo que dice, sino por su modo desnudo de decirlo. Benedicto prescinde del adjetivo, ese colorante artificial de la frase, que, justo es reconocerlo, en manos de Lorca es azafrán en rama. Él, que no es Lorca ni lo intenta, sabe que a a la hora de la muerte es preciso hacer teología con la sencillez. Por eso habla del desenlace como si hablara del remanso. Hay un no se qué de agua quieta en su carta que incita a la calma. Parece un jugador del Madrid que, tras la final de Cardiff, se encamina hacia el vestuario cojo y magullado, cierto, pero también alegre, no porque esto acabe, sino porque acabe así.
Benedicto se prepara, pues, para lo mejor con el ánimo sereno. Leo su carta e imagino que la ha redactado a media tarde, entre paseo y paseo, o a media mañana, entre sorbo y sorbo de café. Es la carta de un hombre que se sabe en paz consigo mismo y que se sabe en manos de Dios. Es decir, que se sabe finito y por lo tanto eterno. La carta de un hombre portentoso, de un San Pablo sin caída, de un estadista del cielo. Hace un par de años su secretario fue criticado injustamente por anunciar que el Papa emérito se apagaba como un vela. No entiendo la causa del revuelo. A mí me parece que la metáfora define al personaje. Al fin y al cabo, las velas iluminan más que los incendios.
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