Dios en el infierno
Dios es padre y madre. Es nuestro padre y es nuestra madre.Y nos quiere infinitamente más que ellos, quienes, salvo en excepciones tristes y desesperadas, nos quieren mucho, muchísimo.
Los padres que tienen hijos en el infierno de la droga viven ellos mismos en el infierno, y no les importaría cambiarse por sus hijos para que sufriesen menos. En vez de ver al hijo temblando en la cama del hospital por la maldita sobredosis, estarían allí ellos, el padre y la madre, delirando de fiebre y de frío y de sudores y de gritos angustiados. Todo, cualquier cosa, menos ver la agonía del hijo o de la hija.
Los padres que viven el cáncer de su pequeños se apuntarían a padecer ellos mismos el mismo cáncer, o aún otro peor, con tal de que el niño no sufriese tanto, con tal que no sufriese jamás.
Los padres, y las madres, que ven partir a sus hijos a la guerra de los soldados o a la guerra de las bandas, irían ellos, a las guerras, a poner paz entre bandas y entre soldados y recibirían ellos ese navajazo o eso tiro en la frente que está destinado al chico de sus entrañas.
Los padres, en fin, que están separados de sus hijos sufren en un silencio de lágrimas calladas todos los lamentos y toda la pena de la ausencia del hijo.
A Dios le sucede lo mismo. Pero multiplicado por el amor infinito que nos tiene. Y así, el diablo quiere hacer daño al buen Dios, quiere herirle donde más le puede doler: separando de Él a sus hijos. Satanás no nos lleva al pecado por otro motivo: solo quiere que Dios sufra con la pérdida de sus hijos. Solo quiere, en su soberbio desvarío, hacer inútil la muerte del Hijo de Dios, de Dios mismo. El odio ciega su negro espíritu y no ve la Resurrección, porque el odio es tenaz, obstinado en la impasibilidad imposible de sus crímenes. Impasible ante su propia destrucción: el odio se mata a sí mismo con saña.
Y no lo ve.
El diablo solo va contra Dios. Y contra el hombre en la única medida en que es hijo de Dios. Todo lo demás: vicio y pecado, corrupción y engaño, egolatría e idolatría -sinónimos de la imbecilidad humana-, se la trae al pairo. Dañar al buen Dios. Solo eso. Tan monstruoso como eso.
Arrancarle a sus hijos de las divinas entrañas. Que llore Dios en el infierno de la droga, de la guerra, del cáncer y de la muerte.
¡Que llore Dios!
Y Dios lloró todo en Getsemaní. Y murió todo en el Gólgota.
Y se cambió por sus hijos. Y volvió a la Vida para que nosotros no muramos y estemos con Él siempre. Siempre.
Dios nos quiere con él, como una buena madre.
Y solo por eso nos ha creado y se ha puesto en nuestro lecho del dolor.
No querer ir al purgatorio o al infierno no es legítimo, ni digno, solo para que nos evitemos ese sufrir; es, sencilla y amorosamente, para evitar que Dios sufra con el sufrimiento de sus hijos.
No hagamos sufrir a Dios.
O, si lo prefieren, no hagan sufrir a sus padres.
Por favor.
Los padres que tienen hijos en el infierno de la droga viven ellos mismos en el infierno, y no les importaría cambiarse por sus hijos para que sufriesen menos. En vez de ver al hijo temblando en la cama del hospital por la maldita sobredosis, estarían allí ellos, el padre y la madre, delirando de fiebre y de frío y de sudores y de gritos angustiados. Todo, cualquier cosa, menos ver la agonía del hijo o de la hija.
Los padres que viven el cáncer de su pequeños se apuntarían a padecer ellos mismos el mismo cáncer, o aún otro peor, con tal de que el niño no sufriese tanto, con tal que no sufriese jamás.
Los padres, y las madres, que ven partir a sus hijos a la guerra de los soldados o a la guerra de las bandas, irían ellos, a las guerras, a poner paz entre bandas y entre soldados y recibirían ellos ese navajazo o eso tiro en la frente que está destinado al chico de sus entrañas.
Los padres, en fin, que están separados de sus hijos sufren en un silencio de lágrimas calladas todos los lamentos y toda la pena de la ausencia del hijo.
A Dios le sucede lo mismo. Pero multiplicado por el amor infinito que nos tiene. Y así, el diablo quiere hacer daño al buen Dios, quiere herirle donde más le puede doler: separando de Él a sus hijos. Satanás no nos lleva al pecado por otro motivo: solo quiere que Dios sufra con la pérdida de sus hijos. Solo quiere, en su soberbio desvarío, hacer inútil la muerte del Hijo de Dios, de Dios mismo. El odio ciega su negro espíritu y no ve la Resurrección, porque el odio es tenaz, obstinado en la impasibilidad imposible de sus crímenes. Impasible ante su propia destrucción: el odio se mata a sí mismo con saña.
Y no lo ve.
El diablo solo va contra Dios. Y contra el hombre en la única medida en que es hijo de Dios. Todo lo demás: vicio y pecado, corrupción y engaño, egolatría e idolatría -sinónimos de la imbecilidad humana-, se la trae al pairo. Dañar al buen Dios. Solo eso. Tan monstruoso como eso.
Arrancarle a sus hijos de las divinas entrañas. Que llore Dios en el infierno de la droga, de la guerra, del cáncer y de la muerte.
¡Que llore Dios!
Y Dios lloró todo en Getsemaní. Y murió todo en el Gólgota.
Y se cambió por sus hijos. Y volvió a la Vida para que nosotros no muramos y estemos con Él siempre. Siempre.
Dios nos quiere con él, como una buena madre.
Y solo por eso nos ha creado y se ha puesto en nuestro lecho del dolor.
No querer ir al purgatorio o al infierno no es legítimo, ni digno, solo para que nos evitemos ese sufrir; es, sencilla y amorosamente, para evitar que Dios sufra con el sufrimiento de sus hijos.
No hagamos sufrir a Dios.
O, si lo prefieren, no hagan sufrir a sus padres.
Por favor.
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