El ´efecto monstruo´
“A partir de las nueve, mamá se convierte en un monstruo”. Es lo que les digo a mis hijos cuando voy viendo que el reloj avanza y aquí nadie tiene la menor intención de irse a la cama. Dicen que hay que avisar a los hijos de los castigos... pues bien, yo les aviso, pero no solo de los castigos, también del cataclismo. Para que luego no digan que no lo sabían. Y bien sabe Dios que no miento. Lo que digo es literal. El lado más oscuro de Darth Weider (ahora que está tan de moda, aunque podría haber nombrado en su lugar al Conde Drácula, dado que ni siquiera sé si aquél se escribe así...), pues bien, el lado más oscuro del susodicho sería pura poesía comparado con
Hamlet, tratando de explicarle a la dulce Ofelia la natural crueldad del hombre, afirma: “yo, que soy medianamente bueno, tengo más pecados en mi cabeza que pensamientos para concebirlos, imaginación para darles forma y tiempo para llevarlos a ejecución”. Pues pienso que quizás de ese fragmento se podría extraer la paráfrasis perfecta de lo que es una madre, dotada por naturaleza de gran paciencia, puesta a prueba a la hora de los sueños. Algo que está evidentemente justificado por esas tres jornadas intensivas que describíamos hace unos días.
Pues bien; lo malo de todo esto es que cuando los niños se quedan plácidamente dormidos y el ‘efecto monstruo’ empieza a menguar paulatinamente, brotan instintivamente los sentimientos de culpa... Claro, es que así tan quietos y apacibles nadie diría que son capaces de convertir a su propia madre en la versión más hostil del ¿entrañable? Shrek.
Pues hoy, queridas madres, o padres, es hora de relajarse y tomárselo con calma. Fuera bombardeos: decidle a Rosa Jové que ya no hace falta que nos siga machacando con todo aquello que pudo ser y no fue sobre el sueño de nuestros hijos y que, igual, Estevill no es tan malo; o sí, o no lo sé. Pero no me importa. Cada padre tiene sus límites, su estilo, su manera de hacer y, también, sus fallos. Y, para recetas sobre la hora de acostarlos, yo me quedo con la de Rosa Pich, madre de quince hijos nada menos, que dice algo así como que “un niño que está cubierto afectivamente durante el día no tiene ninguna necesidad de reclamar atenciones a la hora de irse a dormir”. Claro que ellos estiran, es su función: “mamá, quédate y dame un montón de besos”... qué madre con un corazón sano puede resistirse a semejante requerimiento. Pero, tal vez, por nuestro propio bien y también el suyo, hay que saber pensar: “cobertura de besos esta tarde: satisfactoria”.
Sin embargo, por si aún nos queda alguna duda o todavía persistimos en el sentimiento de culpa, os contaré una anécdota que escuché el otro día en una charla y me pareció definitivamente tranquilizadora:
Contaba una experta en educación que hace unos meses sus dos hijos, chicos, ya universitarios, se habían decidido a confesarle un secreto sobre su infancia: a la hora de irse a dormir, sabían que esta gran mujer y mejor madre sufría también el efecto monstruo... y, lejos de correr amedrentados a sus camas y guardar sepulcral silencio, iniciaban un reto: “empezamos a pelearnos, y al primero al que mamá enganche y dé un cachete, ¡pierde!”. ¡Ayyyyyy! Cuánto menos sufriríamos los padres si tuviéramos esa capacidad de convertir en un juego hasta aquello que es una auténtica amenaza.
Conclusión: mucha paz, padres del mundo, que muy probablemente, lo único que recuerdan nuestros hijos al levantarse la noche anterior es que nos hemos puesto de rodillas en el suelo para rezar con ellos y les hemos dado el beso más grande mientras les recordábamos lo mucho que les queremos.