La perfecta pobreza espiritual
Reflexiones de otro monje (2)
"Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y quien recibe a un niño así en mi nombre, me recibe a mí. Para entender el pensamiento de Jesús es necesario haber recibido ya un maremoto que sacuda nuestra barca, un maremoto que no es otro que la conciencia de nuestra pequeñez y debilidad. No es algo que se pueda fabricar, es la invasión del sentimiento más profundo del Corazón del Buen Dios, en la convicción de que sólo obtenemos de él lo que esperamos de su Amor.
Este es un momento crucial en la vida de un alma que busca al Buen Dios y decide su trabajo hacia una santidad real y no soñada. O bien se declara imposible la santidad y entonces se invierten todas las energías en la inmediatez de la vida cotidiana sin ninguna conexión con lo sobrenatural y se establece allí. La caridad divina no estará entonces a gusto en nuestro corazón, sino que será como un buen deseo, una semilla estéril incapaz de producir auténticos frutos, mientras nos debatimos en medio de innumerables agitaciones.
O aceptamos radicalmente la humildad de nuestra condición fundamental y nos sumergimos en el Corazón de Jesús a través de la confianza. En efecto, cuando experimentamos hasta la desesperación nuestra impotencia para amar de verdad es cuando podemos acoger la curación del Salvador. Quien sea pequeño, que venga a mí (Pr 9, 4). El niño es el que no puede hacer nada por sí mismo. Por ello, es importante reconocer la debilidad, hasta el punto de amarla para hacer de ella una ofrenda al Señor; en definitiva, ¡acoger al niño que llevamos dentro! La misericordia se concede a los pequeños, a los humildes (Sab 6, 7). Santa Teresita escribe: Debo soportarme tal como soy con todas mis imperfecciones. Y a Celina, llega a escribirle: Debes amar tu miseria con suavidad.
La dificultad está en que tendemos a querer tomar el control de nuestras vidas. Entonces, la ansiedad del mañana renace constantemente. Y es que siempre nos enfrentamos a poner el freno en esta entrega filial y total de nosotros mismos al Padre, la que permitiría a Jesús ayudarnos a subir el escalón de ese momento, y que debe renovarse a cada paso. Es el cheque en blanco firmado como Abraham, que obedece y parte hacia una tierra desconocida que debe recibir en herencia, con el abandono a la voluntad de Dios como única brújula (Hb 11, 8).
El acto por el que dejamos de actuar por nuestra cuenta para abandonarnos al Señor es puramente interior. Es una decisión de profunda libertad para dar preferencia al pensamiento y a la acción de Dios acogiendo, repitámoslo, al niño que yace dormido en nosotros. Sólo así atraeremos hacia nosotros el único corazón de niño verdadero que existe, que no es otro que Jesús mismo. Sólo entonces encontraremos la verdadera grandeza. Quien recibe a un niño así en su nombre, recibe a Jesús. Si alguien quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos, no sobre el papel sino en la realidad, que es muy diferente en la práctica, porque nuestra naturaleza lo rechaza.
Este abandono del hijo que confía en su padre es la obediencia de la fe de la que habla San Pablo (cf. Ro 1,5 y 16,26), que nos hace decir con Cristo: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad (Sal 39).
Pero como somos carne y espíritu, esta voluntad interior debe concretarse en un acto que signifique para el Señor y para nosotros mismos la decisión de vivir en adelante con el espíritu de un corazón de niño, es decir, abandonado.
Cuando el alma se abandona por completo a la voluntad de Dios, comienza a guiarla el mismo Jesús, cuyo alimento fue el abandono a la voluntad de su Padre (Jn 4,33). Esto es precisamente lo que constituye el verdadero parentesco con Cristo: El que hace la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana, mi madre (Mc 3,30).
Que la Virgen María nos obtenga esta gracia de la infancia espiritual, que es, en definitiva, la perfecta pobreza espiritual de la que habla San Ignacio en la meditación de los dos estandartes, haciéndose eco de la primera de las bienaventuranzas evangélicas. Es esta pobreza la que nos permite acceder plenamente al Buen Dios para beneficiarnos de su divina liberalidad.
Esto está muy lejos de la persona a la que sólo le queda el poder de la coacción para imponer sus propias ideas, desesperada por su inminente final.
Pidamos a la Santísima Virgen María que nos inspire la verdadera Sabiduría de Dios, que es la justicia y la misericordia en la humildad de nuestra condición, siguiendo su ejemplo, ella que se llamó a sí misma la pequeña sierva del Señor y según la recomendación de Jesús que vino a servir y no a ser servido."
P. Cipriano María, Abadía de San José de Claraval, Francia.