Independencia virtual
Hubiera querido dedicar esta columna al mucho cine de interés que ha podido verse en Valladolid en los últimos días. Incluso si, de paso, hubiera aprovechado para tirar de las orejas al director José Luis García Sánchez, por ese empeño, tan molesto, que una parte del progresismo patrio tiene de decirle a la gente lo que debe hacer, o lo que puede creer o sentir. Seguro que saben de qué frase hablo: “Vayan más al cine y menos a las procesiones”.
Pero la realidad se impone. Y, aunque se trate de una realidad virtual, no queda otra que escribir de Cataluña. Esa región de España cuyo Parlamento aprobó algo así como una declaración de Ikea de la República Independiente de su casa, sólo que con unos miles de personas en la calle convencidas de asistir al momento fundacional de un nuevo país. El asunto invitaría a risa, sobre todo tras leer el delirante texto de la proclamación, si no fueran mucho más intensos los sentimientos de estupor e inquietud. Porque en un mundo que confunde tanto las fronteras de lo virtual y lo real, de la realidad y el deseo, la escenificación ficticia bien puede convertirse en preámbulo de una realidad tangible. Del mismo modo que la repetición propagandística de la mentira puede construir una ‘verdad social’.
El simulacro del viernes nos obliga a tratar una dimensión del problema poco abordada, como es la dimensión pseudo religiosa del independentismo catalán. Conviene recordar la conocida frase de Chesterton: “Cuando el hombre deja de creer en Dios, puede creer en cualquier cosa”. Y una de las que están más a mano es la idea de una nación ideal. En ella confluyen las viejas querencias de las diosas matriarcales, y la amorosa madre tierra, con el espíritu tribal, de identificación con el grupo, que subsiste en algún subsuelo de nuestra psique.
Algunos comentaristas interpretan el gesto de seriedad de Carles Puigdemont como la prueba de que no se cree lo que ha hecho. Se equivocan. Cada vez está más claro que estamos ante un iluminado que está dispuesto a inmolarse por la diosa nacional en la que cree. No le asusta convertirse en mártir, aunque lo asuma con rostro grave, como es lógico, porque está convencido de que eso le garantiza la inmortalidad: si el Gobierno de España no lo remedia, todos los niños catalanes estudiarán su nombre en los libros de texto, y será presentado como el que entregó su libertad y futuro para luchar por una Cataluña próspera y libre.
A diferencia de otros, es posible que Puigdemont no tenga en juego un interés crematístico ligado a la independencia. Su gesto es, por tanto, desinteresado, lo que le otorga una innegable fuerza simbólica. Los que rechazamos su plan sabemos que su altruismo se traduce en la ruptura violenta de la convivencia. Pero los daños colaterales de la destrucción nunca fueron un freno para ningún revolucionario. Y Puigdemont, a su modo, lo es. Como muchos de los que le siguen. Conviene no engañarse porque nos esperan tiempos difíciles.
Publicado en El Norte de Castilla